Reina Lucía (17 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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—La última vez que vi a la señorita Bracely —estaba diciendo, exactamente como si se le hubiera pedido que describiera algo bajo juramento en el estrado de un tribunal— fue un poco después de la una y media, hoy mismo. Debe de haber sido después de la media, porque cuando llegué a casa estaban al dar las dos menos cuarto, y no estaba yo ni a cien yardas de mi casa cuando la vi. En cuanto la vi, le dije al chico de mi jardinero, Henry Luton
[28]
, que iba empujándome… es el hijo de la vieja señora Luton, que tenía una pescadería y que, cuando se murió el año pasado, empezó a traerme el pescado de Brinton, pues no quiero ni pensar en el aspecto de la persona nueva que se ocupó del negocio, y Henry se fue a vivir con su tía. Ésta era la hermana de su padre, no de su madre, porque la señora Luton no tenía hermanas, ni hermanos tampoco. Bueno, que le dije a Henry: «Puedes ir un poquito más despacio, Henry: si llegamos tarde, llegamos tarde, y uno o dos minutos más no importan mucho». «No, señora», dijo Henry, tocándose el gorro, así que fuimos más despacio. La señorita Bracely estaba justo en ese momento junto al estanque, y enseguida salió de entre los olmos. Llevaba un vestido de mañana normalito; era azul oscuro, como del mismo tono de su capa, señora Antrobus, o quizá un poco más oscuro, porque el sol lo aclaraba un poco. Era bastante sencillo, nada elegante. Y miraba el reloj que llevaba en la muñeca, y me pareció a mí que caminaba un poco más ligera después de mirar el reloj, como si se le estuviera haciendo un poco tarde, exactamente como a mí. Pero más lento de lo que estaba yendo ya no podía ir, porque me estaba arrastrando a paso de tortuga, y antes de que ella hubiera abandonado el jardín, yo había llegado a la esquina de Church Lane, y aunque giré la cabeza todo lo que pude, tal que así, mientras dábamos la vuelta, para verla por última vez, ella no había hecho más que salir de la maleza y cruzar la calle, antes de que me la ocultara el
laurustinus
del jardín del coronel Boucher… no, el del jardín del vicario. Y si ustedes me preguntan… —la señora Weston se detuvo un instante, asintiendo con la cabeza arriba y abajo, para enfatizar la importancia de lo que había dicho, y para llevar la expectativa de la señora Antrobus hasta el punto máximo respecto a lo que iba a decir a continuación—… y si ustedes me preguntan dónde creo yo que estaba yendo y qué era lo que iba a hacer… —dijo—, yo creo que iba a salir a almorzar fuera, y que estaba yendo a una de aquellas casas de allí, justo al otro lado de la calle, porque tomó un atajo por el medio del jardín de la plaza hacia aquellas casas. Bueno, allí hay tres casas: está la de la señora Quantock, y esa no pudo haber sido, de lo contrario la señora Quantock habría tenido alguna noticia de la señorita Bracely; luego está la del coronel Boucher, y esa no pudo haber sido, porque el coronel habría tenido alguna noticia de ella también; así que tendrá que haber sido a la tercera casa, y todos sabemos de quién es esa casa.

La señora Antrobus no había sido capaz de seguir completamente aquel implacable razonamiento.

—Pero el coronel Boucher y la señora Quantock están aquí presentes, ¿no? —dijo.

La señora Weston alzó un poco la voz.

—¡Eso es precisamente lo que estoy diciendo! —declaró—. Pero ¿quién que esperaríamos ver aquí… no está aquí? ¿Y dónde está su casa?

Todo el mundo comprendió que la señora Weston había dado justo en el clavo. En qué consistía el clavo exactamente, eso nadie lo sabía, porque hasta ese momento no había explicado por qué Olga Bracely y Georgie estaban ausentes. Pero ahora llegaba el clímax, el golpe definitivo en la cabeza del clavo, un golpe perspicaz y directo.

—¡De modo que allí era donde estaba, almorzando con el señor Georgie! —dijo la señora Weston, pronunciando su nombre por vez primera e imprimiendo a su voz el más elevado dramatismo—. Además, serían vistos más tarde en torno a la casa. Y luego, cuando llegó la hora de venir aquí, el señor Georgie habría recordado que la fiesta era
hitum
, y no
titum
, y allí estaba la señorita Bracely, sin una indumentaria
hitum
en absoluto, ni siquiera
titum
, en mi opinión, sino evidentemente
scrub
. Sin duda, ella le dijo a él: «¿Es un tipo de fiesta muy elegante, señor Pillson?», y él no podría hacer otra cosa sino contestar, pues todos recibimos el aviso de que era
hitum
(yo lo supe hacia las doce), él no podría hacer otra cosa sino contestar: «Sí, señorita Bracely, es una fiesta
muy
elegante». «Que Dios tenga piedad de mí», diría ella, «y yo con este trapillo viejo. Tengo que volver al Ambermere Arms y decirle a mi criada» (porque sepan ustedes que se trajo una criada en aquel segundo coche) «y decirle a mi criada que me prepare algo apañado». «Pero eso será una gran molestia para usted», diría Georgie, o algo por el estilo, pues no pretendo saber lo que diría exactamente en ese momento, y ella replicaría: «Oh, señor Pillson, pero debo ponerme algo apañado, y sería muy amable por su parte si pudiera usted esperarme mientras me arreglo, y así iríamos juntos». Eso fue lo que
ella
dijo.

La señora Weston le hizo una señal a su jardinero para que procediera, con el deseo de abandonar el escenario justo en el momento del clímax.

—¡Y esa es la razón por la que ambos llegan tarde! —añadió, y girando, se alejó en dirección al campo de bolos.

Los minutos transcurrían, y aún no aparecía nadie que pudiera explicar de algún modo la imperiosa necesidad del
hitum
, pero poco a poco Lucía, que había fracasado completamente a la hora de atraer a lady Ambermere al lugar de los tronos, comenzó a notar algunos claros en el césped. Aunque sus invitados, o al menos eso parecía, no estaban en proceso de dispersión, porque aún faltaba mucho para que dieran las siete en punto, y tampoco ninguno sería tan maleducado como para marcharse sin despedirse y sin decir cuán deliciosa había sido la tarde. Pero, desde luego, el césped se estaba vaciando cada vez más, y ella era absolutamente incapaz de explicar aquel extraordinario fenómeno, hasta que se le ocurrió acercarse a las ventanas de su saloncito de música. Entonces, mirando hacia el interior, vio que no sólo todas las sillas estaban ocupadas, sino que había gente de pie alrededor, formando expectantes grupos. Durante un instante su corazón latió con fuerza… ¿Podría ser que Olga hubiera llegado y por algún error hubiera pasado directamente allí? Era una posibilidad quimérica, pero la deslumbró como un rayo de sol en la fiesta que rápidamente se estaba convirtiendo para ella en una pesadilla… pues todo el mundo, no sólo lady Ambermere, se estaba preguntando en voz alta cuándo aparecería el gurú y cuándo cantaría la señorita Bracely.

En aquel momento, mientras pensaba en ello, se abrió una ventana en el salón de música, y asomó la odiosa cabeza de la señorita Piggy.

—Oh, señora Lucas —dijo—, Goosie y yo hemos cogido unos asientos buenísimos, y mamá está bastante cerca del piano, desde donde podrá oír maravillosamente. ¿Ha prometido cantar el
Sigfrido
? ¿Va a tocar el señor Georgie con ella? Es una sorpresa
absolutamente
deliciosísima; ¿cómo ha podido ser usted tan taimada y astuta, y no decírselo a nadie?

Lucía ocultó su furia del modo más alegre que pudo mientras corría hacia el salón de música cruzando el vestíbulo.

—¡Serán ustedes picaruelos! —dijo—. ¡Salgan todos inmediatamente al jardín! Ésta es una fiesta
en el jardín
: no sabía donde se habían metido todos ustedes. ¿Qué son todas esas tontunas de cantar y tocar? ¡Yo no sé nada de eso!

Y pastoreó al incrédulo grupo de nuevo al jardín, todos ataviados con sus
hitums
sin faltar ni uno, para acabar dándose de bruces con lady Ambermere, con
Pug
y con la señorita Lyall, que entraban en ese momento.

—Será mejor que nos marchemos, señorita Lyall —dijo—. ¡Sea tan amable de salir y buscar a mi gente! Oh, aquí está la señora Lucas. Ha sido muy agradable, desde luego, gracias. Adiós. Un jardín encantador. Ciertamente.

—Oh, pero aún es muy pronto… —dijo Lucía—. Apenas son las seis…

—¡Exactamente! —dijo lady Ambermere—. Ha sido desde luego encantador.

Y salió tras la señorita Lyall atravesando el jardín de Shakespeare.

Pronto se hizo terriblemente evidente que otra gente estaba compartiendo la conclusión de lady Ambermere respecto a los encantos de la velada vespertina y la necesidad de volver a casa. El coronel Boucher tenía que ir a buscar a sus bulldogs para sacarlos a pasear, y se llevó con él la emoción de la fiesta; Piggy y Goosie le explicaron a su madre que nadie iba a cantar, y mediante tintineantes risas intentaron aplacar su justa indignación, y poco después Lucía soportó la agonía de ver a la señora Quantock sentada en uno de los tronos que habían sido designados para fines mucho más loables, y a Pepino sentado en el otro, mientras unos pocos invitados deambulaban por el césped con la anémica apatía de las hojas muertas en otoño. Con el gurú presumiblemente meditando en una de las habitaciones superiores, y con Olga Bracely tan llamativamente ausente, a Lucía apenas le quedaba energía nerviosa para preguntarse qué podría haber sido de Georgie. Jamás en todos los años de su ministerio había dejado de estar a su lado durante la celebración de las fiestas en el jardín, volando a cumplir sus recados como un Hermes alado, y guiando a la grey de Lucía si ella los requería en una parte del jardín mejor que en otra, como un sagaz perro pastor, y regresando a sus pies de nuevo dispuesto a cumplir nuevas órdenes. Pero aquel día, Georgie se encontraba misteriosamente ausente, pues ni había solicitado permiso para no acudir ni había dado ninguna explicación —en cualquier caso, algo sorprendente— de su ausencia. Al menos él habría impedido que lady Ambermere, la piedra angular de la fiesta, se marchara con lo que podría llamarse «un enfurruñamiento», y le habría seguido diciendo a Lucía lo maravillosa que era, y lo estupenda que era su fiesta. Con la perspectiva de contar con otras dos piedras angulares muchísimo más majestuosas, Lucía no había previsto ningún otro entretenimiento adicional para sus invitados: no estaba el prestidigitador de Brinton, ni las tres jovencitas que tocaban un trío de banjos, ni siquiera el espectáculo de las dulces palomas que se arrullaban tan graciosamente y que caminaban por los dedos extendidos de su dueña de acuerdo con una orden, siempre que les pareciera bien. No había nada que justificara
hitum
; apenas había lo suficiente siquiera para justificar
titum
. Las palabras
corriente y moliente
estaban claramente escritas «en el polvoriento rostro del desierto»
[29]
.

Eran alrededor de las seis y media cuando por fin comenzaron los milagros y, sin advertencia previa, el gurú salió al jardín. Probablemente había observado la partida del gran coche de lady Ambermere, con su chófer y su lacayo, con su señorita Lyall y su
Pug
, y con su intuitiva sagacidad había supuesto que el peligro de Madrás ya había pasado. Llevaba sus nuevas sandalias rojas, un precioso turbante y ensayaba una extática sonrisa. Lucía y Daisy lo recibieron con grititos de alegría, y los invitados que quedaban, aquellos que deambulaban como tristes hojas de otoño, fueron arrastrados, se podría decir, por alguna implacable escoba, y quedaron agrupados en un montón frente a él. Al parecer, le había sido revelado un Gran Mensaje, un Testimonio de la Omnipotencia, pleno de Paz y Amor. Nunca se había producido un testimonio semejante…

Y entonces, incluso antes de que todos ellos pudieran llegar a sentir en toda su intensidad la emoción de aquella revelación, una vez más se abrió la puerta de la casa y entraron Olga Bracely y Georgie. Es verdad que ella todavía llevaba su vestidito azul matutino, el que la señora Weston había calificado como evidentemente
scrub
, pero era un
scrub
totalmente nuevo, y si hubiera estado completamente cubierto de etiquetas de París, éstas no habrían conseguido que su procedencia fuera ni un ápice más evidente.

—Querida señora Lucas —dijo—, el señor Georgie y yo llegamos terriblemente tarde, pero ha sido todo por mi culpa. Jugamos una partida de
croquet
que no se acababa nunca, y mi vida ha estado guiada siempre por un solo principio, que es terminar las partidas de
croquet
pase lo que pase. En una ocasión perdí seis trenes por terminar una partida de
croquet
. Y el señor Georgie fue muy cruel: no me quiso dar ni una taza de té, ni me permitió cambiarme de vestido, sino que me arrastró a verla a usted. ¡Y eso que gané yo!

Las hojas de otoño se tornaron verdes y turgentes de nuevo, y mientras Georgie iba a buscar algún refrigerio para su vencedora, se hicieron las presentaciones. Olga se dejó guiar con la mayor docilidad —qué diferente de
otras
— hasta la carpa con los tronos: confesó haberse asomado de puntillas al jardín de la señora Quantock, y haber querido ver todo lo que había al otro lado del muro. Y este jardín, también… ¿podía recorrer todo el jardín cuando hubiera terminado el melocotón más delicioso del mundo? Estaba muy contenta de no haber tomado el té con el señor Georgie: él nunca le habría dado un melocotón tan bueno…

Ahora los invitados disgustados y los que se habían ido ataviados con sus
hitum
se entretenían un poco en la plaza del pueblo, y mientras proferían abundantes sarcasmos respecto al increíble fracaso de la fiesta de Lucía, apenas pudieron evitar ver cómo Georgie y Olga salían de la casa de éste y caminaban rápidamente en dirección a The Hurst. La señora Antrobus, que conservaba una vista maravillosa para compensar su defectuosa audición, los vio marchar, y en ese mismo momento recordó que se había dejado la sombrilla en The Hurst. Un instante después ya iba caminando conspicuamente en aquella dirección. La señora Weston había sido la siguiente en darse cuenta de lo que había ocurrido, y aunque tenía que dar un rodeo por el camino en su silla de ruedas, adelantó a la señora Antrobus a cien yardas de la casa; su pretexto para regresar a The Hurst era que Lucía había prometido prestarle el libro de Antonio Caporelli (¿o era Caporetto?).

De modo que una vez más volvió a abrirse la puerta del jardín, y la señora Weston entró como un rayo. Para entonces Olga ya había completado su recorrido por el jardín, y… ¿podía ver la casa? Claro. Tenían una bonita salita de música… En ese punto, justo cuando la señora Weston se precipitaba al jardín, como la riada cuando se abren unas compuertas, la multitud que se había ido y ahora regresaba entró en tropel en el jardín de Shakespeare, y la cola de la sirena, detrás de la cual estaba escondido el timbre eléctrico, jamás experimentó un uso tan febril. Se requirió su acción presión tras presión, y los pretextos para la readmisión se dejaron de esgrimir casi de inmediato, o simplemente la camarera no les prestó atención en absoluto. El coronel Boucher creía haberse dejado un bulldog, y la señora Antrobus una trompetilla, y la señorita Antrobus (Piggy) un cordón del zapato, y la otra señorita Antrobus (Goosie) un calzador: lo cierto es que los invitados que tan sarcásticos habían sido con la fiesta en la plaza del pueblo se empujaron unos a otros en virulenta sucesión con el fin de volver a visitar el escenario de sus ironías. Habían sabido que la señorita Olga Bracely entraba en escena y, como descubrieron muchos de los que entraron tras ella, también el gurú lo había hecho.

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