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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (10 page)

BOOK: Riesgo calculado
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Me encontré con el hombre de aspecto más asombroso que jamás he conocido. Era alto —medía quizás uno noventa o dos metros—, y se inclinaba hacia delante ladeando la cabeza, como si estuviera acostumbrado a tratar con personas mucho más bajas que él. Su delgadez era comparable a su altura; tenía la tez pálida, ojos juntos y de mirada intensa, nariz aguileña, labios finos y cabellos de color cobrizo. A pesar de que sus maneras sugerían una edad más avanzada, no debía de tener más de treinta años. Algo en él hizo que me relajara de inmediato. Más tarde me di cuenta de que no ejercía ese efecto tranquilizador sobre todo el mundo.

Y había en él otra cosa más difícil de explicar, pero que aún sigue viva en mi memoria después de tantos años. Tenía una especie de energía volátil, como si se tratara de un átomo constreñido y mantenido bajo control a duras penas y con grandes esfuerzos. En toda mi vida he percibido esta características en muy pocas personas, lo que me ha conducido a creer que se trata, pura y sencillamente, de inteligencia, aunque en una cantidad tal que resulta difícil imaginar cómo podría ser utilizada. Los que poseen esta rara cualidad parecen contener un alto explosivo cuyo detonador pudiera dispararse la más mínimo movimiento. Tales personas hablan con suavidad, se mueven lentamente y parecen sobrellevar con infinita paciencia el trato que deben mantener con el mundo exterior. Pero en su interior hay mares y montañas de agitación.

Permanecí en silencio durante un buen rato antes de darme cuenta de que me estaba mirando con expresión divertida, casi como si también él estuviera viendo algo por primera vez. Ignoraba por completo lo que podía ser, pero tenía la inquietante sensación de que aquel hombre podía ver los engranajes moviéndose dentro de mi cabeza, impresión que volvía a tener en muchas ocasiones posteriores. En aquel momento y, a la luz vaga del pasillo, no distinguí el color de sus ojos.

—Mi nombre es Tor, Zoltan Tor —me dijo, hablando con cautela, como si no tuviera la costumbre de presentarse a sí mismo—. ¿Te has perdido? Quizás yo podría ayudarte a encontrar la salida.

El modo en que lo dijo, pronunciando cada palabra como si la estuviera cortando con un cuchillo para hacerla más precisa, me hizo detenerme a pensar antes de contestarle. Aunque sólo me había preguntado si podía ayudarme a salir del edificio, daba la impresión de que se ofrecía a ayudarme a salir de mi vida.

—No lo creo —le contesté tristemente—. Me temo que necesito un técnico experto.

Y desde luego él no parecía serlo con aquel terno hecho a medida. Quizá los diplomáticos llevaran camisas de seda y gemelos de oro como los suyos, pero ningún
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se vestiría de esa forma.

—¿Por qué no me cuentas tu problema? —me preguntó con una sonrisa—. La tecnología me interesa sólo superficialmente, por diversión; pero, algunas veces, lo que yo tengo que decir también divierte a los demás.

No estaba segura de lo que significaban sus palabras, pero me sentía tan preocupada y a la vez tan aliviada por su oferta de ayudarme que se lo solté todo de un tirón allí mismo, en el pasillo.

Cuando llegué a la parte sobre la gran oportunidad que me habían ofrecido esa misma tarde, me detuvo poniéndome una mano en el brazo.

—Un momento, un momento —me dijo rápidamente—. ¿Dices que trabajas para un hombre llamado Alfie? Ésa es la sección de Findstone, sistemas de transporte, ¿no?

Asentí y una lenta sonrisa iluminó su rostro.

—Así que Alfie y Louis te van a dar esa gran oportunidad, ¿no es cierto? Me parece muy interesante, de veras. —Hizo una pausa, sin mirarme, y pareció llegar a una conclusión particular. Luego añadió—: Pero tú no te has creído lo que te han dicho.

Era más una observación que una pregunta.

—No, no me lo creo —admití, aunque no me había dado cuenta de ello hasta el momento mismo en que lo decía.

Tor estudió mi rostro con detenimiento, como si buscara la verdad en una bola de cristal.

—Lo que crees es que te pedirán que hagas una especie de presentación ante el cliente y que pasarás por una estúpida. En realidad, antes incluso de que surgiera esta situación, temías esa posibilidad.

—No sé todo lo que debería saber —concedí—, pero creo que se equivoca con respecto a Alfie y Louis; no tendría sentido. ¿Por qué habría de querer la gente para la que trabajo ponerme en evidencia de esa manera, y delante de sus propios clientes?

—Hace tiempo que desistí de intentar comprender los motivos de los ignorantes y los ineptos —me contestó—. Es una pobre manera de emplear un tiempo que podría dedicarse a aprender algo de mayor provecho. ¿Cuánto tiempo te queda para ese debut improvisado?

—Hasta el lunes por la mañana temprano —le dije.

—A pesar de tu juventud, está claro que posees la inteligencia suficiente para saber que la preparación no perjudica a nadie. El pero resultado que puede producir es ser un poco más sabio que antes. ¿Qué te parecería aprender, para el lunes por la mañana, cómo funcionan exactamente los ordenadores y las empresas?

—¡Me encantaría! Tengo unos cuantos libros más como éste —le conté, tendiéndole el grueso volumen que me había dado Alfie y que seguía llevando bajo el brazo.

—No los necesitarás —me aseguró sin mirarlo siquiera—. Probablemente ni siquiera te sirvan. Yo sé todo lo necesario sobre la Transpacific Railroad. El presidente es un tipo llamado Ben Jackson, si no me equivoco.

—Es cierto —dije, roja por la excitación.

Al menos había aprendido algo hojeando aquellos libros.

—Ven a mi despacho —me ordenó Tor. Parecía satisfecho por algo, pero no pensaba decirme por qué—. Te queda un duro trabajo por delante. Espero que no hayas hecho planes para el fin de semana. Yo estoy completamente libre y me siento feliz de poder serte útil.

No podía creer mi suerte. Nunca se me ocurrió preguntarme por qué aquel completo extraño le dedicaba su tiempo libre a una persona con unas credenciales tan insignificantes como las mías y se mostraba tan solícito con ella.

—Le prometo tomar nota de todo —le dije alegremente mientras trotaba detrás de él por el pasillo.

—No es necesario que te molestes; quiero que todo quede «grabado» en ese pequeño y ávido cerebro. Tienes que empezar a pensar como un ordenador. Los que no puedan mantener el ritmo de la revolución tecnológica, se encontrarán, en el plazo de uno o dos años, con que ellos mismos se han vuelto obsoletos.

Así empezó el fin de semana más importante de mi vida, unos días en los que entré en el capullo como una ignorante y emergí de él como un tecnócrata en flor. Pasamos la mayoría del tiempo en el despacho de Tor, aunque me permitió ir a casa cada noche para echar una cabezada, bañarme, cambiarme de ropa y volver al amanecer. Lo que empezó como una ardua y penosa tarea se convirtió en puro placer, como el de ascender una montaña, que merecía todos los sufrimientos una vez alcanzada la cima.

Pronto descubrí que Tor poseía un don extraordinario: la habilidad de explicar temas complejos y hacer que resultaran tan transparentes como el cristal. Comprender lo que me decía fue tan fácil como ingerir miel.

Al final de la última noche, sabía lo suficiente sobre cada uno de los ordenadores, sistemas operativos y lenguajes de programación para dar yo misma un curso sobre el tema. Tras la noche del sábado, sabía lo mismo acerca de los productos de todas las firmas competidoras y de sus diferencias con respecto a los nuestros. Al acabar el domingo, podía explicar cómo utilizaban cada una de las máquinas existentes en el mercado en las principales empresa e industrial. Los detalles eran una historia de aventuras; cada una de las palabras de Tor estaba grabada en mi mente (sin haber tomado notas), tal como me había prometido.

Sin embargo, un vistazo a su despacho me dijo más sobre el hombre que los tres días que pasé encerrada con él.

Había supuesto que su despacho sería como todos los demás en nuestro uniforme edificio: paredes de cristal, una mesa metálica, archivadores y estanterías. Pero él me condujo al centro del edificio, donde se hallaban situados los ascensores y las salidas de incendios, ¡y me introdujo en un almacén para los productos de limpieza!

Cuando encendimos la luz, vi escobillones, cubos e hileras de estanterías metálicas donde se apilaba el material: tarjetas perforadas, lápices, papel y manuales técnicos, todo ello cubierto de una firme capa de polvo.

—El espacio entre los cuartos de los ascensores se destinó a almacén —me dijo mientras acaba una llave del chaleco y abría una pesada puerta de metal oculta tras la última hilera de estanterías—. Pero yo le he encontrado una utilidad mejor. Odio trabajar en esa pecera de ahí fuera, así que he adaptado una parte del almacén y la he insonorizado. Yo tengo la única llave. La intimidad, como el comer y el respirar, es uno de los requisitos básicos de la vida.

Entramos en una habitación enorme y oblonga, con suelo de parquet y paredes cubiertas de libros desde el techo hasta el suelo. Muchos de ellos estaban encuadernados en piel, y una mirada me bastó para ver que pocos, si es que había alguno, trataban sobre ordenadores.

Elegantes alfombras persas cubrían parcialmente el suelo. Había sillas de piel un tanto deterioradas y lámparas Tiffany de color verde azulado con un aspecto sumamente distinguido. Sobre un anaquel se veía un servicio de té Spode y sobre una mesa, en el rincón, un antiguo samovar de cobre con tres espitas. El centro de la estancia lo ocupaba una gran mesa redonda con el tablero de piel, sobre el que había un grueso tapete verde donde reposaban docenas de figuritas de metal, esmalte, marfil y madera. Me acerqué para examinarlas. Noté que la base estaba tallada.

—Son sellos —me explicó—. ¿Sabes algo sobre ellos?

—Sólo que antiguamente se utilizaban para marcar la cera con la que se cerraban las cartas —le repliqué.

—Antiguamente…, sí —admitió, riendo—. Con eso, el hombre moderno resume todo lo que ha ocurrido en los últimos cinco mil años. Sí, los sellos se utilizaban para marcar documentos; pero había algo más: fueron el primer sistema criptográfico. Las marcas talladas eran utilizadas como una especie de código, dependiendo del lugar del documento en que se encontraran o de la combinación.

—¿Ha realizado usted un estudio sobre la criptografía?—pregunté.

—Soy un ávido estudiante de todo arte de lo secreto, porque es un arte —me contestó—. El secreto es la única libertad que aún se nos permite en lo que llaman «el mejor de los mundos posibles».

Quizá lo imaginé yo, pero me sonó algo amargado.

—¿Está citando al doctor Pangloss? —pregunté—. ¿O a su creador, que dijo: «Me río sólo para no colgarme a mí mismo».?

—¡Claro, ya lo tengo! —exclamó, evitando a todas luces responder a mi pregunta—. Es a Cándido a quien me recuerdas; posees esa misma ingenua impresionabilidad que uno pierde tan rápidamente cuando se enfrenta al mundo real. Pero debes llevar cuidado y asegurarte de que sea siempre de provecho, para desvelar la verdad, como el niño en el cuento del traje nuevo del emperador, y no para desembocar en el cinismo y la soledad, como le ocurre a Cándido. Ahora, tu mente es como un trozo de cera nueva y caliente en la que aún no se ha dejado marca alguna.

—¿Así que tiene la intención de imprimir su marca sobre mí? —inquirí.

Tor, que estaba ordenando los sellos sobre la mesa, levantó la cabeza vivamente. Entonces vi el color de sus ojos. Causaban un extraño desconcierto, porque en sus profundidades ardía una intensa llama cobriza que contrastaba con sus modales distantes y formales.

Parecía que su mirada pudiera penetrar como un láser, fundir esas capas de barniz con las que solemos protegernos y llegar hasta el mismo hueso. Luego pestañeó y se desvaneció esa impresión.

—Eres una chica extraña —me dijo observándome—. Tienes la habilidad de captar la verdad sin comprender realmente lo que significa. En cierto sentido es un don, aunque peligroso si te dedicas a soltar las cosas por ahí con tan poco tacto.

No estaba segura de por qué había acertado y carecido de tacto, así que me limité a sonreír.

—He estudiado el arte de lo secreto durante mucho tiempo —prosiguió él—: criptografía, decodificación, información, espionaje… Pero, al final, sólo he descubierto una cosa: que nada puede escapar a la visión con rayos X, por muy ocultas que estén las cosas. La verdad posee propiedades divinas, y la habilidad para captarla es un don que no se adquiere, sino que nos es concedido.

—¿Qué le hace pensar que yo lo tengo? —pregunté, porque sabía que era eso lo que él quería.

—Eso no importa; lo único que cuenta es que reconozco un don cuando lo veo. Me he pasado la vida buscando desafíos, para acabar por aprender al final que el mayor desafío es el de encontrar un desafío. ¡Qué triste que cuando lo encuentro por fin, llegue en forma de una niña de catorce años!

—Tengo veinte —señalé.

—Aparentas catorce y te comportas como si los tuvieras —dijo el con un suspiro, acercándose para poner ambas manos sobre mis hombros—. Créeme, querida, cuando digo que nunca me han acusado de altruista. En algunos idiomas no hay modo de expresar, como se hace en inglés, el concepto de tiempo como una mercancía; el concepto de malgastarlo, pasarlo o matarlo. Cuando utilizo mi tiempo para algo, espero una recompensa proporcionalmente valiosa. Si recojo a una niña abandonada por los pasillos y le ofrezco la posibilidad de mejorar mediante mis enseñanzas, te aseguro que no lo hago por mejorar el conjunto de la asolada humanidad.

—Entonces, ¿por qué? —pregunté, mirándole directamente a los ojos.

Tor sonrió. Era quizá la sonrisa más enigmática que yo había visto nunca.

—Soy Pigmalión —me respondió—. Cuando acabe contigo, serás una obra maestra.

El lunes por la mañana me sentía realmente una obra maestra, aunque no tenía aspecto de serlo. Mi cabello estaba enmarañado y profundos cercos oscuros marcaban el contorno de mis ojos.

No obstante, mi cabeza está atiborrada de sabiduría y, tal como había predicho Tor, no había olvidado ni un punto. Por primera vez en mi vida sentía esa tranquila confianza que le invade a uno cuando posee auténticos conocimientos sobre una cosa, cuando está completamente preparado. Me sentía como si me hubiera dado una larga zambullida en una piscina refrescante.

Deseaba darle a Tor las buenas noticias de inmediato, pero la reunión y lo que siguió duraron más de lo previsto. Pasé por su planta varias veces a lo largo del día, pero incluso el sucio almacén se hallaba cerrado.

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