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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (9 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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»Los hombres lo encontraron divertido, claro: el altivo y poderoso alguacil implorando piedad. Yo había levantado la espada y me disponía a despacharlo, cuando intervino Tuck. Y yo, con la debilidad de la juventud, le escuché. "Hazle jurar sobre la Cruz que no volverá a molestarnos", dijo Tuck. "Hazle jurar por todo lo que es sagrado para él, que pagará un rescate", insistió, "y evita manchar tu alma con otro negro pecado."

»Yo era blando entonces, y sin duda un ingenuo, y escuché el sermón de Tuck. De modo que Murdac hizo juramento solemne de que no nos perseguiría en el bosque y los proscritos podríamos hacer y deshacer a nuestra voluntad en Sherwood. Juró que entregaría un rescate en el mismo lugar en el que estaba arrodillado en un plazo de tres días; he olvidado la cantidad, pero era una suma decente; veinte marcos, creo. Y como el idiota que era yo entonces, lo dejé marchar.

Robin hurgó de nuevo en el fuego con su bastón.

—No pagó nunca, desde luego. Puede que tuviera intención de hacerlo mientras suplicaba que respetáramos su vida, pero en cuanto se vio de nuevo cómodamente instalado en el castillo de Nottingham, ni se le pasó por las mientes compartir su plata con un proscrito. Aun así, lo curioso es que nos dejó en paz durante un año o más, y eso fue suficiente tiempo para consolidar mi fuerza. Vinieron a unirse a mí hombres de todas partes. Yo entonces contaba con la confianza de la gente común. El robo fue un éxito en ese aspecto. Yo atraía la atención y el respeto de todos.

—Si hubieses matado a Murdac, eso habría provocado la ira del rey —dije—. Enrique habría venido al norte con todo su ejército y te habría aplastado como a un insecto.

—Sí, es cierto —concedió Robin—, pero de todas formas me habría gustado rebanarle la garganta a ese sapo venenoso.

Al día siguiente, poco después del mediodía, cruzamos al paso de nuestros caballos el arco de Micklegate Bar —coronado por un montón de cabezas cortadas de criminales clavadas en picas—, y entramos en York. Era mi primera visita a la gran ciudad del norte, y tenía mucha curiosidad por conocer el lugar. Mientras cabalgábamos por la amplia avenida que lleva al viejo puente sobre el río Ouse, contemplé el hacinamiento de talleres y casas, el gentío apresurado, los ruidos y los olores de las calles; había un gran número de personas fuera de sus casas, muchas más de las que habría en Nottingham a la misma hora, y muchas de ellas parecían inquietas por alguna razón. También me di cuenta de la presencia en las calles de muchos más soldados de los habituales en una ciudad de ese tamaño.

Robin pareció leer mis pensamientos.

—Sir John Marshal, el alguacil de Yorkshire, está reuniendo contingentes locales aquí para acudir a la Gran Peregrinación —me advirtió—. Tendrás que cuidar tus modales, Alan, con tantos soldados por medio. No te busques problemas, ni provoques a nadie a la violencia.

Como de costumbre cuando se dirigía a mí, Robin hablaba medio en serio, medio en broma.

Al cruzar el viejo puente sobre el río, Robin y yo lo hicimos en fila de a uno, y yo me tapé la nariz por el hedor de las letrinas públicas: unos cobertizos de madera construidos de forma que la parte trasera gravitaba sobre la lenta corriente de aguas pardas, para que los ciudadanos pudieran aliviarse directamente en el Ouse. A mi derecha, a unos doscientos metros de distancia, se elevaba la estructura de altos muros de madera de la Torre del Rey, la gran atalaya de vigilancia del castillo de York, colgada sobre la ciudad como recordatorio del poder del rey en el Norte. A mi izquierda, a no más de trescientos metros, la elevada y magnífica mole del Minster, un grandioso monumento a la gloria de Dios en la tierra; y a su lado, algo más cerca del río, la abadía de Saint Mary, una de las fundaciones sagradas más respetadas de Yorkshire. Yo sabía que Robin había tenido problemas en el pasado con el abad —se burló en público de sus riquezas, y robó a sus criados cuando cruzaron Sherwood—, y sabía también que no deseaba aparecer por aquel lugar a menos que fuera absolutamente imprescindible.

No giramos ni a la derecha, en dirección al castillo, ni a la izquierda, hacia el Minster, sino que seguimos recto colina arriba por entre casas apretujadas, algunas de ellas de dos y hasta tres pisos. Era una ciudad que impresionaba. Y sin embargo, a pesar de que nunca antes había estado en York, pude notar algo raro en el ambiente: individuos que apresuraban el paso después de cuchichear mensajes inaudibles al oído de sus conocidos; una banda de aprendices que se cruzó en nuestro camino en dirección hacia el norte, todos cantando beodos una canción cuyo estribillo era: «Aja, aja, aja, otra pinta de cerveza, tíos; aja, aja y aja, hay que matar a todos los judíos; aja, aja, aja…». Parecía que un montón de gente seguía nuestro camino hacia el mercado; una marea humana se movía en nuestra misma dirección.

Me sentí inquieto y miré a Robin; también él fruncía el ceño, pero seguimos colina arriba hasta llegar a un lugar en el que la calle se abría a la izquierda a una plaza, y por el olor a corrupción supe que pasábamos delante del mercado de la carne. Robin me puso una mano en el hombro y detuvimos nuestras monturas a la entrada del mercado. En un amplio espacio, flanqueado por tenderetes en los que vendían trozos sanguinolentos de cerdo y de buey, con fila tras fila de pollos muertos colgados de las patas, se había reunido una gran multitud. Subido a un cajón en la parte trasera del mercado, un hombre bajo de mediana edad vestido con un hábito parecido al de un fraile —salvo por el hecho de que era de color blanco, en lugar del pardo habitual— arengaba a la multitud. Cuando Robin y yo nos paramos a escuchar, más y más paseantes se unían al gentío que se aglomeraba delante del monje, empujándose entre ellos para oírle mejor: pronto quedó claro que el tema del discurso era la Gran Peregrinación, y la necesidad de liberar Tierra Santa.

—… Y pese a todo, sus bestias siguen pisoteando nuestros Santos Lugares; el ganado de los paganos defeca en el suelo mismo de la iglesia del Santo Sepulcro; los esclavos negros de Satán orinan en la pila en la que muchos hijos de cristianos devotos han sido bautizados. ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo soportarás que vivan esos sarracenos profanadores? ¿Dónde está el poderoso brazo diestro de la fe cristiana? ¿Dónde el ejército de los justos que barrerán de Tierra Santa esa basura deforme de quienes niegan a Cristo?

»Yo os digo, hermanos, que los grandes de esta tierra están cumpliendo con la parte que les toca; incluso nuestro buen rey Ricardo ha hecho voto solemne de liberar Jerusalén y expulsar a esos piojos impíos que ensucian las mismas piedras desde las que Cristo predicó su santa doctrina. Y también todos los grandes señores de Francia y de Inglaterra están cumpliendo con su obligación de expulsar del mundo la horrenda corrupción de los paganos: nuestro noble alguacil, sir John Marshal, hermano del mayor caballero de la cristiandad, Guillermo el Mariscal, ha convocado a sus hombres, los bravos caballeros del condado de York, para cruzar con ellos el mar y derrotar a las pestíferas hordas del diablo.

La multitud empezó a aplaudir, arrastrada por las palabras del fraile blanco.

—Pero qué puedo hacer yo, os preguntáis; cómo puedo participar en esa gran misión de liberar al mundo del pecado y de la impiedad. ¿Qué debo hacer? —El monje con hábito blanco hizo una pausa, y trató de encontrar las miradas del auditorio—. Yo no soy un gran caballero, un lord, un rey, os decís. No soy más que un hombre humilde, un buen cristiano, pero no un caballero que ciñe espada, que tiene tierras y grandes posesiones. Y yo os digo: ¡el diablo está entre vosotros! ¡Aquí! ¡Ahora! ¡En esta misma ciudad!

Un murmullo colectivo recorrió la multitud. El fraile con hábito blanco levantó el brazo, y movió despacio el índice extendido por encima del gentío. Por alguna extraña razón, se hacía difícil apartar la vista de aquel dedo acusador.

—El diablo está aquí, os digo, entre vosotros, en este mismo momento. No necesitáis viajar a Ultramar para luchar por la fe verdadera. No tenéis que arriesgar la vida o un miembro en el largo camino hacia el oriente. Hay herejes malvados, incrédulos, demonios con aspecto de hombres corrientes que se atreven a rechazar a Cristo, a escupir en el rostro de Santa María la Madre de Dios…, y están aquí mismo, en York; viven en medio del pueblo cristiano, como ratas humanas. Sabéis de quiénes hablo, conocéis de sobras esa raza; son quienes roban el pan de la boca de los hombres honrados; quienes con sus papeletas de deuda malditas de Dios arruinan las vidas de los hombres honrados; son la raza que desafía a Cristo, que dio muerte a nuestro bendito Salvador en la Cruz, son quienes, todavía hoy, raptan a niños cristianos y los sacrifican en sus horrendos rituales satánicos…

Los murmullos de la multitud habían ido creciendo de tono y en ese momento alguien gritó: «¡Los judíos, los judíos!», y la multitud repitió el grito, alargando la última sílaba en una especie de chillido histérico: «iiiíos». Era un sonido que helaba la sangre, el chirrido agudo de una multitud que cantaba «matad a los judiiiíos, matad a los judiiiíos», en un tono lastimero, como el aullido de una bestia acorralada.

—Es Dios quien lo quiere, Dios lo quiere, os digo; es Dios todopoderoso quien exige que los judíos, esa raza degenerada, sean borrados de la faz de la Tierra…

Robin escuchaba la filípica del monje con rostro ceñudo. El hombre del hábito blanco tenía hilos de baba en las comisuras de la boca mientras infundía el odio en la multitud.

—Alguien tendría que rebanar el cuello de ese loco, antes de que ahogue al mundo en sangre —dijo en voz baja Robin, casi para sí mismo.

Le miré, preocupado por su tono. Lo decía en serio; pero dar muerte a un monje o a un sacerdote era un sacrilegio de la peor especie. El joven Robin había sido proscrito por matar a un hombre santo; sin duda no podía estarse planteando en serio un segundo pecado de la misma magnitud.

—Ya he oído más que suficiente aquí —dijo Robin—. Vámonos. Tenemos que alertar a Reuben.

No era necesario alertar a Reuben; cuando nos acercamos a la judería, que estaba fuera de la ciudad, recostada en sus muros de argamasa y madera, vimos con toda claridad que aquella zona ya había sido atacada. La calle estaba llena de mercancías quemadas o rotas. Lo que había sido la gran vivienda de piedra de un hombre adinerado era ahora una ruina humeante; saqueadores cristianos se colaban en su interior y salían cargados de bultos ennegrecidos de humo; ollas y sartenes, mantas y sillas, pequeños artículos de escaso valor la mayoría, aunque vi salir a un hombre abrazado a un pequeño cofre forrado de hierro que parecía haber sido utilizado para guardar joyas.

—Es la casa de Benedicto… o mejor dicho, era su casa —dijo Robin, ceñudo—. Es el dirigente de los judíos de York, si aún vive. Pero la casa de Reuben parece intacta…, por el momento.

Me guió hasta un edificio de madera de dos pisos, a un centenar de pasos de la casa quemada, rodeado por un jardín donde abundaban extraños arbustos exóticos y grandes arriates plantados de distintas hierbas, porque Reuben era curandero además de prestamista. Nos detuvimos y desmontamos ante su puerta. El olor de las hierbas era embriagador: pude detectar el delicado aroma de la salvia y el romero, la mejorana y la borraja…

En el momento en que entraba por la puerta del jardín, con la mirada puesta en los postigos cerrados de las ventanas y la maciza puerta de roble, sentí de pronto un fuerte golpe en la espalda y caí de bruces sobre las baldosas del sendero del jardín. Oí un ruido sordo detrás de mí y, al volverme, vi el mango negro de un cuchillo cuya hoja vibraba clavada en la jamba de la puerta.

—¡Reuben, soy yo, Robert de Locksley, con el joven Alan Dale! Somos amigos, no pretendemos hacerte ningún daño —gritó Robin, agachado detrás de un pequeño arbusto, a mi espalda—. ¡Reuben, nos conoces bien! ¡Déjanos entrar!

El postigo de una ventana del primer piso se abrió apenas una rendija, y vi cómo una cara morena con rizos castaños y ojos de un tono marrón oscuro nos escudriñaba con recelo.

—¿Qué es lo que quieres de mí, cristiano? —preguntó una voz dura.

—En realidad, sólo quería que me prestases algo de dinero —dijo Robin, y su rostro se iluminó con una de sus más cándidas sonrisas.

♦ ♦ ♦

Ruth, la hija de Reuben, nos trajo pan, queso y vino. Era una muchacha agradable, más o menos de mi edad; alta, esbelta pero de pechos grandes; llevaba velo, por supuesto, pero pude apreciar sus grandes ojos de un tono castaño líquido, y me pareció que me sonreía detrás del tenue velo blanco que le cubría el rostro. Le sonreí también, y luego aparté la vista desconcertado, porque siguió mirándome con descaro desde detrás de su velo.

—Eso es todo, Ruth —gruñó Reuben, y su hija se dio la vuelta, obediente, y nos dejó con nuestra comida—. Debería sacarle a palos esa desvergüenza, ya lo sé —añadió Reuben—, pero como es mi única hija y me recuerda mucho a su madre, que su alma descanse en el seno de Abraham, no puedo decidirme a castigarla.

Reuben nos condujo a los dos a una gran mesa en la sala, y nos invitó a tomar asiento. Era una estancia grande para una casa de ciudad, y me pregunté si la decisión de la población de York de prohibir a los judíos vivir en el interior de las murallas no había sido beneficiosa para Reuben y su pueblo: en comparación con las hileras de casas apretujadas de la ciudad, los judíos disponían de espacio para construir viviendas grandes y robustas, con jardines espaciosos entre las murallas y el río Foss, y pese a ello estaban a tan sólo un cuarto de hora del centro de York.

—Corren malos tiempos para un judío en tierra de cristianos, mi joven amigo —dijo Reuben, disculpándose a medias con una sonrisa mientras yo le devolvía el cuchillo que me había arrojado. Se clavó casi una pulgada en la jamba de roble, y me había costado un esfuerzo considerable arrancarlo de la madera. Para ser un hombre tan flaco, Reuben era muy fuerte, y yo lo sabía, pero aun así me dejó asombrado su habilidad para lanzar un cuchillo tan lejos y con tanta potencia. Guardó el cuchillo entre los pliegues de su manto y nos sirvió a Robin y a mí un vaso de vino.

—¿Os han contado lo que nos ocurrió en Londres? —preguntó a Robin. Mi señor asintió.

—Un asunto terrible —respondió en tono grave.

Durante la coronación de Ricardo, en septiembre del año anterior, una delegación de judíos había intentado presentar un regalo de oro al nuevo rey. Debido a alguna confusión en la entrada al palacio de Westminster, se formó un tumulto y la delegación judía fue acuchillada por los soldados de Ricardo. Peor aún, los tumultos se extendieron a toda la ciudad como una explosión de odio, y muchos judíos fueron perseguidos por las calles de Londres y asesinados sin piedad.

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