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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (10 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Era terriblemente inquietante, pero ¿cuándo había resultado reconfortante o tranquilizador el anillo que llevaba? El dolor latía en todo lo que había realizado con ayuda del Baelrath. En sus profundidades había visto a Jennifer en Starkadh y había podido hacerla cruzar entre terribles gritos. En Stonehenge había despertado de la muerte contra su voluntad a un rey. Sobre la cima de Glastonbury Tor había llamado a Arturo para arrastrarlo de nuevo a la guerra y el sufrimiento. Había liberado a los Durmientes junto a Pendaran la noche en que Finn había emprendido el Más Largo Camino. Ella era una invocadora, un grito de guerra entre tinieblas; era ni más ni menos que una corneja de tormenta que volaba con las alas de una amenaza de tormenta. Era sin duda una amenaza, una invocadora. Era…

Era una invocadora.

Se oyó un grito y a continuación estridentes carcajadas. Un urgach, por pura diversión, había arrojado al fuego a un svart alfar, uno de los más esmirriados, de color verde. Ella miró pero casi sin ver. Sus ojos se volvieron de nuevo a la piedra, a la llama que ardía en su seno, y allí leyó un nombre, eí mismo nombre que había visto en sueños escrito en la cara de la luna. Al leerlo, recordó algo: recordó cómo el Baelrath había respondido con su resplandor la noche que la luna roja de Dana se había alzado en el cielo de Paras Derval.

Era una invocadora y en esos momentos supo lo que tenía que hacer, porque aquel nombre escrito en el anillo le había proporcionado la certeza que no se había evidenciado durante su sueño. Sabía de quién era el nombre y sabía también el precio que costaría su llamada. Pero estaban en Khath Meigol, en tiempos de guerra, y los paraikos estaban muriendo en las cuevas. No podía endurecer su corazón, pues había demasiada piedad en él, pero podía fortalecer su voluntad para hacer lo que debía hacerse y cargar con una pena más entre otras muchas.

De nuevo cerró los ojos. Era más soportable en la oscuridad, era casi una manera de esconderse. Casi, pero no del todo. Exhaló un suspiro y luego mentalmente, no en voz alta, dijo:

-Imraith-Nimphais.

Luego hizo retroceder a sus compañeros lejos de las fogatas para esperar, con la seguridad de que la espera no sería muy larga.

La vigilancia de Tabor empezaba al final de la noche, por eso estaba dormido. Sólo él.

Ella apareció en el cielo sobre el campamento y lo llamó por su nombre, y por primera vez notó miedo en la voz de la criatura de su ayuno.

Se despertó al instante y se vistió tan rápidamente como pudo.

Espera, le transmitió. No quiero asustarlos. Me encontrará contigo en la Llanura.

No, la oyó decir. Parecía, en verdad, asustada. Ven ahora mismo. No hay tiempo que perder.

Estaba descendiendo del cielo, cuando él salió afuera. Se sentía confundido y también un poco asustado, porque no la había llamado, pero, pese a todo, el corazón le saltó de gozo al ver su radiante belleza, mientras se le acercaba, con el cuerno resplandeciente como una estrella y batiendo grácilmenre las alas al tomar tierra.

Temblaba. Él se le acercó, la rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en la suya.

Tranquila, amor mío, le transmitió procurando infundirle toda la confianza de que era capaz. Aquí me tienes. ¿Qué ha sucedido?

He sido llamada por mi nombre, le comunicó ella temblando.

Primero lo invadió un súbito arrebato de cólera; luego sintió un miedo de si mismo que se esforzó en dominar y ocultar. Pero a ella no podía ocultarle nada: estaban unidos demasiado estrechamente como para poder hacerlo. Soltó un colérico bufido.

¿Quién?

No la conozco. Una mujer con los cabellos blancos y sin embargo joven. Lleva en su mano un anillo rojo. ¿Cómo es posible que conozca mi nombre?

Las manos de él la acariciaban cariñosamente sin cesar. Todavía sentía cólera, pero era el hijo de Ivor y el hermano de Levon; los dos conocían a esa mujer y por eso también él sabía quién era.

Es una amiga, le transmitió. Debemos acudir a su llamada. ¿Dónde está?

Era una pregunta equivocada, pero que debía ser planteada. Ella le contestó y con la simple mención del nombre de aquel lugar el temor los invadió de nuevo a los dos. Se esforzó por vencerlo y procuró que ella también lo hiciera. Luego montó sobre su grupa y al hacerlo lo embargó una alegría que borró las demás sensaciones. Ella extendió las alas y se aprestó a emprender el vuelo…

-¡Tabor!

Se volvió y allí estaba Liane con la camisa blanca que había traído de Gwen Ysrrat. Le pareció que estaba misteriosamente lejos, y ni siquiera habían emprendido el vuelo.

-Debo marcharme -le dijo escogiendo con cuidado las palabras-. La vidente nos ha llamado.

-¿Dónde está?

Dudó un momento, y luego le respondió:

-En las montañas.

Los cabellos de su hermana, enredados durante el sueño, le caían en desorden por la espalda. Sus pies, sobre la yerba, estaban descalzos, y sus ojos, muy abiertos por el temor, no se apartaban de los suyos.

-Ten cuidado -dijo-. Por favor.

Él asintió con un brusco movimiento de la cabeza. Imraith-Nimphais, nerviosa por la inminente partida, movía las alas.

-¡Oh, Tabor! -susurró Liane, que era mayor que él pero no lo parecía-. Por favor, vuelve.

Trató de responderle. Era preciso que lo intentara; ella estaba llorando. Pero no encontró palabras. Levantó una mano, con un gesto que pretendía abarcarlo todo, y poco después ya volaban por los cielos, y las estrellas se emborronaban a su paso.

Kim vio un destello de luz al oeste. Levantó la mano, en uno de cuyos dedos brillaba el anillo, y poco después el poder que había llamado descendía del cielo. Era noche cerrada y el lugar donde se encontraban era escabroso y angosto, pero nada podía eclipsar la gracia de la criatura que aterrizó junto a ella. Prestó atención temiendo que se levantaran gritos de alarma en el este, pero no oyó nada: ¿cómo iba a llamar la atención en las montañas una estrella fugaz?

Pero no se trataba de una estrella fugaz.

Su cuerpo era de color rojo intenso, el color de la luna de Dana, el color del anillo que ella llevaba. Había plegado las alas y permanecía inmóvil entre las piedras; todo parecía danzar en torno. Kim miró el cuerno. Era del color de la plata brillante, y la vidente supo hasta qué punto ese regalo de la diosa era un arma mortal, mucho más que un simple don.

Un regalo de doble filo. Luego miró al jinete. Se parecía mucho a su padre y sólo un poco a Levon. Sabía que sólo tenía quince años, pero al mirarlo detenidamente se impresionó. De pronto se dio cuenta de que le recordaba a Finn.

Había pasado muy poco tiempo desde que los había llamado, y la Luna menguante apenas se había levantado sobre las cumbres orientales de la sierra. Sus rayos de plata se posaban en el cuerno de plata. Junto a Kim estaba Brock, que miraba lleno de asombro, y al otro lado Faebur, cuyos tatuajes se dibujaban débilmente. En cambio, Dalreidan había retrocedido un poco refugiándose en la sombra. Ella no se asombró de eso, pero su corazón se llenó de pena. El encuentro debía de resultar muy duro para el jinete exiliado. Pero ella no había tenido otra elección. Tampoco la tenía ahora que leía en los ojos del muchacho una fuente aún más profunda de sufrimiento.

El muchacho permanecía quieto, esperando a que ella hablara.

-Lo siento -dijo Kim con todo su corazón-. Tengo una ligera idea de lo que esto supone para ti.

El movió la cabeza con impaciencia, en un gesto que parecía de su hermano.

-¿Cómo sabías su nombre? -preguntó él, en voz baja por las risas que se oían cerca, pero desafiante.

Ella distinguió en su voz cólera y a la vez ansiedad e hizo acopio de todo su poder.

-Montas sobre una criatura del bosque de Pendaran y de la luna errante -dijo-. Yo soy una vidente y llevo conmigo el Fuego Errante. Leí su nombre en el Baelrath, Tabor.

También lo había soñado, pero eso no se lo dijo.

-Nadie más conoce su nombre -dijo él-. Nadie mas.

-No es así -replicó ella-. Gereint lo conoce. Los chamanes conocen los nombres de los tótemes.

-El es diferente -dijo Tabor con inseguridad.

-También yo lo soy -dijo Kim con toda la amabilidad que pudo.

El chico era muy joven y la criatura estaba asustada. Comprendía cómo se sentían.

Ella y el salvaje poder del anillo habían irrumpido violentamente en la íntima comunión que los dos compartían Lo comprendía, pero había llegado la noche en la que había soñado y no estaba segura de si podía perder tiempo en calmarlos; ni siquiera sabía cómo podría hacerlo.

Tabor la sorprendió. Podía ser joven, pero era el hijo del aven y cabalgaba sobre un regalo de Dana. Con pasmosa simplicidad dijo:

-Muy bien. ¿Qué tenemos que hacer en Khath Meigol?

Matar, desde luego. Y cargar con las consecuencias. ¿Había alguna forma sencilla de decirlo? Ella no conocía ninguna. Les dijo quiénes estaban allí y lo que estaba ocurriendo, y a medida que hablaba veía que la alada criatura erguía la cabeza y el cuerno comenzaba a brillar más y más.

Por fin acabó. No había nada más que decir. Tabor le hizo un simple gesto de asentimiento; luego él y la criatura sobre la que cabalgaba parecieron cambiar, fundirse.

Ella estaba muy cerca y era una vidente. Pudo captar unos fragmentos de su conversación telepática. Sólo unos fragmentos, porque luego dejó de escuchar.

Resplandeciente criatura, lo oyó decir, debemos matar. Y luego antes de alejarse…

Uno para el otro hasta el final.

Luego se remontaron de nuevo por los aires y la esplendorosa criatura de Dana, con las alas extendidas, se precipitó sobre la plataforma y de repente cesaron las risas de los servidores de la Oscuridad. Los tres compañeros de Kim se dirigieron corriendo hacia su puesto de observación, y ella los siguió tan deprisa como pudo tropezando con rocas y pedruscos.

Desde allí contemplaron cuán maravillosamente gracil podía ser la muerte. Una y otra vez Imraith-Nimphais ascendía y descendía, embestía y desgarraba con su cuerno -ahora un filo mortal- hasta que el color de plata se tiñó de sangre, adquiriendo la misma tonalidad que el resto de su cuerpo. Uno de los urgachs se irguió enorme ante ella blandiendo la espada con ambas manos. Con, la innata habilidad de los dalreís, Tabor hizo virar a toda velocidad su montura, que saltó en el aire y destrozó con el cuerno la cabeza del urgach. Así transcurrió toda la lucha. Eran elegantes, de una velocidad vertiginosa y letalmente mortales.

Y Kim sabía muy bien que se estaban destruyendo a si mismos.

Siempre infinitos sufrimientos, nunca tiempo para hacerles frente. Poco después vio que Imraith-Nimphais se remontaba otra vez para dirigirse a la fogata que ardía al este.

Uno de los svarts alfar que había simulado estar muerto, se levantó con presteza y corrió hacia el oeste atravesando la plataforma.

-Mío -dijo lacónicamente Faebur.

Kim lo miró. Lo vio coger una flecha y susurrar algo. Lo vio tensar el arco y vio que la flecha, iluminada por la Luna, volaba y se clavaba en la garganta del svart, que se desplomó sin un quejido.

-Por Eridu -dijo Brock de Banir Tal-. Por el pueblo del León. Sólo es el comienzo, Faebur.

-Sólo el comienzo -repitió en voz baja Faebur.

En la plataforma nada se movía. Sólo crepitaban las fogatas; su chisporroteo era lo Único que se oía. Sobre los riscos se levantaba un lejano griterío, pero cuando aquella criatura siguió su camino pendiente abajo hacia las cuevas, aquellos sonidos cesaron también de golpe. Kim miró hacia arriba a tiempo de ver cómo Imrairh-Nímphaís se elevaba y volaba hacia el norte en dirección a la última de las fogatas.

Abriéndose paso a través de los cadáveres y de los trozos de carne quemada de las dos fogatas, se detuvo ante la más grande de las cuevas.

Allí estaba ella, que acababa de hacer lo que había venido a hacer, pero se sentía rendida y sufriente, y no había en su espíritu lugar para la alegría. No frente a lo que había ocurrido ni ante aquellos dos cuerpos chamuscados que yacían sobre las piras.

Miró el anillo que llevaba en la mano: el Baelrath permanecía silencioso, mudo. Pero aún no había llegado el final. En el sueño había visto que el anillo ardía sobre aquella plataforma. Por lo tanto todavía tenían que ocurrir más cosas en la urdimbre de aquella noche. No sabía qué; pero sin duda alguna las manifestaciones de poder no habían terminado aún.

-Ruana -gritó-, soy la vidente de Brennin. He venido siguiendo los ecos de la canción de salvación; estás libre.

Permaneció expectante junto a los tres hombres. Sólo se oía el crepitar del fuego. Una racha de viento le ocultó los ojos con los cabellos; se los apartó. Luego se dio cuenta de que el viento lo producía el descenso de Imraith~Nirnphais, que Tabor obligaba a detenerse junto a ellos. Kim miró hacia arriba y vio el cuerno cubierto de sangre. Después un sonido salió de la caverna y se volvió hacia allí.

En el ennegrecido umbral, a través del humo, aparecieron los paraikos. Primero sólo dos, uno de los cuales sostenía en sus brazos el cuerpo del otro. La figura que avanzó entre el humo hasta detenerse ante ellos era dos veces más alta que el larguirucho Faebur de Eridu. Tenía los cabellos blancos como los de Kím y blanca era también su larga barba. El vestido también había sido blanco en otro tiempo, pero ahora estaba sucio por el humo, el polvo y las marcas de la enfermedad. Aun así, había en él una dignidad y una majestad que iban más allá del tiempo y de la sacrílega escena que los rodeaba.

Mientras paseaba sus ojos por la plataforma, Kim leyó en ellos un antiguo e indescriptible dolor. A su lado sus propios padecimientos parecían superficiales, transitorios.

Él la miró.

-Te damos las gracias -dijo.

La voz, muy suave, contrastaba con su enorme tamaño.

-Soy Ruana. Cuando los que aún estamos vivos nos reunamos, debemos entonar un kanior por los muertos. Si lo deseas, puedes designar a alguno de los tuyos para que se una a nosotros y pida perdón en nombre de todos vosotros por el derramamiento de sangre de esta noche.

-¿Perdón? -gruñó Brock de Banir Tal-. Hemos salvado vuestras vidas.

-Aun así -dijo Ruana.

Mientras hablaba se tambaleó un poco. Dalreidan y Faebur dieron un paso al frente para ayudarle con su carga.

-¡Alto! -gritó Ruana-. Arrojad vuestras armas. Estáis en peligro.

Asintiendo como muestra de que había comprendido, Dalreidan arrojó al suelo las flechas y la espada, y Faebur hizo otro tanto. Luego, jadeando por el esfuerzo, ayudaron a Ruana a depositar el cuerpo del otro gigante en el suelo.

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