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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (37 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Kaen no dijo nada, ni siquiera se movió. Pero de un lado del estrado resonaron de pronto tres sonoros y potentes golpes de bastón sobre el suelo de piedra.

Miach avanzaba tan despacio y cuidadosamente como antes, pero su cólera era tan evidente que cuando habló tuvo que hacer esfuerzos para dominar la voz.

-¡Valiente hazaña! -dijo con amargo sarcasmo-. ¡Un duelo de palabras digno de ser recordado! Nunca había visto una transgresión semejante de las reglas en un desafío.

¡Matt Sóren, ni siquiera una ausencia de cuarenta años puede justificar la ignorancia que has manifestado al cambiar de tema en un duelo de palabras! Conocías las reglas que gobiernan tales situaciones desde antes de cumplir diez veranos. Y tú, Kaen. ¿Una «pequeña transgresión»? ¡Cómo te atreves a hablar por segunda vez en un duelo de palabras! ¿En qué nos hemos convertido que ni siquiera las más antiguas reglas de nuestro pueblo son recordadas y respetadas? Hasta el punto -añadió volviéndose para encararse con Kimberly- de que una huésped ha hablado en el Salón de Seirhr durante el desafío.

¡Eso, decidió ella, ya era demasiado! Sintiendo que se rebelaba en ella una furia contenida, se dispuso a replicar ácidamente, pero sintió que la mano de Loren le oprimía con fuerza el brazo. Cerró la boca sin decir palabra, aunque las manos que permanecían en los bolsillos se cerraron en dos puños.

Luego las abrió, pues la cólera de Miach parecía haberse apagado con aquella breve y exaltada furia. Ya no parecía un encolerizado patriarca, sino tan sólo un anciano en tiempos difíciles que debía enfrentarse además con una enorme responsabilidad.

Con voz más tranquila, en tono casi de disculpa, agregó:

-Quizás las reglas que eran claras y categóricas para todos nuestros reyes, desde antes de Seithr hasta March, ya no tengan importancia alguna. Quizás ningún enano haya vivido tiempos tan difíciles y revueltos como los nuestros. Quizás el anhelo de claridad sea sólo producto de la melancolía de un anciano.

Kim vio que Matt negaba con la cabeza, pero Miach no lo notó. Estaba mirando al grandioso Salón medio vacio.

-Quizás -repitió en tono vago-, pero aunque así sea, el duelo de palabras ha terminado y ha llegado la hora de que la Asamblea dicte la sentencia. Nos retiraremos; vosotros permaneceréis aquí -su voz sonó más potente al pronunciar las palabras del ritual- hasta que regresemos y declaremos cuál es el deseo de la Asamblea de Enanos. Damos gracias al Consejo por su silencio. Ha sido escuchado y se le hará el debido eco.

Dio media vuelta y los demás miembros de la Asamblea, vestidos de negro, se levantaron, y todos juntos se retiraron del estrado, dejando a Matt y a Kaen en cada uno de los lados de la mesa en la que descansaba la resplandeciente Corona, el resplandeciente Cetro y un pedazo ennegrecido y cortante de la Caldera de Khath Meigol.

Kim se dio cuenta de que la mano de Loren todavía le seguía oprimiendo el brazo, con mucha fuerza. El también pareció advertirlo en aquel preciso momento.

-Lo siento -murmuró, aflojando la presión de los dedos pero sin acabar de soltarle el brazo.

Ella sacudió la cabeza.

-Estuve a punto de decir una estupidez.

Esta vez los guardias tuvieron buen cuidado en no tentar la paciencia de Loren interviniendo de nuevo. Además, en todo el Salón se estaba levantando una oleada de rumores mientras los enanos, libres ya de la obligación del silencio que habían mantenido durante el duelo, comenzaban a comentar con animación lo que acababa de tener lugar.

Sólo Matt y Kaen, inmóviles sobre el estrado, sin mirarse el uno al otro, permanecían callados.

-No fue en modo alguno una estupidez -dijo Loren con calma-. Corriste un riesgo al hablar, pero ellos tenían que enterarse de lo que eras capaz.

Kim lo miró con una repentina expresión de consternación. Los ojos de él se empequeñecieron al verla.

-¿Qué ocurre? -susurró procurando no ser oído.

Kim no contestó. Se limitó a sacar despacio la mano derecha del bolsillo, para que él pudiera notar lo que antes, naturalmente, no había notado: la terrible ausencia del fuego, la desaparición del Baelrath.

Le miró la mano y luego cerró los ojos. Ella volvió a meter la mano en el bolsillo.

-¿Cuándo? -preguntó Loren con voz tensa y débil.

-Cuando caímos en la emboscada. Noté que me lo quitaban. Esta mañana, al despertarme, ya no lo tenía.

Loren abrió los ojos y miró hacia el estrado, a Kaen.

-Me pregunto -murmuró-, me pregunto cómo lo sabía.

Kim se encogió de hombros. Esa cuestión no le parecía importante. Tal como estaba la situación, lo que importaba era que Kaen había acertado en lo que había dicho a los enanos. Si el ejército estaba al oeste de las montañas, ya no podían impedir que combatieran al lado de las legiones de la Oscuridad.

Loren pareció leer sus pensamientos, o por lo menos él tenía los mismos.

-Todavía no se ha perdido todo -dijo-. En parte por lo que hiciste. Estuvo espléndidamente entretejido, Kimberly; le asestaste un golpe directo a Kaen, y quizás hayas ganado tiempo para que podamos hacer algo.

Hizo una pausa. Su expresión cambió, volviéndose insegura y tensa.

-En realidad -corrigió-, quizás hayas ganado tiempo para Matt y a lo mejor para ti. Pero yo ya no puedo hacer nada de nada.

-Eso no es cierto -dijo Kim con toda la convicción de que fue capaz-. La sabiduría tiene también su propia fuerza.

El esbozó una débil sonrisa ante el tópico y movió la cabeza.

-Lo sé, sé que así es. Sólo que es algo muy duro, Kím, haber conocido el poder durante cuarenta años y haberlo perdido precisamente ahora, cuando más lo necesitamos.

Ante eso, Kim, que sólo hacía un año que disponía de un poder con el que había combatido la mayor parte de ese tiempo, no pudo contestar nada.

Tampoco hubiera tenido tiempo de hacerlo. El rumor de la Sala fue acrecentándose para luego languidecer en un espeso y tenso silencio.

En medio de ese silencio la Asamblea de Enanos avanzó en fila hasta ocupar los asientos de piedra sobre el estrado. Por tercera vez, Miach se adelantó hasta detenerse junto a Kaen y a Matt, frente a la multitud sentada en las gradas.

Kim miró a Loren, que permanecía rígido a su lado. Siguió la mirada de aquel hombre alto, clavada en el que durante cuarenta años había sido su amigo, y vio que los labios de Matt se movían en silencio. «El Tejedor en el Telar», pensó, haciéndose eco de la plegaria que leyó en los labios del enano.

Luego, sin perder un minuto, Miach empezó a hablar:

-Hemos escuchado los parlamentos del duelo de palabras y el silencio de los enanos.

Oíd ahora vosotros el eco de la Asamblea de Enanos de Banir L6k. Hace cuarenta años, en este salón, Matt, ahora llamado Sóren, arrojó los dos símbolos del reino. No había posibilidad de error en su gesto: su intención era sin duda abandonar la Corona.

Kim hubiera vendido su alma, sus dos almas, por un vaso de agua. Tenía la boca tan seca que le hacia daño tragar saliva.

Miach seguía hablando sobriamente:

-En esos mismos días, Kaen asumió el gobierno aquí, bajo las montañas; nadie lo desafió por ello, nadie lo ha desafiado hasta ahora. A pesar de eso, pese a los ruegos de la Asamblea, Kaen no eligió hacer un cristal para el lago ni pasar una noche de Luna llena junto a sus orillas. Nunca llegó a ser nuestro rey. La Asamblea ha decidido que por encima de todas las demás hay una cuestión que debe ser respondida en este duelo. En los lares de estas montañas, se ha contado desde hace muchísimo tiempo -tanto que ya es un tópico entre nuestro pueblo- que Calor Diman nunca abandona a sus reyes. Hoy lo ha repetido Matt Sóren y así lo ha escuchado la Asamblea antes de retirarse a decidir. Y hemos decidido que no es ésa una cuestión que pueda solventarse aquí.

Kim, esforzándose por entender, por anticiparse a los hechos, vio que los ojos de Kaen brillaban con un rápido y velado triunfo. Su corazón era un tambor, y el miedo latía con idéntico ritmo.

-La cuestión a solventar -añadió Miach con suavidad- es si el rey puede abandonar el lago.

Reinaba un absoluto silencio.

-Nunca hasta ahora en la larga historia de nuestro pueblo -siguió diciendo Miach- ha sucedido que un rey hiciera en estos salones lo que Matt hizo hace tanto tiempo, o intentara conseguir lo que Matt intenta con este duelo. No hay precedente alguno, y la Asamblea de Enanos ha decretado que seria una presunción por nuestra parre emitir un juicio. Las demás cuestiones -la disposición de nuestros ejércitos, lo que podamos hacer de aquí en adelante- están contenidas en esta pregunta: ¿quién es ahora nuestro jefe?

¿El que nos ha gobernado durante cuarenta años con la ayuda de la Asamblea de Enanos o el que durmió junto a Calor Diman y luego nos dejó? La Asamblea de Enanos decreta que son los poderes de Calor Diman quienes deben decidir. Este es nuestro juicio. Nos quedan seis horas hasta la puesta de Sol. Los dos, Matt y Kaen, seréis conducidos a una cámara donde encontraréis todas las herramientas necesarias en la artesanía del cristal. Labraréis la imagen que queráis, con todo el arte del que seáis capaces. Esta noche, cuando caigan las sombras, ascenderéis los noventa y nueve escalones hasta el prado que da acceso de Banir Tal a Calor Diman, y arrojaréis vuestras obras de arte al lago de Cristal. Yo estaré allí, y también Ingen en representación de la Asamblea. Debéis designar a dos personas que os sirvan de testigos. Todavía no es Luna llena. No es, pues, una noche apropiada para nombrar a un rey, pero tampoco hasta ahora nos habíamos tenido que enfrentar a una situación igual. Lo dejaremos todo en manos del lago.

«Un lugar más hermoso que ningún otro en cualquiera de los mundos», había dicho Matt al referirse a Calor Diman hacía mucho tiempo, antes de la primera travesia. Todavía estaban en el Park Plaza Hotel: cinco personas de Toronto que se disponían a viajar a otro mundo durante dos semanas para participar en el aniversario de la coronación del soberano rey.

«Un lugar más hermoso…»

Un lugar de juicio. Del que quizás sería el último juicio.

Capítulo 11

Aquel mismo día, mientras los enanos de las montañas gemelas se disponían a asistir al juicio del lago, Gereint, el chamán, sentado con las piernas cruzadas sobre un jergón en la oscuridad de su casa, arrojó la red de su conciencia sobre Fionavar y vibró como un arpa con las sensaciones que experimentó.

Todo estaba llegando al punto crítico, ya muy cercano.

Desde aquel remoto recodo de tierra al este del Latham, se dejó ir como una vieja y oscura araña en el centro de su tela, y vio muchas cosas con el poder que le confería la ceguera.

Pero no vio lo que estaba buscando. Quería ver a la vidente. Sintiéndose muy conmovido por lo que estaba sucediendo, buscaba la resplandeciente emanación de la presencia de Kimberly, avanzando a tientas hacia la clave de lo que estaba entretejiéndose en el telar de la guerra. La víspera por la mañana, Tabor le había contado que había llevado volando a la vidente a una cabaña junto a un lago cerca de Paras Derval, y como Gereint había conocido a Ysanne años atrás, sabía dónde estaba esa cabaña.

Pero cuando se dirigió hacia aquel lugar, sólo encontró el antiguo y verde poder que residía bajo las aguas, pero no encontró ni rastro de Kim. No sabía, puesto que no tenía modo de saberlo, que, después de que Tabor la hubiera dejado a orillas del lago, se había marchado con el poder del avarlith a la torre de Lisen, y desde allí, aquella misma noche, con la ayuda de la roja llama de su propio poder, se había ido más allá de las montañas, hasta Banir Lék.

Y él no podía ir más allá de las montañas, a menos que enviara de viaje a su propia alma, y hacía muy poco tiempo que había regresado de su viaje sobre el mar para intentarlo de nuevo tan pronto.

Por eso no podía encontrarla. Pero sintió la presencia de otros poderes, luces sobre un mapa en la oscuridad de su mente. Los otros chamanes lo rodeaban, en casas parecidas a la suya, junto al Latham. Sus aureolas eran como el rastro parpadeante de las líneas por la noche, irregulares e insustanciales. En ellas no podría encontrar ayuda o conspelo.

El prevalecía sobre los chamanes de la Llanura; así había sido desde que lo habían cegado. Si alguno de ellos tenía un papel que jugar en lo que estaba por venir, era él, pese a sus muchos años.

Alguien llamó a la puerta. Previamente había oído unos pasos que se acercaban.

Reprimió un ramalazo de cólera contra el intruso, porque había reconocido tanto las pisadas como la forma de llamar.

-Entra -dijo-. ¿Qué puedo hacer por ti, esposa del aven?

-Liane y yo te hemos preparado el almuerzo -replicó Leith con su habitual tono enérgico.

-Bien -repuso él con animación, aunque, por una vez, no se sentía hambriento.

Estaba desconcertado: según parecía estaba empezando a perder el sentido del oído.

Había oído sólo las pisadas de una mujer, pero entraron dos, y Liane, acercándosele, le rozó la mejilla con los labios.

-¿Es esto lo mejor que sabes hacer? -gruñó en son de burla.

Ella le estrechó la mano y él correspondió a su saludo. De verse forzado, lo habría negado con toda energía, pero en lo más profundo de su corazón Gereint hacía tiempo que había reconocido que la hija de Ivor era su criatura favorita de toda la tribu. De toda la Llanura. De todos los mundos, si llegaba el caso.

Sin embargo, fue a la madre a quien se dirigió, volviéndose hacia el lugar donde la había oído arrodillarse, frente a él pero un poco hacia un lado.

-Fuerza de la Llanura -dijo respetuosamente-, ¿me dejas que toque tus pensamientos?

Ella se inclinó hacia adelante, y él levantó las manos para recorrer con ellas los huesos de la cara. El tacto lo condujo hasta la mente de ella, y allí vio ansiedad, preocupaciones profundas, el peso del insomnio, pero -y se maravilló mientras le tocaba la cara- no vio ni la más ligera sombra de miedo.

Poco a poco el tacto se convirtió en caricia.

-Ivor es afortunado al tenerte con él, esplendorosa criatura. Todos lo somos. Más felices de lo que merecemos.

Conocía a Leith desde que nació; la había visto convertirse en una mujer, y había asistido al festín de sus bodas con Ivor dan Banor. En aquellos días lejanos, él ya había visto brillar en el espíritu de ella una especie de resplandor. Desde entonces había ido en aumento, creciendo a medida que nacían sus hijos, y Gereint sabía cuál era su origen: un profundo y luminoso amor al que raras veces se le permitía brillar. Leith era una persona muy reservada, que nunca se entregaba a abiertas exaltaciones ni confiaba en los demás.

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