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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (40 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Si hubiera dado la alarma, si hubiera tenido tiempo de hacerlo, todos ellos habrían probablemente muerto.

Pero no lo hizo, no tuvo tiempo.

Los siete hombres con los que había topado por casualidad eran muy peligrosos, cada uno a su estilo, y tremendamente rápidos. El guardia los vio, abrió la boca para dar el grito de alarma, pero murió al clavársele en la garganta el puñal del más rápido de todos ellos.

Antes de que cayera al suelo, se le clavaron dos flechas y un segundo cuchillo, pero los siete supieron con certeza de quién era el arma que lo había matado, quién había sido el primero en arrojársela.

Todos miraron en silencio a Brock de Banir Tal y luego al enano que yacía en el suelo.

Brock se adelantó y se quedó largo tiempo mirando a su víctima. Luego dio un paso más y le arrancó el cuchillo; también recuperó el de Sorcha, que se había clavado en el corazón del enano.

Retrocedió hacia donde estaban los otros seis; sus ojos, pese a las sombras de la noche, daban testimonio de un profundo dolor.

-Lo conocía -susurró-. Se llamaba Vojna. Era muy joven. También conocía a sus padres. Jamás cometió una maldad en toda su vida. ¿Qué es lo que nos ha sucedido?

La voz profunda de Mabon se deslizó con gran suavidad en medio del silencio:

-Sólo a algunos de vosotros -corrigió enseguida con amabilidad-. Pero creo que hemos dado con la respuesta del enigma de Teyrnon. Hay, en efecto, peligro en este lugar, pero no se trata en modo alguno de maldad, sólo de un rastro de maldad. Los enanos han sido enviados para prepararnos una emboscada, pero no pertenecen del todo a la Oscuridad.

-¿Acaso tiene eso alguna importancia? -susurró Brock con amargura.

-Creo que sí -repuso Levon con gravedad-, creo que quizás tenga importancia. Pero basta de palabras: con seguridad, hay más centinelas. Quiero averiguar cuántos son y dónde están. También necesito que dos de vosotros regreséis al campamento ahora mismo para comunicar lo que hemos averiguado.

Dudó un momento, y luego añadió:

-Torc. Sorcha.

-¡No, Levon! -silbó Torc-. No puedes…

La mandíbula de Levon se puso rígida y sus ojos relampaguearon. Torc se interrumpió al instante. El moreno dalrei tragó saliva, asintió con la cabeza nerviosamente y luego, en compañía de su padre, dio media vuelta y abandonó el bosque en dirección sur. La noche se los tragó como si jamás hubiesen estado allí.

Dave se dio cuenta de que Levon estaba mirándolo. Sostuvo su mirada.

-No podía hacer otra cosa -murmuró Levon- ¡Hace tan poco que han vuelto a encontrarse!

A veces sobraban las palabras, eran estúpidamente vacías. Dave tendió la mano y apretó el hombro de Levon. Nadie pronunció ni una palabra. Levon se volvió y emprendió la marcha. Junto a él iba Mabon, seguido por Brock y Faebur, y detrás, con el hacha preparada, Dave, dispuestos todos a internarse en la oscuridad del bosque.

El guardián había aparecido por el nordeste, y ésa fue la dirección que tomó Levon.

Con el corazón más y más acelerado, Dave caminaba agachado entre las perfumadas hileras de árboles de hojas perennes, escrutando las sombras de la noche. Se respiraba muerte y traición, pero por encima del miedo y la cólera sentía una profunda piedad y dolor por Brock; y sabía que hacía un año y medio no habría experimentado sentimientos parecidos.

Levon se detuvo y alzó una mano. Dave se estremeció.

Poco después, también él oyó algo: sonidos emitidos por un contingente considerable de hombres, demasiados para poder guardar silencio.

Con extremada precaución se arrodilló e, inclinándose un poco, distinguió el resplandor de una hoguera entre el hueco que dejaban dos árboles. Dio un golpeciro en la pierna de Levon y el rubio dalrei se inclinó también para seguir con la mirada la dirección que el dedo de Dave señalaba.

Levon estuvo observando un buen rato; luego se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los de Brock. Le hizo una seña y el enano se le adelantó para conducirlos hacia el campamento de su pueblo. Levon retrocedió hasta colocarse junto a Faebur, que había preparado su arco. Dave agarró con fuerza el mango de su hacha, y vio que Brock había hecho lo mismo. Mabon desenvainó la espada.

Avanzaron un poco más a rastras, teniendo buen cuidado de sus armas y de las ramas y hojas que cubrían el suelo del bosque. Con extremada lentitud, Brock los iba conduciendo hacia el resplandor de la hoguera que Dave había visto.

De pronto, se detuvo.

Dave se quedó completamente inmóvil, a excepción de la mano que había levantado para avisar a Levon y a Faebur que avanzaban tras él. Muy quieto, sin respirar apenas, oyó las pisadas de otro guardián que se acercaba por la derecha, y enseguida vio a un enano que pasaba a unos cinco pasos de ellos de regreso al campamento. Dave soltó el aire de sus pulmones en un largo y silencioso suspiro.

Brock volvía a deslizarse de nuevo, aun más despacio que antes, y Dave se dispuso a seguirlo tras haber intercambiado una mirada con Mabon, que estaba detrás de él. Se sorprendió a sí mismo pensando en el cinturón de Cechtar que Levon quería ganarle a los dados. Se arrastró moviendo con extremo cuidado manos y rodillas. Casi no se atrevía a levantar la cabeza para mirar, pues temía producir algún ruido. Parecía que aquella última etapa de la expedición no iba a acabar nunca. Luego, por el rabillo del ojo, vio que Brock se había detenido. Al levantar la mirada, vio que estaban ante el círculo trazado por las hogueras.

Observó con atención a su alrededor y se le encogió el corazón.

Por un instante, se preguntó qué estaba haciendo allí. Pero había preocupaciones más acuciantes. No los estaba esperando una avanzadilla en una operación de incursión, ni una partida dispuesta a librar una escaramuza. Ardían numerosas hogueras en el calor del bosque -el resplandor de las llamas no dejaba lugar a engaños- y se dieron cuenta de que en torno a ellos, medio dormidos, se encontraba el ejército completo de los enanos de Banir Lók y Banir Tal.

Dave tuvo la horripilante premonición de los tremendos estragos que esos combatientes podían causar entre los jinetes de Aileron. Se imaginó los relinchos de los caballos, desbocados y torpes entre los tupidos árboles. Vio a los enanos, menudos, rápidos, mortíferos, mucho más valientes que los svarts alfar, sembrando la muerte entre caballos y hombres en medio de los árboles.

Miró a Brock y se conmovió al ver la manifiesta angustia que reflejaba su rostro. Luego, mientras lo observaba, la expresión de Brock cambió y un odio frío cubrió los rasgos del enano, normalmente amables. Brock le tocó un brazo a Levon señalándole un punto.

Dave siguió la dirección de su dedo y en la hoguera más cercana vio a un enano que en voz baja departía con otros tres, que poco después marcharon raudos hacia el este, sin duda para transmitir las órdenes recibidas. El enano que había estado hablando se quedó, y Dave vio que era moreno y barbudo como Brock y Matt, y que sus ojos se hundían hasta casi desaparecer bajo las tupidas cejas. Sin embargo, estaba demasiado lejos para poder distinguir más detalles. Dave miró a Brock levantando una ceja en señal de interrogación.

-Blód -dibujó Brock con los labios sin pronunciar sonido alguno.

Así se enteró Dave. Ese era el enano de quien tanto había oído hablar, el que había entregado a Maugrim la Caldera y había estado en Starkadh cuando Jennifer fue llevada allí. Sintió que lo invadía el odio y que su mirada se hacía dura y fría, al contemplar al enano junto al fuego. Sus manos se crisparon apretando el hacha. Pero aquello era una operación de reconocimiento, no una incursión. Mientras observaba al enano, ansiando matarlo, oyó que Levon le susurraba la orden de regresar.

Sin embargo, no tuvieron la oportunidad de hacerlo.

Se oyó un ruido a la derecha, un sonoro estrépito en el borde mismo del claro, y de inmediato se alzaron cerca de ellos roncos gritos de alarma.

-¡Hay alguien aquí! -gritó un enano de guardia.

Otro repitió como un eco el aviso.

Dave pensó en su padre volando puentes en la más oscura noche de los más oscuros tiempos.

Vio que Brock y Levon se levantaban con las armas preparadas.

Se irguió blandiendo el hacha. Vio que Faebur tensaba el arco y que la espada de Mabon brillaba al resplandor de las llamas. Por un instante miró al cielo. La Luna se había ocultado, pero se veían estrellas entre las nubes, allí arriba, cerniéndose sobre los árboles, sobre las hogueras, sobre absolutamente todo.

Avanzó hacia el espacio abierto para poder blandir mejor el hacha. Levon estaba a su lado. Intercambió una mirada con el hombre que consideraba su hermano; no había tiempo para nada más. Se encaró con el ejército de los enanos, ya completamente despiertos, y se dispuso a enviar a las tinieblas a tantos como pudiera antes de morir.

Era todavía de noche cuando Sharra se despertó sobre la cubierta del barco de Amairgen. Una espesa niebla sobre el mar no dejaba ver las estrellas. Hacia tiempo que se había ocultado la Luna.

Se arrebujó en el manto de Diarmuid; el viento era frío. Cerró los ojos, pues no quería despertarse aún, no quería darse cuenta del lugar donde se encontraba. Sin embargo, lo sabía. Se lo decían el crujido de los mástiles y los aletazos de las desgarradas velas. Y de vez en cuando oía el ruido de invisibles pasos: los pasos de marineros muertos hacia mil años.

A su lado, Jaelle y Jennifer todavía dormían. Se preguntó qué hora debía de ser; la niebla le impedía saberlo. Deseaba que Diarmuid estuviera a su lado para protegerla con su sola presencia. Pero sólo tenía su manto, húmedo por la niebla. Había sido demasiado respetuoso con su honor para acostarse a su lado, tanto en el barco como antes de subir a bordo, en la playa junto al Anor.

Sin embargo, habían encontrado un momento para ellos, después de que Lancelot se hubiera internado solo en el bosque, entre la hora, engañosamente tranquila, que media entre el crepúsculo y la noche cerrada.

Ahora toda tranquilidad era engañosa, decidió Shatra, arrebujándose en el manto y los cobertores que le habían dado. Por todas partes acechaban innumerables dimensiones de peligro y dolor. Y ella se había enterado de algunas por el relato que le había, hecho Diarmuid mientras caminaban siguiendo la curva noroeste de la playa más allá del Anor y contemplaban, ambos por primera vez, cómo los acantilados de Rhudh, cortados a pico, se iluminaban con la úlúma luz roja del atardecer.

Le había contado el viaje con una voz desprovista de su habitual ironía, de cualquier inflexión de burla e irreverencia. Le habló del Traficante de Almas, y ella, sosteniendo las manos de él entre las suyas, creyó oir, como telón de fondo de las pensativas modulaciones de su voz, el canto de Brendel que entonaba de nuevo su lamento.

Le relató lo sucedido en la Cámara de los Muertos, en el subsuelo de Cader Sedat, cuando, entre el rumor incesante de todos los mares de todos los mundos, Arturo Pendragon había despertado a Lancelot de su sueño de muerte sobre el lecho de piedra.

Sharra, acostada sobre la cubierta con los ojos cerrados, oía el viento y el mar recordando lo que él le había dicho:

-¿Sabes? -le había murmurado mientras contemplaban cómo los acantilados se iban coloreando de un rojo intenso-, si tú amaras a otro tanto como a mí, no creo que pudiera hacer algo semejante, no podria devolvértelo de nuevo. Creo que no soy lo bastante hombre como para hacer lo que Arturo hizo.

Ella tenía la suficiente inteligencia para reconocer que era una dura confesión viniendo de él.

-Él es algo más que un simple mortal -le dijo-. Los hilos de sus tres nombres se entrelazaron hace muchísimo tiempo en el Telar y se entretejieron de formas muy distintas. No te lo reproches, Diar. O repróchate sólo -añadió sonriendo- el que puedas pensar que yo puedo amar a otro que no seas tú.

Él se había detenido al oír sus palabras, con el entrecejo fruncido, y la había mirado con intención de responderle con solemnidad. Ahora ella se preguntaba cuál habría sido esa respuesta. Porque no lo había dejado hablar. Se había puesto de puntillas, le había cogido la cabeza entre las manos y lo había atraído hacia ella para poder besarlo. Para que no dijera nada. Para poder por fin darle la adecuada bienvenida al hogar después de la travesía.

Luego los dos habían celebrado el reencuentro acostándose sobre el manto de él, sobre la playa al norte de la torre de Lisen, y despojándose de la ropa a la luz de las primeras estrellas. El le había hecho el amor con dolorosa ternura, abrazándola y moviéndose sobre ella con el amoroso ritmo del mar en calma. El grito final de ella fue un sonido suave, que sonó a sus propios oídos como el suspiro del mar, como un rumoroso oleaje sobre la arena.

Por eso, en cierto modo, fue un detalle que él no se acostara a su lado cuando regresaron junto al Anor. Brendel trajo de la Torre para ella un jergón y mantas tejidas en Daniloth para Lisen, y Diarmuid le dejó su manto, para que tuviera cerca algo de él mientras se quedaba dormida.

Cuando, no mucho después, se despertó con todos los demás en la playa, vio un barco fantasma que navegaba hacia ellos; a bordo iban Jaelle y Pwyll, y una pálida y orgullosa figura que, según le dijeron, era el fantasma de Amairgen Rama Blanca, el amado de Lisen, muerto hacia muchos, muchísimos años.

Habían subido a bordo del espectral barco a la luz de las estrellas, al resplandor de la Luna que ya se estaba poniendo, e invisibles marineros habían tripulado el barco y habían puesto rumbo al norte mientras la niebla descendía sobre el mar ocultando las estrellas.

Aunque una y otra vez se oían pisadas, no se veía a persona alguna. La mañana debía de estar ya cerca, pero no había modo de saberlo con seguridad. Por mucho que lo intentaba, Sharra no podía dormir. Distintos pensamientos se atropellaban en su mente.

En medio del miedo y la tristeza, quizás a causa de ellos, vivía de forma nueva recuerdos y sensaciones, como si el contexto de la guerra hubiera agudizado la intensidad de todas las cosas, intensidad que Sharra reconocía como premonición de una posible pérdida.

Pensó en Diar, y en ella misma -que ya no era un solitario halcón- y añoró la paz como nunca hasta ahora la había añorado. Añoró el final de aquellos horrores, para poder descansar todas las noches entre sus brazos sin temer lo que las nieblas de la mañana pudieran traer.

Se levantó con precaución para no despertar a las otras que dormían junto a ella y, arropándose en el manto, se encaminó hacia la borda de sotavento y se asomó a la oscuridad y a la niebla. Se oían voces en la cubierta. Según parecía, otros se habían despertado también. Reconoció las luminosas inflexiones de la voz de Diarmuid, y, poco después, el frío tono de Amairgen.

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