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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (41 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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-Es casi de día -estaba diciendo el mago-. Pronto me desvaneceré. Sólo durante la noche puedo ser visto en vuestro tiempo.

-¿Y durante el día? -preguntó Diarmuid-. ¿Tenemos que hacer nosotros algo?

-Nada -respondió el fantasma-. Estaremos aquí con vosotros aunque no nos veáis.

Pero debo advertiros algo: no abandonéis el barco durante el día si apreciáis vuestras vidas.

Sharra miró hacia las voces. Arturo Pendragon estaba allí también, con Diarmuid y Amairgen. Con la luz grisácea y la niebla los tres parecían fantasmas. Hizo un repentino gesto enraizado en antiguas e insensatas supersticiones para exorcizar tal pensamiento.

Entonces vio a Cavalí, una sombra gris entre las sombras, y entre la neblina le pareció que pertenecía a un reino sobrenatural, terriblemente alejado del suyo, de la luz del Sol que iluminaba las cataratas y de las flores de Larai Rigal.

El mar lamía el casco con un sonido frío e incesante, magnificado por la neblina. Miró por la borda, pero no pudo distinguir las aguas. Quizás era mejor así. Ya había sido suficiente vislumbrar, al subir a bordo, las aguas que espumeaban a través de las destrozadas cuadernas del barco.

Volvió a mirar a los tres hombres y retuvo el aliento, pues ya sólo se veían dos.

Arturo y Diar estaban allí, con el perro, pero el fantasma del mago había desaparecido.

Y en aquel preciso instante, Sharra se dio cuenta de que hacia el este la oscuridad empezaba a desvanecerse.

Oteando entre la niebla gris que iba desapareciendo pudo ver una larga y difusa lengua de tierra. Debía de tratarse de la playa de Sennert, objeto de tantas leyendas. Habían pasado durante la noche frente a los acantilados de Rhudh y, si la geografía aprendida en Larai Rigal era exacta y sus recuerdos eran acertados, antes de que muriera el día llegarían a la embocadura de la bahía de Linden y verían los fiordos de hielo y los vastos glaciares allá en el norte.

Y Starkadh: la sede de Rakoth Maugrim, clavada como una negra garra en el corazón de un mundo de la más pura luz. Honestamente, no sabía cómo reaccionaria ante tal panorama. Se dio cuenta de que esa incertidumbre tenía que ver tanto con el hielo como con algo más: habían llegado demasiado al norte, a un mundo ajeno por completo a alguien que había crecido entre las amables estaciones de Carhal y la protección de sus jardines.

Con severidad se recordó a sí misma que no navegaban hacia Starkadh ni hacia sus inmediaciones. El viaje los llevaría al sur de la bahía de Linden, a la desembocadura del río Celyn. Allí, le había explicado Diarmuid, Amairgen los desembarcaría, si todo iba bien, en medio de la oscuridad que precede al alba, y así terminaría el más extraño de todos los viajes. Tendría que ser en la oscuridad, se daba cuenta ahora, por lo que Amairgen acababa de decir: «No abandonéis el barco durante el día si apreciáis vuestras vidas».

La niebla estaba todavía levantándose, cada vez más deprisa. Vio una mancha azul en el cielo, luego otra, y luego, gloriosamente, el Sol brilló sobre las tierras de Sennetx.

Y en aquel momento, Sharra, que contemplaba la es- pléndida mañana, fue la primera en advertir algo que sucedía en la costa.

-¡Diar! -exclamó, esperando haber podido ocultar el temor de su voz.

Diarmuid estaba hablando con Arturo junto a la borda, en la parte de la cubierta donde las cuadernas estaban más destrozadas. Parecía estar suspendido en el aire. Ella sabía que, si miraba hacia abajo, vería penetrar los remolinos del mar en el oscuro hueco del barco de Amairgen.

Interrumpió la conversación y corrió hacia ella seguido por Arturo.

-¿Qué ocurre?

Ella señaló con el dedo. La niebla se había desvanecido completamente sobre las aguas y la luz era espléndida. Una mañana de verano, resplandeciente y hermosa. A lo largo de la cubierta se oyó un ruido confuso de voces. Los demás también habían visto lo mismo que ella. Los hombres de la Fortaleza del Sur se precipitaban hacia la borda y señalaban con el dedo lo mismo que ella estaba señalando.

Navegaban frente a una costa verde y fértil. Si recordaba bien las lecciones aprendidas, la playa de Sennett había sido celebrada siempre por la riqueza de su suelo, aunque la época de los cultivos era muy corta en aquellas latitudes.

Pero Sennett había sido asolada, como lo había sido Andarien más allá de la bahía, durante el Bael Rangat; había sido arruinada por una lluvia mortal y arrasada por los ejércitos de Rakoth en los últimos días de la guerra, antes de que Conary llegara al norte con los ejércitos de Brennin y Cathal. Aquellas tierras, en otro tiempo hermosas, habían sido asoladas y también abandonadas.

¿Cómo, pues, podían estar viendo lo que veían? Bajo el cielo azul del verano se extendían alfombras de campos, a lo largo de la costa se desparramaban granjas de piedra y madera, el humo de las cocinas salía por las chimeneas, las cosechas florecían con ricos matices de marrón y oro, y rojizos tonos de altos solais se alzaban en hileras.

Cerca del barco, en la orilla del mar, a medida que avanzaban hacia el norte y aumentaba la luz, Sharra vio un puerto que mellaba la línea de la costa, y dentro del puerto una veintena de pintorescos barcos; unos de altos mástiles para cargar grano y madera, otros más pequeños que las simples barcas de pesca para surcar las aguas del océano al oeste de la playa.

Con el corazón encogido, mientras en torno los gritos de sorpresa iban en aumento, Sharra vio que el barco más grande llevaba con orgullo en el palo mayor una bandera verde con una espada curva y una hoja roja: la bandera de Raith, la más occidental de las provincias de Cathal.

Cerca vio otro barco grande con la ondeante enseña de la Luna creciente y el roble de Brennin. ¡Y los marinetos de ambos barcos les estaban saludando! Claramente, a través de las espejeantes aguas, se distinguían sus gritos y risas.

Detrás de los barcos el muelle rebullía con la actividad mañanera. Estaban descargando un barco y cargando otros muchos. Perros y niños correteaban de un lado a otro, estorbando el trabajo.

Detrás del muelle se extendía la ciudad, bordeando la bahía y alejándose del mar. Se veían casas primorosamente pintadas con inclinados tejados de ripia. Anchas avenidas iban a dar al mar y, siguiendo con la vista la más ancha de ellas, Sharra vio al nordeste una villa rodeada por un alto muro de piedra.

Iba viendo todo aquello mientras dejaban atrás la embocadura del puerto y supo que aquella ciudad debía de ser Guiraut, construida en la bahía de Iorweth.

Pero la bahía de Iorweth había sido invadida por el avance de la tierra hacía cientos y cientos de años, y la ciudad de Guiraut había sido incendiada y asolada por Rakoth Maugrim durante el Bael Rangat.

La visión era tan viva, tan hermosa…; de pronto se dio cuenta de que si se dejaba llevar por la emoción, lloraría.

-Diar, ¿cómo ha podido ocurrir esto? -preguntó mirándole-. ¿Dónde estamos?

-Muy lejos -dijo él-. Navegamos por los mares que este barco surcó antes de ser construido. Poco después de que Rakoth apareciera en Fionavar, pero antes del Bael Rangat.

Hablaba con voz tonca.

Ella volvió a mirar el puerto, esforzándose por comprender.

Diarmuid le acarició la mano.

-No creo que corramos peligro alguno -dijo-. Estamos demasiado lejos y en el barco.

Volveremos a navegar por nuestros mares, por nuestro tiempo, cuando se haya puesto el Sol.

Ella asintió sin separar la mirada de los brillantes colorines del puerto. Dijo, llena de sorpresa:

-¿Ves aquel barco de Raith? ¿Y aquel más pequeño con la bandera de Cynan? Diar, ¡mi país todavía no existe! Son barcos de los principados. Sólo llegaron a formar parte de un único país después de que Angirad retornara del Bael Rangat.

Por encima de las aguas del mar reconocía el sonido de una t’rena, tañida sonora y dulcemente desde la cubierta del barco de Cynan. Conocía aquella música. Había crecido escuchándola.

Una idea la asaltó de pronto, nacida del dolor que le atenazaba el corazón.

-¿No tenemos modo de advertirles? ¿No podemos hacer nada por ellos?

Diarmuid sacudió la cabeza.

-No pueden vernos ni oírnos.

-¿Qué quieres decir? ¿Acaso no oímos nosotros su música? Y mira…, nos están saludando.

Diarmuid tenía las manos distendidas sobre la barandilla, pero la tensión de su voz denunciaba la falsedad de aquella despreocupación aparente:

-No nos saludan a nosotros, querida. No a nosotros. No están viendo este destrozado casco. Ven un hermoso barco tripulado por gentes de Brennin. Ven a los marineros de Amairgen, Sharra, y a su barco, tal como era antes de emprender la travesía hacia Cader Sedat. Me temo que nosotros seamos invisibles para ellos.

Así fue como, por fin, ella comprendió. Siguieron navegando rumbo al norte, y pronto la ciudad de Guiraut desapareció de la vista, desapareció para siempre del mundo de los hombres y su esplendor fue recordado sólo por las canciones. Pronto y sin embargo hacía mucho tiempo. Ambas cosas a la vez. Lazos en el entretejido del tiempo.

El eco de la t’rena los siguió un buen rato, incluso después de que la ciudad se perdiera tras la curva de la bahía. Ellos la abandonaron, porque no tenían elección alguna, para que fuera incendiada en un tiempo, futuro para la ciudad y pasado para ellos.

Después de lo sucedido, el humor a bordo se hizo adusto, no por causa del temor, sino por causa de una resolución nueva y más firme aún, pues habían comprendido perfectamente lo que era y significaba la maldad. El tono de voz de los hombres de a bordo se hizo más áspero y los movimientos con que limpiaban las armas más crispados, lo cual no presagiaba nada bueno para aquellos que intentaran oponérseles en lo que se avecinaba. Y, en verdad, se estaba avecinando. Sharra lo sabía ahora con toda certeza y también ella estaba preparada para lo que fuera. Algo de esa misma resolución se había hecho fuerte en lo más profundo de su corazón.

Navegaban rumbo al norte costeando la playa de Sennett, y ya entrada la tarde, cuando el Sol se estaba poniendo sobre el mar, llegaron a la punta más septentrional de Sennett, bordearon ese cabo, virando hacia el este, y vieron frente a ellos los fiordos, los glaciares y las tinieblas de Starkadh.

Sharra los miró sin que sus ojos parpadearan o se cerraran. Se encaró con el corazón de la maldad y se obligó a si misma a no desviar la mirada.

Por supuesto, no podía verse a si misma en aquel momento, pero los demás sí podían, y por todo el barco se levantó un murmullo de admiración por la fiereza y la frialdad de la Rosa Oscura de Cathal. Parecía una Reina de Hielo del País del Jardín, una rival de la misma Reina del Rúk, tan poderosa e inquietante como ella.

Incluso allí, en los umbrales de la Oscuridad, podía encontrarse algo bello. Por encima y detrás de Starkadh, se alzaba el Rangat, coronado de nieve, con las nubes al hombro, dominando con su majestuosidad las tierras del norte.

Sharra comprendió de pronto, por primera vez, que la conflagración que había estallado hacia mil años se llamaba Bael Rangat, aunque ni una de las batallas decisivas se había librado en la montaña. Lo cierto era que el Rangat se erguía tan imperiosamente alto, allá lejos, en el norte, que se podía decir que no había ni una sola tierra en aquellas latitudes que escapara a la soberanía de la montaña.

Se internaron en la bahía de hacia mil años con el Sol poniente. Al este podían ver las doradas playas de Andarien, y detrás el hermoso verdor de la tierra que se elevaba en suaves colinas hacia el norte. Sharra sabia que debía de haber estado adornada de riberas de altos árboles y de lagos profundos y azules, resplandecientes bajo el Sol, con peces saltando sin cesar en curvado homenaje a la luz.

Sabia que todo había desaparecido, barrido por el polvo y la sequedad, transformándose en eriales donde el viento del norte soplaba entre la nada. Los bosques estaban asolados, los lagos secos, los prados agostados. Andarien, que había sido el escenario de la guerra, era una pura ruina.

Y sería de nuevo escenario de la guerra, si Diarmuid estaba en lo cierto. Si, en aquellos momentos, Aileron, el soberano rey, estaba conduciendo sus tropas desde la Llanura hacia Gwynir para llegar por la mañana al verdor de Andarien. También ellos llegarían allí, si Amairgen mantenía lo prometido.

Y lo hizo. Navegaron rumbo al sudeste internándose en la bahía de Linden, mientras aumentaban las sombras de aquel atardecer y aquel crepúsculo de verano, y contemplaban cómo la creciente oscuridad iba invadiendo las doradas playas de Andarien. Al mirar hacia el oeste, más allá de la playa de Sennett, Sharra vio la estrella de la tarde -la de Lauriel- y poco después se puso el Sol.

Y Amairgen apareció de nuevo entre ellos, fantasmal y etéreo, pero haciéndose más y más visible a medida que caía la noche. Tenía una arrogancia fría, y por un momento se sorprendió de que Lisen lo hubiera amado. Luego cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que había muerto y mucho tiempo que vagaba, convertido en un fantasma, despojado del amor y sin ser vengado, a través de la infinitud y la soledad de los mares.

Adivinaba que debía de haber sido muy diferente cuando era un hombre vivo, joven y amado por la criatura mas hermosa de todos los mundos del Tejedor.

Una infinita piedad invadió su corazón mientras contemplaba la orgullosa figura del primer mago. Luego la oscuridad se hizo más espesa y le resultó difícil distinguir a la luz de las estrellas. La Luna, menguante hacia el novilunio, apareció muy tarde.

Sharra durmió un rato: casi todos lo hicieron, conscientes del escaso descanso que les depararían los días que se avecinaban; o quizás sería un descanso eterno. Se despertó antes del alba. La Luna brillaba sobre la playa, al oeste. El barco no llevaba luces de ninguna clase. Andarien era una oscura mancha allí en el este.

Oyó que hablaban en voz baja: eran Amairgen, Diar y Arturo Pendragon. Sharra se levantó arropada en el manto de Diarmuid. Jaelle, la suma sacerdotisa, acudió a su lado y ambas contemplaron cómo el Guerrero se encaminaba a la proa del barco. Allí se detuvo, con Cavalí a su lado, como de costumbre, y en la oscuridad de la noche de pronto alzó la lanza, y la punta de la Lanza del Rey brilló, con resplandeciente luz blanquiazul.

Y con ayuda de esa luz, Amairgen Rama Blanca condujo el barco a tierra, junto a la desembocadura del río Celyn, cuyo curso acababa en la bahía de Linden.

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