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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (5 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Desde la cámara abovedada llegaban débilmente los cantos, pero no se trataba de la habitual invocación en la hora del crepúsculo. Durante ocho noches más, hasta que desapareciera la Luna del solsticio de verano, los cantos del atardecer comenzarían y acabarían con el Lamento por Liadon.

En ese rito se encerraban un enorme poder y también un magnífico triunfo de la diosa, y por tanto de ella, su suma sacerdotisa que durante incontables e inconmensurables años había oído gritar la voz de Dun Maura reclamando el sacrificio que debía ser asumido libremente.

Y entonces sus pensamientos recayeron en aquel que se había convertido en Liadon: Kevin Lame, que había sido traído desde otro mundo por Manto de Plata para enfrentarse con un destino, a la vez tenebroso y luminoso, que ni siquiera la vidente había podido prever.

Jaelle sabia, por el conocimiento nacido de su identificación con la diosa, que la acción de Kevin había sido tan abrumadora, tan extremadamente gallarda, que había borrado para siempre la nitidez con que ella en otro tiempo había observado el mundo. Era sólo un hombre y sin embargo había llevado a cabo semejante acción. Por eso, desde el solsticio de verano, resultaba cada vez más difícil sentir la ira, la amargura y el odio de antes.

Mejor dicho, era difícil sentirlos por alguien o algo que no fuera Rakoth.

El invierno se había acabado. El cristal de llamada se había encendido. Había empezado la guerra, en algún lugar tenebroso, allá en el norte.

Y además un barco navegaba rumbo al oeste.

Ese pensamiento la llevó hasta una playa al norte de Taerlindel, donde había visto que el otro extranjero llamaba y hablaba con el dios del mar junto a la orilla del océano, bajo una sobrenatural luz. Nada resultaba fácil para ninguno de ellos, Dana y el Tejedor lo sabían muy bien, pero el poder de Pywll parecía el más duro y apremiante, pues exigía demasiado de él sin darle nada a cambio, según ella misma había podido comprobar.

Recordaba que también lo había odiado a él, con un furor duro e implacable, cuando lo había conducido desde el Árbol del Verano hasta su propia habitación, su propia cama, pues sabia que la diosa había hablado con él aunque no sabía lo que le había dicho.

Recordaba haberlo golpeado para que derramara la sangre que todos los hombres debían a la diosa, pero lo había hecho de manera mucho más violenta de lo que el ritual prescribía.

«Ra-hod hedal Liadon», cantaban las sacerdotisas en la cámara abovedada, rematando el lamento con una nota sostenida y aguda. Y al cabo de un momento oyó la clara voz de Shiel que comenzaba los versos de la antífona de la invocación vespertina.

En aquel lugar había una cierta paz, pensó Jaelle, la placidez necesaria para los rituales, incluso en aquellos tenebrosos días.

La puerta de su habitación se abrió de golpe y Leila apareció en el umbral.

-¿Qué estás haciendo? -exclamó Jaelle-. Leila, deberías estar en la cúpula con…

Se interrumpió. Los ojos de la joven estaban muy abiertos, con la mirada perdida en el vacío. Leila empezó a hablar con voz monocorde, como en trance.

-Han hecho sonar el cuerno -dijo-. Durante la batalla. Ahora él cabalga por el cielo, sobre el río. Finn. Y los reyes. Veo a Owein en el cielo. Está blandiendo una espada. Finn está blandiendo una espada. Ellos están, ellos están…

Tenía el rostro blanco como la tiza y los dedos se aferraban tenazmente a los costados.

Emitió un débil gemido.

-Están matando -dijo-. Están matando a los svarts y a los urgachs. Finn está bañado en sangre. Demasiada sangre. Y ahora Owein está, está…

Jaelle vio que los ojos de la muchacha llameaban y se abrían aún más; se sintió invadida por el terror y su corazón se estremeció.

Leila gritó.

-¡Finn, no, no! ¡Deténlo! ¡Están matando a los nuestros!

Gritó otra vez, sin decir palabra alguna, se tambaleó y cayó enterrando el rostro en el regazo de Jaelle, abrazándose con desesperación a la sacerdotisa mientras todo su cuerpo se sacudía convulsivamente.

Bajo la cúpula los cantos habían cesado. Se oían pasos apresurados en el corredor.

Jaelle abrazó a la joven con todas sus fuerzas; Leila se debatía con furia y la suma sacerdotisa tenía verdadero temor de que intentara hacerse daño.

-¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?

Levantó el rostro y vio a Sharra de Cathal en la puerta.

-La batalla -murmuró, luchando por sostener a Leila mientras ella misma era sacudida por la fuerza de los sollozos de la muchacha-. La Caza. Owein. Ella está sintonizada con…

Y entonces todas oyeron la voz:

-¡Rey del Cielo, envaina la espada! ¡Yo te lo ordeno!

Parecía provenir de ningún lado y de todos a la vez; era una voz clara, fría, imperativa.

Las violentas convulsiones de Leila cesaron. Permaneció entre los brazos de Jaelle.

Todas estaban muy quietas: las tres mujeres en la habitación y las demás en el corredor.

Esperaban. A Jaelle le costaba incluso respirar. Sus manos acariciaban de forma maquinal los cabellos de Leila, cuya túnica estaba empapada de sudor.

-¿Qué ocurre? -susurró Sharra de Carhal, y su voz resonó en el silencio-. ¿Quién ha hablado?

Jaelle sintió que Leila exhalaba un suspiro estremecido. La muchacha, que sólo contaba quince años, levantó de nuevo la cabeza. Tenía el rostro congestionado y los cabellos revueltos.

-Ha sido Ceinwen. Ha sido Ceinwen, suma sacerdotisa.

Su voz estaba preñada de asombro, el asombro propio de una criatura.

-¿Ella? ¿Realmente ha sido ella? -dijo Sharra.

Jaelle miró a la princesa, que pese a su juventud había tenido que asumir el mando y que por eso conocía los limites que el Tejedor imponía a los dioses.

Leila miró también a Sharra. Sus ojos habían recobrado el estado normal y parecían muy jóvenes. Asintió con expresión segura.

-Era su voz.

Jaelle sacudió la cabeza. Sabia que el celoso panteón de diosas y dioses exigiría un precio por lo sucedido. Pero eso, desde luego, no le concernía. Y sin embargo, había otra cosa que si le concernía.

-Leila -dijo-, estás en peligro. La Caza es un poder salvaje, el más salvaje de todos.

Debes intentar romper el vinculo con Finn, criatura. Es un vinculo mortal.

Tenía sus propios poderes y sabia cuándo su voz hablaba por alguien más que por ella misma. Era la suma sacerdotisa y estaba en el templo de Dana.

Leila, arrodillada todavía en el suelo, la miró. Mecánícamente, Jaelle se inclinó para apartarle un mechón de cabellos de su pálido rostro.

-No puedo -dijo Leila en voz muy baja.

Sólo Sharra, que estaba a su lado, pudo oírla.

-No puedo romperlo. Pero no importa. No volverán a llamarla, no se atreverán, pues, si lo hacen, no habrá forma de detenerlos. Ceinwen no intercederá una segunda vez. Se ha marchado, suma sacerdotisa, ha emprendido el Más Largo Camino entre las estrellas.

Jaelle la miró durante un buen rato. Sharra se acerco más y puso su mano sobre el hombro de Leila. El mechón de cabellos le cubrió de nuevo el rostro y la sacerdotisa se lo volvió a apartar.

Alguien había regresado a la cúpula, y las campanas estaban tañendo.

Jaelle se puso en pie.

-Vámonos -dijo-. Las invocaciones aún no han acabado. Las acabaremos todas juntas.

Vamos.

Las precedió a lo largo del corredor hasta la cámara del hacha. Sin embargo, por encima de los cánticos, no cesaba de oír otra voz en el interior de su mente. Es un vínculo mortal.

Era su voz, y más que su voz. Era la suya y la de la diosa.

Eso significaba, siempre, que lo que había dicho era muy cierto.

Capítulo 2

A la mañana siguiente, en la hora gris que precede al alba, el Prydwen se enfrentaba con el Traficante de Almas en alta mar. Y a aquella misma hora, en la Llanura, Dave Martyniuk se despertaba solo sobre el túmulo de muertos, cerca de Celidon.

No era, nunca lo había sido, un hombre sutil, pero no se necesitaba especial sutileza para aprehender el significado de la presencia de Ceinwen debajo y encima de él en aquella noche pasada sobre la verde yerba teñida de plata. Al principio había sentido un temor reverencial y una humildad entumecedora, pero sólo al principio y no durante demasiado tiempo. En la cegadora e instintiva afirmación de sí mismo al hacer el amor, Dave había buscado y encontrado una reafirmación de la vida, de su vida, después de la terrible carnicería en la que había participado junto al río.

Recordaba vívidamente un estanque iluminado por la luna en el bosquecillo de Faelinn, hacía un año. Recordaba cómo el ciervo matado por la flecha de Ceinwen se había dividido en dos, se había levantado, había inclinado la cabeza ante la Cazadora y se había alejado de la propia muerte.

Ahora tenía otro recuerdo. Intuía que la diosa había compartido con él -había engendrado en él- el imperativo deseo de la noche pasada para reafirmar la inapelable presencia de la vida en un mundo asediado por la Oscuridad. Y sospechaba que ésa era la razón de los regalos que le había hecho: la vida, en Faelinn aquella primera vez, luego el Cuerno de Owein, y por último el ofrecimiento de su divina persona para aliviarle el dolor.

No se equivocaba al pensarlo, pero había algo más complejo en el comportamiento de Ceinwen, aunque ni siquiera el más sutil de los espíritus mortales hubiera podido aprehenderlo. Todo sucedía como debía suceder, como, desde luego, había sucedido siempre. Macha lo sabía, y la Roja Nemain también, y sobre todo Dana, la Madre. Los dioses lo adivinaban quizás, y también algunos de los andains, pero las diosas lo sabían.

El sol se levantó. Dave se incorporó y miró en torno, bajo un cielo resplandeciente. No había nubes y era una hermosa mañana. A poco más de un kilómetro al norte brillaba el Adein y en sus bancales se movían hombres y animales. Al este, un poco más lejos, podía adivinar las piedras que se alzaban en torno a Celidon, el centro de la Llanura, el hogar de la primera tribu de los dalreis y el lugar de reunión de todas las tribus. También allí se distinguían señales de vida y movimiento.

Pero, ¿quiénes y cuántos?

«No todos tienen que morir», le había dicho hacía un año Ceinwen, y la noche pasada se lo había repetido. No todos, quizás, pero la batalla había sido brutal, sangrienta, y habían muerto muchos hombres.

Se sentía cambiado por los acontecimientos del día anterior, pero en cierto sentido seguía siendo el mismo de siempre; por eso sentía que un nudo le atenazaba el estómago mientras se alejaba del túmulo y se encaminaba hacia los bancales.

¿Quiénes? ¿Y cuántos? Habían reinado tal caos y tal sangrienta confusión: los lobos, la llegada de los lios, la prole de Avaia en un cielo oscurecido, y luego, después de que hiciera sonar el cuerno, había aparecido algo más, algo salvaje. Owein y los reyes. Y el niño. Trayendo y encarnando la muerte. Apresuró el paso hasta la carrera. ¿Quiénes?

La pregunta fue respondida parcialmente y de pronto se detuvo, debilitado por una sensación de alivio. Del grupo de hombres que había junto al Adein se destacaron dos caballos, uno gris oscuro, el otro marrón, casi dorado, y avanzaron al galope hacia él, quien los reconoció al instante.

También reconoció a los jinetes. Los caballos se precipitaron hacia él como el trueno y los dos jinetes saltaron de sus monturas casi sin detenerlas, con el temerario estilo habitual en los dalreis. Y Dave se encontró frente a frente con los hombres que se habían convertido en sus hermanos una noche en el bosque de Pendaran.

Los tres, cada uno a su manera, dieron muestras de alegría y alivio, pero no se abrazaron.

-¿Ivor? -se limitó a preguntar Dave.

-Está bien -dijo Levon con tranquilidad-. Con algunas heridas, pero leves.

Dave vio que también Levon tenía una profunda cuchillada en la sien que le llegaba hasta los rubios cabellos.

-Encontramos tu hacha -explicó Levon-. Junto a los bancales del río. Pero nadie te había visto desde que…, desde que hicieras sonar el cuerno, Davor.

Dave inspiró aire y lo espiró lentamente.

-Ceinwen -dijo-. ¿No oísteis su voz?

Los dos dalreis asintieron sin decir palabra.

-Detuvo a la Caza -dijo Dave- y luego… me llevó lejos. Cuando desperté estaba a mi lado y me dijo que había reunido.., a los muertos.

No les dijo nada más. El resto de la historia sólo le pertenecía a él: no la podía contar.

Vio que Levon, rápido como siempre, miraba por encima de él hacia el túmulo, y luego Torc hizo lo mismo. Se hizo un largo silencio. Dave sentía la frescura de la brisa matutina que agitaba las altas yerbas de la Llanura. Luego, con el corazón encogido, vio que Torc, siempre tan contenido, estaba llorando en silencio mientras miraba el túmulo de los muertos.

-Demasiados -murmuró Torc-. Mataron a demasiados de los nuestros, de los lios…

-Mabon de Rhoden fue herido gravemente en el hombro -dijo Levon-. Lo atacó uno de los cisnes.

Mabon, recordó Dave, le había salvado la vida dos días antes, cuando Avaia había descendido de los cielos como un rayo de muerte. Tragó saliva y dijo con dificultad:

-Torc, vi a Barth y a Navon, a los dos. Estaban…

Torc asintió con esfuerzo.

-Ya lo sé. Yo también los vi; a los dos.

Dave estaba pensando en aquellos dos niños en el bosque. Barth y Navon, que murieron con sólo catorce años, eran los niños que él y Torc habían vigilado en el bosquecillo de Faelinn la primera noche que Dave había pasado en Fionavar. Los habían vigilado y los habían salvado de un urgach, para que ahora ambos…

-Fue el urgach de blanco -dijo Dave sintiendo en su boca la amargura de la hiel-. Aquel tan grande. Los mató a los dos de un solo golpe.

-Uathach. -Levon casi escupió el nombre-. Oí cómo lo llamaban los demás. Traté de alcanzarlo, pero no pude…

-¡No! Eso no, Levon -lo interrumpió Torc con una voz ferozmente tensa-. Nunca solo.

Les haremos frente porque es nuestro deber, pero prométeme que no lo perseguirás nunca estando solo. Es más que un urgach.

Levon permanecía callado.

-¡Prométemelo! -repitió Torc encarándose con el hijo del aven, los ojos aún brillantes por las lágrimas-. Es demasiado grande, demasiado rápido, y algo más que ambas cosas.

¡Prométemelo!

Pasó un buen rato antes de que Levon contestara.

-Sólo a vosotros podría prometéroslo. Entendedlo. Tenéis mi palabra.

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