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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (54 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Nunca, nunca supo qué le hizo levantar los ojos.

Vio un cisne negro que se precipitaba desde el cielo. Sin emitir ruido alguno, como un terror surgido de pronto del cielo, tendía las afiladas garras hacia Jennifer. El blanco Avaia, la putrefacta muerte de los aires, volvía a reclamar su víctima por segunda vez.

Paul exhaló un grito de alerta con todas las fuerzas de sus pulmones y se lanzó en enloquecida carrera para salvar la distancia que lo separaba de Jennifer. El cisne era un negro proyectil lanzado hacia abajo a toda velocidad. Jennifer se volvió al oírlo gritar y miró hacia arriba. Lo vio, pero ni siquiera parpadeó; agarró con fuerza la pequeña daga que le habían dado. Paul corría como nunca había corrido en su vida. Se le escapó un sollozo. ¡Demasiado lejos! Estaba demasiado lejos de ella. Trató de llegar; intentaba alcanzar más velocidad, algo más, algo. Un hedor de carne llenó los aires, junto con un chillido estridente de triunfo. Jennifer levantó la daga. A cinco metros, Paul tropezó, cayó, se oyó a si mismo gritando el nombre de ella, vislumbró los afilados dientes del cisne…

Y vio que Avaia, con los dientes a tres metros de la cabeza de Jennifer, era reducido a un amasijo de plumas por un rojo cometa que había aparecido en el cielo. Un cometa viviente que se había materializado misteriosamente para interceptar la trayectoria del cisne a velocidad cegadora. Un cuerno como una hoja de cuchillo embistió el pecho de Avaia y una espada lo hirió en la cabeza. El cisne negro soltó tal alarido de dolor y terror que lo oyeron hasta en la llanura.

Cayó, gritando todavía, a los pies de la mujer. Y Ginebra se le acercó sin titubear y contempló a la criatura que la había entregado a Maugrim.

Permaneció quieta un momento; luego clavó el cuchillo en la garganta de Avaia y los alaridos cesaron: Lauriel el Blanco había sido vengado al cabo de mil años.

El silencio que reinaba en la colina era abrumador. Incluso la algarabía de la batalla parecía haber remitido. Paul contemplaba, todos contemplaban llenos de pavoroso respeto cómo Gereint, el anciano chamán ciego, saltaba con cuidado a tierra para dejar que Tabor dan Ivor cabalgara solo sobre la alada criatura. Los dos parecían extrañamente lejanos pese a la gente que los rodeaba; la espada de él estaba ensangrentada, y también lo estaba el mortal y resplandeciente cuerno de ella.

El chamán permanecía muy quieto con la cabeza un poco levantada como si escuchara algo. Olfateaba el aire, que estaba infestado del putrefacto hedor del cisne.

-¡Puaf! -exclamó Gereint escupiendo a sus pies.

-Está muerto, chamán -dijo despacio Paul. Luego espero.

Los ojos sin vista de Gereint se dirigieron certeramente adonde estaba Paul.

-¿Dos Veces Nacido? -preguntó el anciano.

-Si -dijo Paul.

Y acercándose abrazó por primera vez al venerable anciano ciego que había enviado su alma lejos para reunirse con la suya en la tenebrosa inmensidad del océano.

Luego Paul se apartó. Gereinr se volvió, con misteriosa precisión, hacia donde estaba Kim, callada, sin dejar de llorar. El chamán y la vidente se encontraron frente a frente sin pronunciar palabra. Kim cerró los ojos, sollozando todavía.

-Lo siento -dijo en tono angustiado-. Oh, Tabor, lo siento mucho.

Paul no lo entendió. Vio que Loren Manto de Plata erguía con presteza la cabeza.

-¿Era ése, Gereint? -preguntó Tabor con voz extrañamente tranquila-. ¿Era ése el cisne que viste?

-¡Oh, criatura! -susurró el chamán-. ¡Por el amor que te tengo a ti y a tu familia, desearía que así fuera!

Loren se había vuelto ahora por completo y escrutaba al norte.

-¡El Tejedor en el Telar! -gritó.

Entonces, también los otros vieron la pavorosa sombra, oyeron un inmenso y atronador ruido y sintieron la poderosa ráfaga de viento que se había levantado.

Jaelle apretó el brazo de Paul. El sintió el apretón, pero sólo tenía ojos para Kim mientras contemplaba cómo las sombras se cernían sobre ellos. Por fin entendió el sufrimiento de ella, que se convirtió en su propio sufrimiento. Pero no podía hacer nada, no podía hacer absolutamente nada. Vio que Tabor levantaba la vista. Los ojos del muchacho parecían desmesuradamente abiertos. Acarició la gloriosa criatura que montaba, y ésta extendió las alas y se remontó por el cielo.

Le habían ordenado que permaneciera con las mujeres y niños en el recodo de tierra al este del Latham, para protegerlos en caso de que fuera necesario. Tabor sabia que era por su bien tanto como por el bien de los demás: su padre intentaba impedir que abandonara el mundo de los hombres, cosa que parecía suceder cada vez que cabalgaba sobre Imraith-Nimphais.

Pero Gereint lo había llamado. Medio dormido en la hora gris que precede al alba, ante la casa del chamán, Tabor escuchó las palabras de Gereint y todo cambió.

-Criatura -dijo el chamán-, Cernan me ha enviado una visión tan clara como cuando se me apareció para anunciarme tu ayuno. Temo que tengamos que volar. Hijo de Ivor, tienes que estar en Andarien antes de que el Sol llegue a su punto más alto.

A Tabor le pareció como si una elusiva música sonara en algún lugar entre la niebla gris que todo lo cubría antes de la salida del Sol. Su madre y su hermana estaban con él, despertadas por el mismo muchacho con el que Gereint le había enviado el mensaje. Miró a su madre, tratando de explicar, de pedir perdón.

Y vio que no era necesario. No con Leith.

Le había traído la espada de la casa. Tabor no pudo adivinar cómo había podido caer en la cuenta. Se la tendió y él la cogió. Los ojos de su madre estaban secos. Su padre era siempre el único que lloraba.

Con tranquila y segura voz, su madre le dijo:

-Vas a hacer lo que debes, y tu padre así lo entenderá, puesto que el mensaje ha venido del dios. Entreteje espléndidamente por los dalteis, hijo mio, tráelos de vuelta al hogar.

«Tráelos de vuelta al hogar.» Tabor no podía articular palabra. Por doquier, de forma cada vez más clara, oía la extraña música que lo llamaba desde muy lejos.

Miró a su hermana. Liane sí estaba llorando, y la compadeció. Sabía que había sufrido mucho en Gwen Ystrat la noche en que Liadon murió. Y en aquellos días era aún más vulnerable. Quizás lo había sido siempre y sólo ahora caía él en la cuenta de que lo era.

Ya no importaba demasiado, ya no. En silencio, puesto que era difícil hablar, le tendió la espada y levantó los brazos.

Arrodillada, su hermana le ciñó la espada según la antigua tradición. Tampoco dijo nada. Cuando hubo acabado, él la besó y luego a su madre. Leith lo mantuvo estrechamente abrazado unos momentos y después lo dejó ir. El se apartó un poco de ellas.

La música se había desvanecido. El cielo estaba más brillante por el este, sobre la sierra de Carnevon, al pie de cuyas amenazadoras sombras estaban. Tabor miró en torno el callado y durmiente campamento.

Luego cerró los ojos, y dentro de si mismo, sin palabras, dijo: ¡Bienamada!

Y antes casi de que formulara el pensamiento, oyó que la voz de su sueño, que era la voz de su alma, respondía: ¡Aquí estoy! ¿Quieres que volemos?

Abrió los ojos. Ella apareció en el cielo, más gloriosa de lo que recordaba su más íntimo conocimiento. Cada vez que aparecía, estaba más resplandeciente y su cuerno era más luminoso. Su corazón saltó de gozo al verla y al contemplar con cuánta gracilidad tomaba tierra a su lado.

Creo que debemos hacerlo, le respondió él, acercándose para acariciarle las magnificas crines rojas. Ella inclinó la cabeza y apoyó un momento el cuerno sobre el hombro de él. Creo que ha llegado el momento para el que nos entregamos uno al otro.

Siempre nos tendremos uno al otro, le dijo ella. ¡Vamos, te llevaré hacia la salida del Sol!

Sonrió ligeramente ante la impaciencia de ella, pero enseguida se desvaneció su indulgente sonrisa, al sentir que idéntica exaltación se apoderaba también de él. Montó sobre Imraith-Nimphais, y, al tiempo de hacerlo, ella desplegó las alas.

Espera, le dijo con la última voluntad de autodominio que le quedaba.

Se volvió. Su madre y su hermana tenían los ojos clavados en él. Leirh no había visto hasta entonces la alada criatura, y algo en lo más íntimo de Tabor se dolió al ver el pavor pintado en su rostro. Una madre, pensó, no debería sentir pavor de su hijo. Pero muy pronto otros pensamientos parecieron abrumarlo desde muy lejos.

El cielo estaba ahora bastante más luminoso. La niebla se estaba levantando. Miró a Gereint, que esperaba pacientemente, sin decir nada. Tabor le dijo:

-Tú conoces su nombre, chamán. Tú conoces los nombres de todos los tótemes, incluso el de éste. Te llevará si así lo quieres. ¿Te gustaría volar con nosotros?

Y Gereint, tan imperturbable como siempre, le dijo con toda tranquilidad:

-No me hubiera atrevido a pedírtelo, pero hay muchas razones que me empujan a ir allí. Sí, iré contigo. Ayúdame a montar.

Sin necesidad de que se lo indicaran, Imraith-Nimphais se acercó al frágil y marchito chamán. Se quedó muy quieta mientras Tabor se inclinaba para tenderle una mano y Liane se acercaba para ayudar a Gereint a subir a la grupa de Tabor.

Luego pareció que ya no había nada más que decir, ni tampoco tiempo para hacerlo, aunque hubieran querido decir algo. Mentalmente Tabor le dijo a la criatura de su sueño: Volemos, amor mio. Y con la misma velocidad que el pensamiento, se encontraron en el cielo, volando hacia el norte, mientras el Sol de la mañana surgía a la derecha.

Detrás -Tabor lo sabia sin tener que mirar-, su madre debía de estar muy quieta, erguida, con los ojos secos, estrechando entre sus brazos a su hermana, contemplando cómo su hijo menor se alejaba volando de ella.

Ése había sido su último pensamiento, la última imagen clara del mundo de los hombres, mientras a través de la mañana se alejaban a toda velocidad sobrevolando la anchurosa Llanura, siguiendo al Sol hacia el escenario de la guerra.

Allí habían llegado por fin a tiempo, cuando el Sol estaba ya alto y comenzaba a descender hacia el oeste. Habían llegado y Tabor había visto una espantosa cosa negra, un monstruoso cisne que se precipitaba desde el cielo, y había desenvainado la espada, mientras Imraith-Nimphais, gloriosa y mortífera, ganaba velocidad; se habían lanzado contra el cisne y le habían causado a la vez dos heridas mortales, con la espada y con el cuerno.

Cuando todo hubo acabado, Tabor había sentido, como cada vez que volaban y mataban, que el equilibrio de su alma se alejaba más que nunca del mundo en que se movía la gente que los rodeaba.

Gereint bajó, sin ayuda alguna, y, de este modo, Tabor e Imraith-Nimphais quedaron solos entre aquellos hombres y mujeres, a algunos de los cuales conocían ya. Vio la oscura sangre que manchaba el cuerno de su criatura y oyó que ella le decía cuando estaba a punto de formular el mismo pensamiento: Sólo uno para el otro hasta el final.

Y entonces, un instante después, oyó el grito de Manto de Plata y se volvió para mirar hacia el norte, por encima de la algarabía de la batalla en la que estaban luchando su padre y su hermano.

Miró, vio la sombra, sintió el viento, y se dio cuenta de lo que había sobrevenido allí, ahora, al final, y supo en aquel preciso momento por qué había soñado a su criatura y comprendió que el fin se cernía sobre ellos.

No dudó ni se despidió de nadie. Ya estaba demasiado lejos para hacer tales cosas.

Movió un poco las manos e Imraith-Nimphais ascendió de un salto por el cielo para enfrentarse con el Dragón..

El Dragón de Rakoth Maugrim que cubría el cielo de Andarien.

Hacía mil años, todavía era muy joven para volar, sus alas eran tan débiles que no podían sostener el peso de su cuerpo. El más secreto, el más terrible de los malévolos designios de Maugrim, había sido otra víctima de la inoportuna premura con la que el Desenmarañador había desencadenado el Bael Rangat, pues el Dragón no había podido tomar parte en la guerra.

Había permanecido escondido en una vasta cámara subterránea en las entrañas de Starkadh, y cuando hubo llegado el final y el ejército de la Luz se hubo abierto paso hacia el norte, Rakoth lo había enviado lejos, volando torpe y entumecidamente, para que se refugiara en el Hielo, la región más septentrional, a la que no llegaría ningún ser humano.

Desde muy lejos lo habían visto los lios alfar y los hombres de vista más aguda, pero estaban demasiado lejos para poder distinguirlo bien y darse cuenta de lo que era. Se habían relatado sobre él cuentos que se habían convertido en leyendas, en temas de tapices y pesadillas infantiles.

Había sobrevivido, alimentado, durante los largos e inacabables años de prisión del Desenmarañador, por Fordaetha, la reina de Rúk, en su Palacio de Hielo, en los páramos.

Poco a poco, mientras iban pasando años y siglos, sus alas se fueron haciendo fuertes.

Comenzó a volar en jornadas cada vez más largas, en aquella inmensidad vasta y virgen en el techo del mundo.

Aprendió a volar. Y luego aprendió a aprovechar y a lanzar lejos el fuego derretido de sus pulmones, aprendió a enviar amenazadoras lenguas de llamas que se elevaban entre el blanco frío, por encima de los enormes témpanos que chocaban y se estrellaban sin cesar unos con otros.

Volaba más y más lejos, batiendo con las alas el gélido aire, iluminando horripilantemente con las llamas de su aliento el cielo nocturno sobre el Hielo, donde nadie podía verlo a excepción de la reina de Rúk desde sus heladas torres.

Volaba tan alto que a veces podía ver, más allá del muro de los glaciares, más allá de la titánica prisión cubierta de nubes del Rangat, las verdes tierras que se extendían hacia el sur. Era todo lo que Fordaetha podía hacer para retener al Dragón, mientras la guadaña del tiempo empujaba incluso a las estrellas a adoptar nuevos y diferentes dibujos.

Y lo retuvo, puesto que reinaba con plenos poderes sobre aquel helado reino, hasta que un día llegó un mensajero de parte de Galadan, el señor de los Lobos, y el mensaje decía que Rakoth Maugrim estaba libre y que la negra fortaleza de Starkadh había sido levantada de nuevo.

Sólo entonces ella permitió que se marchara al sur. Y así lo hizo el Dragón, aterrizando en un espacio especialmente preparado al norte de Starkadh, donde lo esperaba Rakorh Maugrim. Y el Desenmarañador soltó una tremenda carcajada al ver cómo había crecido la más poderosa criatura de su odio.

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