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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (5 page)

BOOK: Sortilegio
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Mientras iba conduciendo hacia el Norte repasaba los recuerdos que tenía de Mimi y de aquella casa. A ésta la recordaba sustancialmente más grande que la que sus padres tenían en Bristol; y más oscura. Una casa que no se había pintado desde la inundación, una casa rancia; una casa de luto. Y cuanto más recordaba, más melancólica se ponía.

En el libro de cuentos de su cabeza aquel viaje a la Gasa de Mimi era un regreso al fango de la infancia; un recordatorio no de años dichosos y despreocupados, sino de un estrecho estado de ansiedad del cual la edad adulta le había liberado. Y Liverpool había sido la metrópoli de aquel estado; una ciudad de crepúsculo perpetuo donde el aire olía a humo frío y a un río aún más frío. Cuando pensaba en ello volvía a ser una niña, y la asustaban los sueños.

Naturalmente hacía años que le había restado importancia a aquellos temores. Allí estaba ella, al volante del coche, perfectamente dueña de sí misma y conduciendo por el carril rápido con el sol dándole en la cara. ¿Qué poder tendrían ahora sobre ella aquellas ansiedades? Sin embargo, mientras conducía se encontró a sí misma recurriendo a los recuerdos de su vida presente, como talismanes capaces de mantener aquella ciudad a raya.

Pensó en el estudio que había dejado en Londres, y en los cacharros de cerámica que había dispuesto para barnizar y cocer cuando —dentro de muy poco tiempo— regresara. Recordó a Finnegan, y a la cena de coqueteo que habían tomado juntos hacía dos noches. Pensó en sus amigos, una docena de personas enérgicas, versátiles, a cualquiera de los cuales confiaría la vida y la cordura. Utilizando esta claridad como arma, lo más probable es que pudiera volver a recorrer los senderos de su infancia y permanecer inmaculada. Ahora viajaba por una autopista más ancha y brillante.

Pero los recuerdos seguían siendo potentes.

Algunos, como la imagen que tenía de Mimi y de la casa, eran recuerdos que ya la habían asaltado antes. Uno en particular, no obstante, emergió de algún oculto nicho en el interior de su cabeza, uno que no la había vuelto a visitar desde el día en que ella lo confinara allí.

El episodio no acudió, como hacían otros muchos, pieza a pieza. Resplandeció ante ella todo de una vez, con una claridad pasmosa...

Suzanna tenía seis años. Ella y su madre estaban en casa de Mimi, y era noviembre —¿no lo era siempre?—, un noviembre monótono y frío. Había ido a hacer una de las raras visitas a la abuelita, una obligación de la que su padre siempre había estado exento.

Ahora vio a Mimi sentada en un sillón cerca de un fuego que apenas calentaba el hollín de la chimenea. Tenía el rostro —agriado y triste hasta rayar la tragedia— muy pálido a causa de los polvos, las cejas meticulosamente depiladas y los ojos brillantes incluso a la austera luz que penetraba a través de las cortinas de encaje.

Habló; y aquellas suaves sílabas ahogaron el estruendo de la autopista.

«Suzanna... —Se puso a escuchar aquella voz que se dirigía a ella desde el pasado—. Tengo una cosa para ti.»

El corazón de la niña se cayó de su lugar y le retumbó en el estómago.

«Da las gracias, Suzie», le reprendió su madre.

La niña obedeció.

«Está arriba —dijo Mimi—, en mi habitación. Puedes ir a buscarlo tú sola, ¿verdad? Está envuelto, al fondo del armario.»

«Ve, Suzie. —Sintió en el brazo la mano de su madre, que la empujaba hacia la puerta—. Anda, date prisa.»

Suzanna le echó una rápida mirada a su madre, y luego otra a Mimi. No obtendría misericordia de ninguna de las dos; entre ambas la harían subir por aquellas escaleras, y ningún tipo de protesta conseguiría ablandarlas. Salió de la habitación y se dirigió hacia las escaleras. Desde abajo aparecían ante ella como una montaña; y la oscuridad en que se hallaba la cima le daba un terror que ella se esforzó por no tomar en consideración. En cualquier otra casa no se habría sentido tan temerosa. Pero aquélla era la casa de Mimi.

Comenzó a subir sujetándose a la barandilla con una mano, convencida de que algo terrible le aguardaba en cada peldaño. Pero llegó hasta arriba sin ser devorada, y cruzo el rellano hacia el dormitorio de su abuela.

Los cortinajes estaban apenas abiertos; la escasa luz que entraba a su través tenía el mismo color que la piedra vieja. Se oía el tic-tac del reloj que había sobre la repisa dé la chimenea, cuatro veces más lento que el pulso de Suzanna. En la pared, por encima del reloj y contemplando desde arriba toda la longitud de aquella cama de alto cabezal, se hallaba colgado el retrato oval de un hombre que llevaba un traje abotonado hasta el cuello. Y a la izquierda de la repisa de la chimenea, al otro lado de la alfombra que amortiguaba el sonido de los pasos de Suzanna, estaba el armario que era dos veces más alto que ella, incluso más.

Se acercó rápidamente al mueble, decidida —ahora que ya se encontraba en la habitación— a llevar a cabo aquella hazaña y a marcharse de allí antes de que el tic-tac del reloj se saliera con la suya y le obligase a disminuir la velocidad del corazón hasta conseguir que se le detuviera.

Empinándose un poco, hizo girar el helado picaporte. La puerta se abrió unos centímetros. De dentro emanaba un olor a bolas de naftalina, a cuero de zapatos y a agua de lavanda. Haciendo caso omiso de los vestidos que colgaban en las sombras, Suzanna metió la mano entre las cajas y el papel de tela del fondo del alto armario con la esperanza de tropezarse con el regalo.

Con las prisas abrió la puerta de par en par, y algo que tenía unos ojos salvajes salió tambaleándose de la oscuridad hacia ella. Suzanna gritó. Aquella cosa se burló de ella, devolviéndole el grito en la cara. Luego Suzanna echó a correr hacia la puerta, tropezándose con la alfombra en la escapada antes de lanzarse violentamente escaleras abajo. Su madre estaba en el pasillo.

—¿Qué pasa, Suzie?

No había palabras para contarlo. En lugar de eso se arrojó en los brazos de su madre —aunque, como siempre, hubo un momento en que éstos parecieron titubear antes de decidirse a abrazarla—, y sumida en llanto le dijo que se quería ir a casa. No hubo manera de calmarla, ni siquiera después de que Mimi subiera al piso de arriba y regresara diciendo algo acerca del espejo de la puerta del armario.

Habían salido de la casa poco después, y, por lo que podía recordar ahora, Suzanna nunca había vuelto a entrar en la habitación de Mimi. Y en cuanto al regalo, nunca se había vuelto a mencionar.

Aquello no era más que el esqueleto del recuerdo, pero había mucho más: perfumes, sonidos, ciertos matices de luz... que recubrían de carne aquel esqueleto. El incidente, una vez exhumado, tenía más autoridad que otros sucesos tanto más recientes como ostensiblemente más significativos. Ella no podía conjurar ahora —ni lo haría nunca, sospechaba— el rostro del muchacho al que había entregado su virginidad, pero podía recordar el olor del armario de Mimi como si aún lo tuviera en los pulmones.

La memoria es algo muy extraño.

Y aún más extraña era la carta a causa de la cual estaba haciendo aquel viaje.

Era la primera misiva que había recibido de su abuela en más de una década. Un hecho como ése habría sido suficiente para hacerla dejar el estudio abandonado y acudir. Pero el mensaje en sí, unos garabatos largos y delgados en una cuartilla de papel de correo aéreo, le había hecho apresurarse más. Había salido de Londres en cuanto le llegó el aviso, como si hubiera conocido y querido a la mujer que lo había escrito durante medio centenar de años.

«Suzanna», comenzaba la carta. Ni «Querida» ni «Queridísima». Simplemente:

Suzanna:

Perdona mi mala letra. En estos momentos me encuentro enferma. Me siento muy débil unos ratos, aunque otros no tanto. ¿Quién sabe cómo me sentiré mañana?

Por eso te escribo ahora, Suzanna, porque temo lo que pueda ocurrir.

¿Quieres venir a verme, a casa? Creo que tenemos mucho de que hablar. Cosas que yo no deseaba decir, pero que ahora tengo que decir.

Nada de esto tendrá mucho sentido para ti, ya lo sé, pero no puedo mostrarme clara, al menos por carta. Hay buenas razones para ello.

Haz el favor de venir. Las cosas son muy diferentes de como yo creía que serían. Podemos hablar del modo en que tendríamos que haber hablado hace muchos años.

Recibe mi amor, Suzanna,

Mimi

La carta era como un lago a mediados de verano. La superficie plácida, pero, ¿y debajo? Había una oscuridad tan grande... «Las cosas son muy diferentes de como yo creía que serían», le había escrito Mimi. ¿A qué se refería su abuela? ¿A que la vida pasaba demasiado pronto y su juventud, iluminada por el sol, no había contenido indicio alguno de cuan amarga sería la mortalidad?

La carta le había llegado con retraso, más de una semana, a causa de las anomalías del servicio de Correos. Cuando, al recibirla, Suzanna había decidido llamar a casa de Mimi, sólo había obtenido la señal de que aquel número estaba desconectado. Dejando a medias los cacharros que estaba fabricando, había hecho apresuradamente la maleta y se había puesto a conducir hacia el Norte.

2

Se fue derecha a la calle Rué, pero el número dieciocho estaba vacío. El dieciséis también se encontraba abandonado, pero en la casa siguiente una mujer de tez rojiza llamada Violet Pumphrey fue capaz de ofrecerle alguna explicación. Mimi había caído enferma unos días antes, y ahora se hallaba en el «Sefton General Hospital», a las puertas de la muerte. Los acreedores, entre los que se contaban las compañías de gas, de electricidad y el Ayuntamiento, además de una docena de tenderos de alimentos y bebidas, habían dado inmediatamente los pasos oportunos para reclamar alguna compensación.

—Se han comportado igual que buitres —dijo la señora Pumphrey—, y eso que ni siquiera está muerta. Es una vergüenza. Ahí estaban, llevándose todo aquello sobre lo que podían poner las manos. Fíjese, su abuela era una mujer difícil. Espero que no le importe que le hable con claridad, ¿verdad, querida? Pero lo era. Se pasaba la mayor parte del tiempo escondida en la casa. Era como una puñetera fortaleza. Ése es el motivo por el que esperaron a que ella estuviera estirando la pata, ¿sabe? Si hubieran intentado entrar estando ella dentro, aún lo estarían sintiendo.

Suzanna se preguntó distraídamente si se habrían llevado el armario. Tras darle las gracias a la señora Pumphrey por su ayuda, volvió sobre sus pasos para echarle otro vistazo al número dieciocho —tenía el techo tan cubierto de excrementos de pájaros que parecía como si hubiera padecido su propia ventisca particular—, y luego se marchó al hospital.

3

La enfermera llevaba indiferentemente bien aquella demostración suya de compasión.

—Me temo que la señora Laschenski esté muy enferma. ¿Es usted pariente cercana?

—Soy su nieta. ¿Ha venido alguien más a verla?

—No, que yo sepa. No es que eso tenga realmente mucha importancia. Pero ha sufrido un ataque de mucha gravedad, señorita.

—Parrish. Suzanna Parrish.

—Me temo que su abuela esté inconsciente la mayor parte del tiempo.

—Comprendo.

—De modo que, por favor, no albergue usted demasiadas esperanzas.

La enfermera la condujo por un corto pasillo hasta una habitación tan silenciosa que Suzanna hubiera podido oír la caída de un pétalo. Pero no había flores. No le resultaban poco familiares aquellas habitaciones de muerte; su madre y su padre habían muerto hacía tres años con una diferencia de seis meses entre uno y otro. Reconoció el aroma y el silencio en cuanto puso el pie dentro.

—Hoy no se ha despertado —le dijo la enfermera; y luego se apartó para permitir que la visitante de Mimi se acercase a la cama.

La primera impresión de Suzanna fue que se había cometido un error colosal. Aquélla no podía ser Mimi. Aquella pobre mujer era demasiado frágil, demasiado blanca. Tenía ya la objeción en la punta de la lengua, cuando se percató de que el error era suyo. Aunque el cabello de la mujer que yacía en la cama era tan escaso que a través de él se veía brillar el cuero cabelludo y la piel de la cara le colgaba flojamente sobre los huesos como si fuera muselina húmeda, no obstante aquélla era Mimi. Despojada de toda energía, reducida por algún mal funcionamiento de nervios y músculos a aquella desagradable pasividad; pero seguía siendo Mimi.

A Suzanna le brotaron las lágrimas al ver a su abuela arropada como una niña; sólo que aquella mujer no dormía preparándose para un nuevo día, sino para una noche interminable. Había sido tan fiera, aquella mujer, y tan resuelta... Ahora toda la fuerza había desaparecido. Y para siempre.

—¿Quiere que la deje sola un rato? —le preguntó la enfermera y, sin esperar respuesta, se retiró. Suzanna se llevó una mano a la frente para sofocar las lágrimas.

Cuando volvió a mirar, la anciana estaba parpadeando e intentando abrir los ojos surcados de venas azules.

Durante un momento dio la impresión de que había enfocado con la mirada un lugar situado más allá de Suzanna. Después la mirada se agudizó, y los ojos que encontraron a Suzanna eran tan exigentes como ella los recordaba.

Mimi abrió la boca. Tenía los labios resecos a causa de la fiebre. Se pasó la lengua por ellos con pocos resultados. Completamente acobardada, Suzanna se acercó hasta el borde de la cama.

—Hola —le dijo en voz baja—. Soy yo, Suzanna. —La anciana clavó los ojos en los de Suzanna. «Ya

quién eres», decía aquella mirada—. ¿Quieres un poco de agua? —Un diminuto frunce melló la frente de Mimi—. ¿Agua? —repitió Suzanna; y de nuevo el más diminuto de los frunces fue la respuesta que obtuvo. Se comprendían la una a la otra.

Suzanna cogió la jarra de plástico que había en la mesilla, sirvió un dedo de agua en un vaso también de plástico y lo acercó a los labios de Mimi. Al hacerlo, la anciana levantó casi imperceptiblemente la mano de la crujiente sábana y le rozó el brazo a Suzanna. El contacto fue tan breve como el de una pluma, pero a Suzanna le produjo tal sobresalto que faltó poco para que dejase caer el vaso.

La respiración de Mimi se había tornado de pronto irregular, y alrededor de los ojos y de la boca le habían aparecido varios tics y tirones causados por los esfuerzos que hacía para dar forma a alguna palabra. Los ojos le ardían a causa de la frustración, pero lo más que consiguió emitir fue un gruñido gutural.

—No pasa nada —le dijo Suzanna.

La mirada de aquel rostro apergaminado rechazó semejantes tópicos.
No
, decía con los ojos, no es cierto que
no
pase nada, todo se halla muy lejos de la normalidad. La muerte está esperando ahí, a la puerta, y yo ni siquiera puedo expresar con palabras los sentimientos que tengo.

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