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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (54 page)

BOOK: Sortilegio
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Mientras conducía rebuscó en la cabeza más fragmentos de aquellos versos para tener algo nuevo que ofrecer la próxima vez. Y pequeñas rimas le acudieron desde la niñez, versos extraños que había aprendido más por la musicalidad que por el significado que tenían.

El cielo desnudo va y viene,

escupe mares y tiñe la rosa,

se pone abrigos de viento y de lluvia,

y luego, sencillamente, vuelve a quitárselos.

No se sentía más seguro ahora de lo que aquello quería decir de lo que lo había estado cuando era niño, pero los versos le acudieron a los labios como recién acuñados, seguro del ritmo y de la rima.

Algunos tenían un aguijón amargo:

La pestilencia de familias

no es una enfermedad congénita

sino unos pies que siguen allá donde el pie

que las ha precedido fue puesto.

Otros eran fragmentos de poemas que Cal, o bien había olvidado, o nunca se los habían enseñado completos. Uno en particular le venía a la cabeza una y otra vez.

¡Cómo me encantan los caballos pintos!

¡Los que más, los caballos pintos!

Éstos debían de ser los versos finales de algo, suponía Cal, pero no conseguía recordar de qué.

Había montones de fragmentos más. Estuvo recitando los versos una y otra vez mientras conducía, puliendo la manera de decirlos, poniéndoles un nuevo énfasis aquí, un nuevo ritmo allá.

No tenía ningún apuntador en el fondo de la cabeza; el poeta se había callado por completo.
¿O
sería que él y Mooney
el Loco
por fin hablaban con una sola voz?

2

Cruzó el límite con Escocia hacia las dos y media de la madrugada, y continuó conduciendo hacia el Norte mientras el paisaje se iba haciendo más montañoso y menos poblado a medida que avanzaba. Le estaba entrando hambre, y los músculos empezaban a dolerle después de tantas horas de conducir sin descanso, pero nada fuera de Armagedón le hubiera obligado a aminorar la marcha o a detenerse. A cada kilómetro se acercaba más al País de las Maravillas, en el cual una vida demasiado tiempo aplazada esperaba ser vivida.

XII. PROPÓSITO
1

Suzanna permaneció un rato largo sentada junto al cuerpo de Jerichau, pensando, aunque al tiempo se esforzaba por no pensar. Colina abajo el proceso de destejedura seguía su curso todavía; la marea de la Fuga se iba acercando a Suzanna. Pero ella no podía enfrentarse a aquella belleza, al menos de momento. Cuando los hilos empezaron a llegar a unos cincuenta metros de donde la muchacha se encontraba, ésta se retiró dejando el cuerpo de Jerichau en el lugar en que yacía.

El alba iba haciendo palidecer las nubes en lo alto. Suzanna decidió subir escalando hasta un terreno más elevado para obtener una vista desde arriba cuando se hiciera de día. Cuanto más ascendía más viento hacía; un viento crudo, del Norte. Pero valía la pena aquella tiritona, porque el promontorio sobre el que se encontraba de pie le ofrecía un magnífico panorama, y a medida que el día se fue afianzando la muchacha comprendió lo astuto que había sido Shadwell al elegir precisamente aquel valle. Estaba rodeado por todas partes por elevadas colinas cuyas laderas se hallaban por completo despojadas de cualquier tipo de edificación, por humilde que fuera. En realidad el único signo de presencia humana era el primitivo sendero que había sido más utilizado en las últimas veinticuatro horas que en toda su anterior existencia.

Fue en aquella carretera, cuando el alba por fin llenó de color las colinas, donde Suzanna vio el coche. El vehículo avanzó con dificultad por la cresta de la colina durante un breve trecho, y luego se detuvo. El conductor, minúsculo desde el lugar estratégico en que se encontraba Suzanna, salió y se puso a contemplar el valle. Parecía que la Fuga allá abajo no era visible para aquel testigo tan desenfadado, porque el conductor volvió a subir al coche inmediatamente, como si se hubiera percatado de que se había equivocado de camino. Sin embargo no se alejó de allí, como Suzanna había supuesto. En lugar de eso sacó el vehículo del sendero y lo aparcó entre los arbustos de tojo, donde quedaba fuera de la vista. Después volvió a bajar del coche y echó a andar en dirección al lugar donde ella se encontraba, siguiendo una ruta en zigzag a lo largo de la ladera de la colina sembrada de cantos rodados.

Y entonces a Suzanna le pareció que lo reconocía; confió en que la vista no la estuviera engañando, y que realmente fuese Cal quien se dirigía hacia ella.

¿La habría visto? Parecía que no, porque ahora estaba empezando a descender. Suzanna corrió un trecho para acortar la distancia entre ellos; luego se subió a una roca y desde allí empezó a hacerle señas moviendo los brazos. La señal le pasó inadvertida a Cal durante unos segundos, hasta que por casualidad miró en dirección a la muchacha. Entonces, se detuvo y se puso las manos sobre los ojos a modo de visera. A continuación comenzó a desandar lo andado y a subir por la pendiente hacia ella. Y, ¡si!,
era
Cal. Incluso entonces Suzanna temió estar confundida, hasta que el sonido de la ronca respiración de él le llegó a los oídos, y oyó también el crujido de sus talones sobre la hierba húmeda de rocío.

Cal recorrió los últimos metros que los separaban dando tumbos más que corriendo, y poco después ya se encontraba a sólo unos pasos de distancia; Suzanna corrió hacia aquellos brazos abiertos que la esperaban para abrazarlo.

Y esta vez fue ella quien dijo «Te quiero», y respondió a las sonrisas de Cal con besos y más besos.

2

Intercambiaron lo esencial de sus respectivas historias lo más rápidamente que pudieron, dejando los detalles para otra ocasión menos urgente.

—Shadwell ya no quiere vender la Fuga —le dijo Suzanna—. Quiere poseerla.

—¿Y jugar a ser el Profeta para siempre? —le preguntó Cal.

—Eso lo dudo. Supongo que dejará de fingir una vez tenga el control.

—Entonces tenemos que impedir que se
haga
con el control —le dijo Cal—. Hay que desenmascararlo.

—O sencillamente matarlo —dijo Suzanna.

Cal asintió.

—Entonces no perdamos tiempo —dijo.

Se pusieron de pie y miraron hacia abajo, hacia el mundo que ahora ocupaba todo el valle a lo largo y a lo ancho y que se extendía bajo ellos. El proceso de desteje dura aún no estaba terminado por completo; filamentos de luz avanzaban abriéndose paso lentamente entre la hierba, abriendo la flora y la fauna allá por donde pasaban.

Más allá del punto en el cual el Reino daba paso al Mundo Entretejido, la tierra prometida resplandecía. Era como si la Fuga se hubiera traído del sueño su propia estación, y tal estación fuera una perenne primavera.

Había una luz en los reverberantes árboles, en los campos y en los ríos, que no procedía de lo alto, del cielo, que se mostraba frío, sino que irrumpía de cada brote y de cada gotita. Hasta la piedra más antigua fue recreada aquel día. Como los poemas que Cal había ensayado mientras iba conduciendo. Viejas palabras, nueva magia.

—Nos está esperando —dijo Cal.

Y juntos bajaron por la colina.

OCTAVA PARTE

EL REGRESO

Estabas a punto de decirme algo, criatura, pero te interrumpiste antes de empezar.

William Congreve,

El viejo solterón

I. ESTRATEGIA

El ejército de liberación de Shadwell consistía en tres batallones principales.

El primero de ellos, que era con mucho el más grande, estaba formado por la masa de seguidores del Profeta, aquellos conversos cuyo fervor él había conseguido encender hasta lograr que adquiriera unas proporciones que rayaban con el fanatismo y cuya devoción hacia él y sus promesas de una nueva era no conocía límites. Les había advertido que se iban a producir derramamientos de sangre, y derramamiento de sangre es lo que tendrían, una gran parte de la cual sería de ellos mismos. Pero a pesar de todo se encontraban muy bien dispuestos al sacrificio; de hecho la facción más salvaje entre todos ellos, compuesta principalmente de Ye-me, la Familia cuya cabeza era la que se encontraba más excitada de todas, estaban rabiando por romper algunos huesos.

Era aquél un entusiasmo que Shadwell ya había tenido oportunidad de utilizar —aunque discretamente— cuando algunos miembros de la congregación se atrevieron a poner en duda sus sermones, y estaba dispuesto a utilizarlo de nuevo si se producía el menor signo de ablandamiento entre las filas. Desde luego, haría todo lo que estuviera en su mano por someter a la Fuga mediante la retórica, pero no se hacía demasiadas ilusiones respecto a las oportunidades de que disponía por aquel camino. Sus seguidores se habían dejado embaucar fácilmente: sus vidas en el Reino los habían sumergido tanto en medias verdades que ahora estaban dispuestos a creerse cualquier ficción si se les anunciaba como es debido. Pero los Videntes que habían permanecido en la Fuga no iban a resultar tan fáciles de engatusar. Y ahí era donde entrarían en juego las porras y las pistolas.

La segunda parte de su ejército estaba compuesta por los confederados de Hobart, miembros escogidos de la Brigada que Hobart había preparado diligentemente para un día de revolución que nunca había llegado. Shadwell les había presentado los placeres que estaban ocultos en su chaqueta, y todos ellos habían encontrado algo entre los pliegues, por lo que valiera la pena vender el alma. Y ahora componían su Élite; eran gente dispuesta a defender la persona de Shadwell hasta la muerte si así lo exigían las circunstancias.

El tercer y último batallón era menos visible que los otros dos, pero no por eso menos poderoso. Los soldados que lo componían era los hijos bastardos, los hijos e hijas de la Magdalena: una innumerable y desordenada chusma cuyo parecido con sus respectivos padres solía ser bastante remoto y cuyas naturalezas iban desde lo sutilmente lunático hasta lo descontroladamente violento. Shadwell se había asegurado de que los hermanos mantuvieran la cara bien oculta, ya que eran prueba evidente de una corrupción con la que a duras penas podía asociarse al Profeta. Pero se encontraban a la espera, escarbando entre los velos que Immacolata les había echado alrededor, y dispuestos para soltarlos si la campaña exigía terrores de aquel tipo.

Shadwell había planeado la invasión con la previsión de un Napoleón.

La primera fase, que emprendió una hora después del amanecer, era ir a la Casa de Capra para enfrentarse allí al Consejo de las Familias antes de que éste tuviese tiempo de someter la situación a debate. La aproximación se llevó a cabo como si fuese una marcha triunfal, con el coche del Profeta —cuyas ventanillas de cristales ahumados ocultaban a los pasajeros de las miradas de los curiosos— al frente de un convoy formado por una docena de vehículos. En la parte trasera del coche iba Shadwell, y sentada a su lado Immacolata. Mientras viajaban, el Profeta le ofreció su pésame por la muerte de la Magdalena.

—Estoy disgustadísimo... —le dijo en voz baja—; hemos perdido un aliado valioso.

Immacolata no dijo nada.

Shadwell sacó del bolsillo un arrugado paquete de cigarrillos y encendió uno. Aquel cigarrillo, y la manera codiciosa que el Profeta tenía de fumar, como si en cualquier momento le fueran a arrebatar el cigarrillo de los labios, quedaba completamente fuera de tono con la máscara que aquel hombre llevaba puesta.

—Creo que ambos nos damos cuenta de cómo esto cambia las cosas —continuó diciendo en tono inexpresivo.

—¿Qué es lo que cambia? —quiso saber la Hechicera.

A Shadwell le gustó sobremanera la incomodidad que se reflejaba claramente en la cara de Immacolata.

—Tú eres vulnerable —le recordó—. Ahora más que nunca. Y eso me preocupa.

—Nada va a pasarme —insistió Immacolata.

—Oh, pero podría ser que sí —la contradijo Shadwell suavemente—. No sabemos cuánta resistencia vamos a encontrarnos. Quizá sea prudente que tú te retires por completo de la Fuga.

—¡No! Quiero verlos
arder
.

—Eso es comprensible —aceptó Shadwell—. Pero vas a constituir un buen blanco. Y si te perdemos, también perdemos el acceso a los hijos de la Magdalena.

Immacolata miró a Shadwell.

—¿Conque se trata de eso? ¿Quieres a los bastardos?

—Pues... creo que son una buena táctica.

—Pues para ti —le interrumpió la Hechicera—. Cógelos, son tuyos. Te los regalo. No quiero ni oír hablar de ellos. Desprecio sus apetitos.

Shadwell le dedicó una sutil sonrisa.

—Muchas gracias —repuso.

—De nada. Pero déjame contemplar el fuego, es lo único que te pido.

—Pues claro. Desde luego.

—Y quiero que encuentren a esa mujer, Suzanna. Quiero que la encuentren y que me la entreguen.

—Tuya es —le dijo Shadwell como si fuera la cosa más sencilla del mundo—. Queda una cosa, sin embargo. Los hijos. ¿Hay alguna palabra en particular que yo deba usar para hacerlos acudir a mí?

—Sí, la hay.

Shadwell dio una chupada del cigarrillo.

—Será mejor que yo la conozca —dijo—. Ya que son míos.

—Sólo tienes que llamarlos por los nombres que ella les puso. Eso los desata.

—¿Y cuáles
son
esos nombres? —preguntó Shadwell metiendo la mano en el bolsillo para coger una pluma.

Mientras Immacolata se los iba diciendo, él los garabateó en el reverso del paquete de cigarrillos para que no se le olvidasen. Luego, concluido el asunto, continuaron el viaje en silencio.

II. EL FUNERAL

La primera obligación que se impusieron Suzanna y Cal fue la de localizar el cuerpo de Jerichau, lo que les costó media hora en total. El paisaje de la Fuga hacía rato que había invadido el lugar donde la muchacha lo había dejado, y fue más por suerte que por sistema que lo encontraron.

Por suerte y por el sonido de unos niños; porque Jerichau no había permanecido allí sin compañía. Dos mujeres y media docena de retoños, pertenecientes a ambas y de edades que iban desde los dos años hasta los siete aproximadamente, estaban de pie (y jugando) alrededor del cadáver.

—¿Quién es? —quiso saber una de las mujeres cuando ellos se acercaron.

—Se llama Jerichau —respondió Suzanna.

—Se
llamaba —
la corrigió uno de los niños.

—Se llamaba.

Cal expuso la inevitable y delicada pregunta.

—¿Qué se hace aquí con los cuerpos? Es decir... ¿adonde lo llevamos?

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