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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Aventuras, Drama, Intriga

Tener y no tener (16 page)

BOOK: Tener y no tener
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—¿Hace mucho tiempo que está usted loco?

—Creo que siempre lo he estado —dijo Spellman—. Le aseguro que es la única manera de ser feliz en estos tiempos. ¿Qué me importa a mí lo que le pasa a Douglas Aircraft? ¿Qué me importan a mí las acciones A.T. y T.? A mí no me pueden tocar. Echo mano de uno de sus libros, o tomo una copa, o contemplo el retrato de Sylvia Sidney, y soy feliz. Soy como un pájaro. Mejor que un pájaro. Soy… —y después de titubear como si no encontrara la palabra, continuó—: Soy una encantadora cigüeñita —y se sonrojó y moviendo los labios miró fijamente a Richard Gordon.

Un joven rubio y corpulento se destacó de un grupo que había en el fondo, se acercó a Spellman, le puso una mano en un hombro y le dijo:

—Vamos, Harold. Será mejor que nos vayamos a casa.

Spellman miró furioso a Richard Gordon.

—Se ha burlado de una cigüeña. Se ha alejado de una cigüeña. De una cigüeña que vuela en círculo.

—Vamos, Harold —dijo el joven corpulento.

Spellman le alargó la mano a Richard Gordon:

—No hay resquemor. Es usted un buen escritor. Siga así. Recuerde que siempre soy feliz. No se deje confundir. Hasta la vista.

Con el largo brazo del joven corpulento en un hombro, Spellman y su acompañante avanzaron entre grupos hacia la puerta, donde se volvió y guiñó un ojo a Richard Gordon.

—Es un individuo simpático —dijo el propietario, dándose un golpecito en la cabeza—. Muy instruido. Yo creo que estudia demasiado. Le gusta romper vasos, pero lo hace sin ninguna mala intención. Paga todo lo que rompe.

—¿Viene a menudo?

—Sí, al anochecer. ¿Qué ha dicho que era? ¿Un cisne?

—Una cigüeña.

—La otra noche era un caballo. Con alas. Como el de las botellas del caballo blanco, sólo que con alas. Es muy simpático. Mucho dinero. Tiene ideas raras. La familia lo tiene aquí con un guardián. Me dijo que le gustan sus libros, mister Gordon. ¿Qué quiere usted tomar? Le convido.

—Un whisky.

Richard Gordon vio que se le acercaba el juez de paz, hombre un tanto cadavérico y extremadamente efusivo. Lo había visto aquella tarde en el party de los Bradley y había hablado con él del asalto al banco.

—Si no tiene nada que hacer, venga conmigo un poco más tarde —le dijo el juez de paz—. La lancha guardacostas trae a remolque la de Harry Morgan. La ha señalado un petrolero a la altura de Matacumbe. Han atrapado a toda la pandilla.

—¿A todos? —preguntó.

—El mensaje dice que todos menos uno están muertos.

—¿No sabe usted quién es el que vive?

—No, no lo han dicho. Dios sabe lo que ha sucedido.

—¿Han recuperado el dinero?

—Nadie lo sabe. Pero debe de estar a bordo si no llegaron a Cuba.

—¿Cuándo llegarán?

—Todavía tardarán dos o tres horas.

—¿Adonde van a traer la lancha?

—Me figuro que al fondeadero de la armada. A donde amarra la guardacostas.

—¿Dónde me reuniré con usted para ir allí?

—Yo vendré a buscarlo.

—Estaré aquí o en el bar de Freddy. No puedo aguantar aquí mucho más tiempo.

—Esta noche hay mucho jaleo en el bar de Freddy. Está lleno de veteranos de los cayos. Siempre arman unos alborotos tremendos.

—Iré a echar un vistazo. Estoy un poco deprimido.

—Bueno, no se meta en jaleos. Lo recogeré dentro de un par de horas. ¿Quiere que lo lleve?

—Gracias.

Salieron por entre la gente y Richard Gordon se sentó al lado del juez de paz en el automóvil.

—¿Qué cree usted que pasó en la lancha de Morgan? —preguntó . Richard Gordon.

—Sabe Dios. La cosa presenta un aspecto tétrico.

—¿No hay más información?

—Ni una palabra más. Mire eso.

Habían llegado al bar de Freddy. Estaba brillantemente iluminado. Por la puerta abierta, la aglomeración llegaba hasta la acera. En filas de tres, el bar estaba lleno de hombres que vestían trajes de brin. Unos estaban descubiertos, otros cubiertos con gorras, con gorrillos militares o con cascos de cartón. El fonógrafo automático que funcionaba con monedas de cinco centavos tocaba Isla de Capri. Al detenerse el automóvil salían despedidos del bar dos hombres, uno sobre otro, que cayeron y rodaron en la acera. El de encima, agarrándole del pelo al otro con las dos manos, le golpeó la cabeza contra el cemento haciendo un ruido espantoso.

El juez de paz saltó del automóvil y agarró al de encima por un hombro:

—Suéltelo. ¡Arriba los dos!

El aludido se incorporó y miró al juez de paz:

—Recristo ¿no puede usted dejar de ocuparse de lo que no le importa?

El golpeado, con el pelo y la oreja ensangrentados, sangrando de una oreja, se encaró con el juez de paz:

—Deje a mi compadre en paz —dijo con lengua tartajosa—. ¿Qué pasa? ¿No le parece que puedo aguantar?

—Tienes aguante, Joey —le dijo el que lo había sacudido—. ¿Me presta un dólar? —preguntó después al juez de paz.

—No —contestó el juez de paz.

—Entonces, váyase usted a la mierda. ¿Y usted, compadre? —preguntó a Richard Gordon.

—Le convido a una copa —contestó Richard Gordon.

—Vamos —dijo el veterano agarrándolo de un brazo.

—Hasta luego —dijo el juez de paz.

—Muy bien. Le estaré esperando.

Mientras procuraban colarse hasta el extremo del bar, el pelirrojo y pecoso de oreja sangrante agarró del brazo a Richard Gordon.

—¡Hola, compadre!

—No tenga cuidado —dijo el otro veterano—. Tiene aguante.

—Tengo aguante, ¿eh? En eso les gano a todos.

—Pero no sabes pegar. Basta de presumir.

—Vamos adentro —dijo el de la cara ensangrentada—. Dejadnos a mi compadre y a mí. —Después dijo a Richard Gordon al oído—: No necesito pegar. Tengo mucho aguante, ¿comprende?

—Debía usted haberlo visto al mediodía en la comisaría de Cam Five —dijo a Gordon el otro veterano cuando al fin llegaron al mostrador—. Yo lo he tumbado y le he pegado con una botella en la cabeza. Era como tocar un tambor. Apostaría que he pegado cincuenta veces.

—Más —dijo el de la cara ensangrentada.

—No le ha hecho ningún efecto.

—Aguanto mucho —-dijo el otro—. Es un secreto —susurró al oído de Richard Gordon.

Richard Gordon les pasó dos de los tres vasos de cerveza que le sirvió el negro barrigudo de la chaqueta blanca.

—¿Qué es un secreto? —preguntó.

—Yo —contestó el de la cara ensangrentada—. Mi secreto.

—Tiene un secreto —dijo el otro veterano—. No miente.

—¿Quiere saberlo? —preguntó a Gordon al oído el de la cara ensangrentada. Gordon hizo que sí con la cabeza—. No duele. El otro veterano asintió:

—Dile lo peor.

El pelirrojo le tocó a Gordon con sus labios ensangrentados:

—A veces da gusto. ¿Qué le parece?

Un individuo alto y delgado que estaba al lado de Gordon y que tenía una cicatriz desde un ojo hasta la barbilla, miró al pelirrojo, sonrió y le dijo:

—Al principio era un arte y después se convirtió en un placer. Si algo me hiciera vomitar me harías vomitar tu, Rojo.

—Tú vomitas con facilidad —dijo el primer veterano—. ¿En qué regimiento estuviste?

—El número no te diría nada, borracho —contestó el alto.

—¿Quiere una copa? —preguntó Richard Gordon al alto.

—No, gracias. Estoy bebiendo.

—No se olvide de nosotros —dijo a Gordon uno de los que habían entrado con él.

—Otras tres cervezas —pidió Richard Gordon. El negro se las sirvió. En el amontonamiento no se podía levantar el codo. Gordon estaba apretado contra el alto.

—¿Es usted de algún barco? —le preguntó el alto.

—No; estoy aquí una temporada. ¿Usted viene de los cayos?

—Hemos llegado de Tortugas esta noche. Hemos armado tales escándalos que no han querido tenernos más.

—Este es extremista —dijo el primer veterano.

—También lo serías tú si tuvieras sesos —le contestó el alto—. Nos mandaron allí a unos cuantos para librarse de nosotros, pero hemos armado demasiados alborotos —añadió sonriendo a Richard Gordon.

—¡Duro con él! —gritó alguien.

Richard Gordon vio que a una cara que asomaba cerca de él le daban un puñetazo. Al golpeado lo retiraron del mostrador otros dos. En el espacio que se abrió, otro le volvió a pegar en la cara, y otro en el cuerpo. El hombre cayó al suelo de cemento y se cubrió la cara con los brazos. Otro le dio un puntapié en el trasero. Durante ese tiempo no había proferido ningún sonido. Uno lo puso en pie a sacudidas y lo arrimó a la pared:

—A éste lo voy a enfriar.

La víctima quedó despatarrada contra la pared, pálida. El que había hablado se puso en postura con las rodillas en flexión y le dirigió un derechazo que provino casi desde el suelo y descargó a un lado de la mandíbula del pálido, que cayó de rodillas y rodó lentamente hasta quedar con la cabeza en un charco de sangre. Los otros dos lo dejaron allí y se volvieron al mostrador.

—¡Qué pegada! —dijo uno.

—Ese cochino viene al pueblo, pone sus jornales en ahorro postal y viene al bar a que lo conviden —dijo el otro—. Es la segunda vez que lo dejo frío.

—Esta lo has dejado de veras.

—Al pegarle he sentido que se le hundía la mandíbula como una bolsa de harina —replicó contento el otro.

El caído quedó contra la pared y nadie volvió a ocuparse de él.

—Si me pegaras a mí así no me haría ningún efecto —dijo el pelirrojo.

—Calla, majadero. Ya sabes lo que tienes.

—No tengo nada.

—Los borrachos me dais asco. ¿Por qué me voy a romper las manos en vosotros?

—Eso es lo que te pasaría. Te romperías las manos —dijo el pelirrojo—. Oiga, compadre, ¿le parece que tomemos otra copa? —preguntó a Richard Gordon.

—Qué chicos más simpáticos, ¿eh? —dijo el alto—. La guerra es una fuerza purificadora y ennoblecedora. La cuestión está en saber si sólo quienes son como nosotros sirven para el servicio militar o si son los distintos servicios los que nos han hecho así.

—No lo sé —dijo Richard Gordon.

—Podría apostar que no hay en esta habitación tres hombres que hayan ido por conscripción —dijo el alto—. Estos son los élite. Lo que le sirvió a Wellington para vencer en Waterloo. Mr. Hoover nos sacó de la llanuras de Anticosti y Mr. Roosevelt nos mandó aquí para librarse de nosotros. El campamento funciona como para invitar a una epidemia, pero los muy cochinos no se mueren. A unos cuantos nos mandaron a Tortugas, pero aquello es sano ahora. Además, no estábamos dispuestos a aguantarlo y nos han tenido que traer aquí. ¿Adonde iremos ahora? Tienen que librarse de nosotros, ¿comprende?

—¿Por qué?

—Porque somos los peligrosos —dijo el alto—. Los que no tenemos nada que perder. Los completamente embrutecidos. Somos peores que los elementos con que contó Espartaco. Pero es difícil intentar hacer nada con nosotros, porque estamos ya tan hundidos que el único solaz es la bebida y el único orgullo la capacidad de beber. Pero no todos somos así. Algunos vamos a empezar a funcionar.

—¿Hay muchos comunistas en el campamento?

—Unos cuarenta nada más. De dos mil. El ser comunista exige disciplina y abnegación. Un borracho no puede ser comunista.

—No le haga caso —dijo el pelirrojo—. Es un cochino extremista.

—Mire, le voy a hablar de la armada —dijo el veterano que estaba bebiendo cerveza con Richard Gordon—. Te lo voy a decir a ti, cochino extremista.

—No le haga caso —dijo el pelirrojo—. Cuando llega la escuadra a Nueva York y desembarca usted y al anochecer va a Riverside Drive, hay allí unos cuantos viejos barbudos y por un dólar se les puede hacer pis en las barbas. ¿Qué le parece?

—Te convido a una copa y olvida ese cuento —dijo el alto—. No me gusta.

—Yo no olvido nada —dijo el pelirrojo—. ¿Qué le pasa, compadre?

—¿Es verdad lo de las barbas? —preguntó Richard Gordon, que no se sentía muy bien.

—Lo juro por Dios y por mi madre —replicó el pelirrojo—. Y eso no es nada.

Ante el mostrador, un veterano discutía con Freddy por el pago de una bebida.

—Eso es lo que ha tomado usted —dijo Freddy.

Richard Gordon miró al veterano a la cara. Estaba muy borracho, tenía los ojos congestionados y buscaba camorra.

—Es usted un mentiroso —contestó el veterano.

—Ochenta y cinco centavos —replicó Freddy.

—Vea esto —dijo el veterano pelirrojo.

Freddy abrió los brazos y apoyó las manos en el mostrador. Estaba observando al veterano.

—Le digo que es un mentiroso —dijo el veterano agarrando un vaso para tirárselo. Pero no había hecho más que agarrarlo, cuando la mano derecha de Freddy describió una circunferencia sobre el mostrador y agarrando el gran salero cubierto con una servilleta dio al veterano un tremendo golpe.

—¡Qué lindo!, ¿eh? —exclamó el pelirrojo—. ¡Qué bonito!

—Le debería usted ver pegar con el pedazo de taco de billar —dijo el otro.

Dos veteranos que estaban de pie al lado de donde había caído el golpeado miraron furiosos a Freddy:

—¿Qué es eso de pegarle?

—Calma, calma —dijo Freddy—. Eso es a cuenta de la casa. Eh, Wallace, póngale contra la pared.

—¡Qué lindo!, ¿eh? —dijo el pelirrojo a Gordon. Un joven fuertote sacó a rastras del grupo al caído y lo puso en pie:

—Lárgate de ahí. Sal a tomar el aire.

El golpeado se acercó a la pared, se sentó y puso la cara en las manos. El fuertote se le acercó:

—Más te vale largarte. Aquí te va mal.

—Tengo la mandíbula rota —dijo el otro con la lengua gorda. Sangraba de la boca y la sangre le corría por la barbilla.

—Has tenido suerte en que no te matara con el golpe que te ha dado —le dijo el fuerte—. Vete de aquí.

—Tengo rota la mandíbula. Me han roto la mandíbula.

—Más te vale largarte —le dijo el fuerte. Después le ayudó a ponerse en pie y el golpeado salió tambaleándose.

—En las grandes noches he solido yo ver una media docena tirados contra la pared —dijo el veterano pelirrojo—. Una mañana vi al gigantón ese limpiando el suelo con un balde de agua. ¿No te vi con un balde de agua? —preguntó al mozo negro.

—Sí, señor —contestó el negro—. Muchas veces. Sí, señor. Pero nunca me ha visto pelear con nadie.

—¿No se lo he dicho yo? —replicó el pelirrojo—. Con un balde.

—Creo que hoy vamos a tener una gran noche —dijo el otro veterano—. ¿Qué le parece, compadre? ¿Tomamos otro trago? —preguntó a Richard Gordon.

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