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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (4 page)

BOOK: Terra Nostra
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—Seamos prácticos. Es matemáticamente exacto que esta mañana me he paseado entre varios miles de espectadores. Nunca tantas personas han podido ver, de un solo golpe, los anuncios del Café Le Bouquet. Es cierto que nadie reparó en ellos. Mis carteles no podían competir con el espectáculo de las calles. De manera que el día en que más gente pudo recibir el impacto publicitario perseguido por el Patrón ha sido el día en que menos gente estaba dispuesta a dejarse seducir por un anuncio. Ni la abundancia de público, ni su desinterés, son culpa mía. Por lo tanto, da igual que me pasee entre las multitudes o a lo largo de las calles más solitarias.

Quod est demostratum
: Polo Cartesiano. La reflexión ni lo alentó ni lo desanimó. Además, las nubes se estaban acumulando en el occidente y pronto correrían con gran velocidad para encontrarse con el sol que marchaba en sentido contrario. El hermoso día de verano se iba a estropear. Con un suspiro, Polo se puso de pie y caminó por la rué Jacob, ni lenta ni apresuradamente, conservando una especie de simetría imposible, mostrando el perfil de los carteles a las vitrinas de las casas de antigüedades, deteniéndose a veces para admirar algunas minucias expuestas: tijerillas de oro, lupas antiguas, autógrafos famosos, diccionarios miniatura, pequeñísimos puños de plata, una tela o una máscara de plumas con un centro de arañas muertas. La serenidad de la calle estuvo a punto de devolver la calma a su espíritu. Pero, se dijo al verse reflejado en un aparador, ¿puede un manco ser realmente ecuánime? Polo Mutilado.

Se detuvo frente a un abandonado quiosco de periódicos polvosos y amarillos; leyó algunos de los titulares más llamativos,
Urgente reunión de geneticistas convocada por la OMS en Ginebra, Madrid misteriosamente despoblada, Invasión de México por fuerzas de la marina norteamericana
, y se dio cuenta de que las nubes avanzaban con velocidad superior a la prevista y en el estrecho cañón de la rué de l’Université la luz y la sombra se sucedían como latidos de corazón. Es la luz de las nubes y la sombra del sol, se iba repitiendo Polo, o es un sartén que hace bromas en el cielo, pero no, no es, no es todavía el humo de Saint-Sulpice, extrañamente suspendido sobre la plaza, inmóvil. Aquel humo prometía ceniza; esta nube, agua. Polo bajó por la rué de Beaune al Sena, murmurando palabras de su poema bautismal (pues cuando él nació la moda era bautizar, no de acuerdo con el obsoleto santoral, sino con una antología de poemas) escrito por un viejo loco que jamás pudo distinguir entre la traición política y el humor delirante, que por igual detestó las monerías arcaicas y las ingenuidades progresistas, que jamás aceptó un pasado que no alimentara al presente o un presente que no comprendiese el pasado, que confundió todos los síntomas con todas las causas:
he cantado a las mujeres en tres ciudades, pero todas son una; cantaré el sol; ¿eh…?; casi todas tenían ojos grises: cantaré al sol
.

Allí estaban, a lo largo del Quai Voltaire, las jóvenes y las viejas, las plenas y las magras, las gozosas y las inconsolables, las serenas y las intranquilas, recostadas en ambos lados de las aceras, unas acodadas contra el parapeto del muelle, otras acurrucadas al pie de los edificios, todas iluminadas u oscurecidas por el veloz juego de las nubes y el sol de julio. Julio…murmuró Polo…en París todo sucede en julio, siempre. . , se pueden amontonar las hojas de calendario de todos los julios pasados y no se perdería un solo gesto, una sola palabra, un solo trazo del verdadero rostro de Paname; julio es cólera de multitudes y amor de parejas; julio es un adoquín, una bicicleta y un río lento; julio es un organillo callejero y muchos reyes decapitados; julio tiene el calor de Seurat y la voz de Yves Montand, julio tiene el color de Dufy y la mirada de Rene Clair…Polo Trivia…pero ésta es la primera vez que un julio cualquiera anuncia el final de un siglo y el inicio de otro (la primera vez en mi vida, digo, Polo Púber) aunque se preste a confusiones y argumentos saber si dos mil es el último año del siglo viejo o el primero del nuevo siglo. Julio. Qué lejano el próximo diciembre, el siguiente enero que disipe todas las dudas, todos los temores.

Julio. Y el sol, inmenso, gratuito y ferviente reflector, revelaba, con cada parpadeo contrario, que la ciudad era un espacio abierto y que al mismo tiempo la ciudad era una cueva. Y si en Saint-Germain todo era alboroto, aquí todo volvía a ser, como en Saint-Sulpice, un silencio punteado por leves rumores: a la marcha de los pies descalzos en la plaza correspondía el suavísimo llanto de los muelles.

Hasta donde la mirada alcanzaba —el puente de Alejandro III de un lado, el de Saint-Michel del otro— las mujeres yacían en las aceras y otras mujeres las ayudaban. El milagro singular de la casa de Madame Zaharia era el milagro colectivo de los muelles: las señoras, de todas las edades, formas y condiciones, parían.

Polo Febo se abrió paso entre las parturientas, confiado, acaso, en que alguna de ellas tuviese el buen humor de leer las palabras pintadas sobre los carteles que golpeaban las rodillas y las corvas del joven y, una vez superadas las contingencias actuales, se encontrase en buena disposición para ir al Café anunciado. No se hizo muchas ilusiones al respecto. Envueltas en sábanas, en batas, en toallas, con las medias enrolladas hasta el tobillo y las faldas levantadas hasta el ombligo, las mujeres de París parían, se preparaban a parir o acababan de parir; éstas eran desalojadas eventualmente por las comadronas improvisadas que las habían asistido y que en seguida se preparaban para atender a las recién llegadas que formaban cola en los dos puentes extremos, Alejandro III y Saint-Michel. Y Polo se preguntó: ¿en qué momento se convirtieron o se convertirán las parteras mismas en parturientas, y quién las podrá atender sino las que ya parieron o aún no paren?, y si el milagro de Madame Zaharia no era exclusivo sino genérico, ¿habían parido o parirían las viejas dedicadas a tejer calceta y acomodarse los gorros frigios frente al espectáculo de Saint-Germain-des-Prés? En todo caso, los inmuebles con vista al río habían sido desalojados y las mamás con sus bebés eran conducidas a ellos una vez que se agotaba la debida pausa entre el parto, la reticente celebración del recién venido y una ligera siesta al aire libre.

No eran estos detalles administrativos los que inquietaban a Polo mientras caminaba entre las figuras yacentes, las quejas reprimidas y el regurgitar de niños, sino las miradas que le dirigían las propias parturientas. Quizás algunas, las más jóvenes, lo confundían con el posible padre que, seguramente, en ese momento estaba celebrando a los flagelantes frente a la iglesia de Saint-Germain; ciertas miradas eran de esperanza y otras de desilusión; pero, como suele suceder, aquéllas pronto se trocaron en veladas decepciones en tanto que éstas se dejaban vencer por una falsa expectativa: Polo estaba seguro de que ni uno solo de esos recién nacidos era obra suya; las mujeres que lograban ver el brazo mutilado dejaban de creerlo, pues todo se podrá olvidar o confundir menos un coito con un manco.

Algunos niños reposaban sobre el pecho materno; otros eran alejados con cólera y espanto por las propias madres y arrullados a regañadientes por las parteras; la beatitud de algunas muchachas y la resignación de ciertas mujeres de treinta años no era, sin embargo, el signo común de este nuevo espectáculo del julio parisino: muchas jóvenes en edad de merecer, y más mujeres ya merecidas, compartían con las viejas una doble expresión, a la vez estupefacta y picara. Las ancianas, algunas erguidas con dignidad, otras encorvadas como un báculo de pastor; las viejitas, hasta ayer entregadas a sus recuerdos, sus gatos, sus programas de televisión y sus botellas de agua caliente; esos pergaminos octogenarios que caminan de puntitas por las calles y regañan a los transeúntes; esos vetustos acorazados que disputan todo el día en los mercados y al pie de las escaleras; todas ellas, la formidable, espeluznante y entrañable gerontocracia femenina de París, abrían las bocas y guiñaban los ojos, indecisas entre dos actitudes: interrogar con azoro o fingir un conocimiento secreto. A Polo le bastó verlas para concluir que ninguna de ellas sabía quién era el padre de su criatura.

Avanzó por la línea fronteriza entre el asombro y la malicia; algunas viejas alargaron las manos para tocar la pierna de nuestro héroe; él se dio cuenta de que una de las ancianas le daba a entender a su vecina que él, el joven rubio y hermoso, aunque inválido, era el padre inconfeso de ese bebé amoratado que la arpía agitaba como una sonaja. La ronda del chisme estuvo a punto de formarse y sus consecuencias —Polo lo sospechó con terror— hubiesen sido imprevisibles. Chivo expiatorio. Noche y niebla. Ley de Lynch. Furia. Madre Juana de los Ángeles. Incidente en Ox-Bow. Polo Cinemateca. La mirada argüendera de la viejita paralizó a Polo; por un instante se imaginó rodeado de una jauría de mujeres ilusas, primero las provectas, luego las maduras, finalmente las jóvenes; todas arrojadas sobre él, besándolo primero, pellizcándolo, arañándolo, convencidas ahora de que con un manco, y sólo con un manco, habían hecho el amor nueve meses atrás, invocando la mutilación como prueba de su fértil singularidad, exigiéndole que reconociera la paternidad, ciegas, furiosas ante cada negativa del joven, arrastradas por la necesidad de tener víctima propiciatoria, desnudándole, castrándole, comiéndose entre todas sus cojones, colgándole de un poste, exigiéndole hasta el fin que fuese otro, cuando él, con toda sencillez aunque con grande astucia, sólo podría repetir:

—Yo soy yo, sólo yo, un pobre joven inválido que me gano duramente la vida como hombre-sandwich de un café de barrio, no tengo más destino que éste, humilde y satisfactorio, les juro que no poseo otro destino.

Tuvo la sangre fría de devolverle la mirada a la decrépita señora que le aludía con la suya. Y la mirada de Polo también paralizó a la anciana, la obligó a fruncir el ceño y menear tristemente la cabeza. La vieja apretó a la criatura contra los labios deshebrados, lloriqueó con el mentón tembloroso y en sus ojos aparecieron la estupidez y el terror. Polo, al mirarla, sin proponérselo, había dejado que una sola imagen, excluyente y victoriosa, pasara por su mente; y esa visión tenía que ser el reverso de la imagen de la procreación desordenada. Polo proyectó en su mente la película de una fila de hombres descalzos, cubiertos de manteca, escondidos en el humo, que entraban al espantoso hedor de la iglesia custodiada por las aves de rapiña: Saint-Sulpice. Y añadió una idea al proyectar esa sola imagen de su mente a su mirada y de su mirada a la de la anciana: la solución final, la muerte rigurosamente programada. Se dijo que no lo sabía, que lo inventaba, que recordaba aquella película y su símbolo central, que quería devolverle a la anciana una imagen aterradora que realmente la radicara donde estaba, en la tierra, en la acera yacente.

Nunca se sabrá si Polo comunicó realmente la imagen a la vieja, y no importa. Lo que él quería no era poner a prueba sus poderes de telepatía sino liberarse, él mismo, del recuerdo y la intuición de Saint-Sulpice, convertida ya para su imaginación de nostalgias cinematográficas en catedral del crimen y cámara de la extinción. Sintió el alivio de haberle trasladado, heredado la imagen a la vieja: la imagen y quizás el destino de la muerte. Pero en seguida se preguntó si la muerte se la pasan los jóvenes a los viejos, o se la heredan los viejos a los jóvenes. Para ciertos hombres buenos, el desorden es el mal. Esta limitación cotidiana les permite, en situaciones de excepción, encontrar la paz donde parecería no haberla. La cabeza empezó a girarle a Polo; un orden implacable privaba en Saint-Sulpice y no había allí bien alguno; un desorden espantoso reinaba en el Quai Voltaire y no podía haber allí mal alguno, a menos que la vida hubiese adoptado las facciones de la muerte, y la muerte el semblante de la vida. Frente a Polo, del otro lado de la acera, se tendía el Pont des Arts, herrosa comunicación entre los muelles del Instituto y los del Louvre transparente. El puente partía del disimulado escándalo de este hospital de parturientas al aire libre (ya no tardaba en llover ¿y entonces?) y cruzaba sobre la hirviente y estruendosa anarquía de las aguas. En el centro de estos signos de la catástrofe el puente mismo era un solitario remanso. Imposible saber por qué motivo las mujeres congestionaban los demás accesos a los muelles y evitaban éste. Reglamento, libre decisión o temor no declarado, el hecho es que nadie transitaba por el Pont des Arts, que de esta manera brillaba con un solitario equilibrio.

Polo tuvo la sensación de dirigirse a un punto que sería el fiel de la balanza en una ciudad de platillos cargados con un peso excesivo de humo y sangre. Subió las escaleras y no pudo creer lo que veía. El amplio trazo del Sena hasta dividirse en la He de la Cité, el perfil vidrioso del nuevo Louvre, la corona de la tormenta sobre las torres truncas de Notre-Dame. Las transformaciones, hasta hace unos minutos consideradas como portentos, parecían ahora detalles insignificantes; una bajísima bruma revestía la superficie del río y ocultaba las ruinas de las barcazas; la ciudad y su cielo habían generado un nuevo aire de cristal y luz, una franja de vidrio y oro entre la tierra y la tormenta suspendida.

Una muchacha estaba sentada a la mitad del puente. De lejos, a contraluz (Polo asciende los peldaños que conducen al Pont des Arts) era un punto negro y recortado. Al acercarse, Polo fue llenando ese perfil de color, pues el pelo recogido en una trenza era castaño, el largo batón morado y los collares verdes. La muchacha dibujaba sobre el asfalto del puente. No levantó la mirada cuando Polo llegó hasta ella y añadió a la descripción: tez delgada y firme como una taza china, naricilla levantada, labios tatuados. Dibujaba con tizas, como durante años lo habían hecho numerosos estudiantes que aquí reproducían cuadros famosos, o inventaban nuevas figuras, para solicitar la ayuda del pasante y pagarse los estudios, completar un viaje o emprender el regreso al hogar. En otras épocas, una de las alegrías de la ciudad era pasear por este puente leyendo las
gracias
escritas con tiza en todos los idiomas del mundo y escuchando la caída de las monedas y el guitarreo de los jóvenes que al atardecer cantaban baladas de amor y protesta.

Ahora, sólo esta muchacha dibujaba allí, concentrada en la banalidad de su torpe ejecución; dibujaba a partir de un círculo negro, irradiando de él zonas de diversos colores, azul, granate, verde, amarillo; Polo quiso recordar dónde había visto, hacía muy poco, una forma semejante. Se detuvo frente a la muchacha y pensó que los labios eran mucho más interesantes que el dibujo: un tatuaje violeta, amarillo y verde los cubría con sierpes caprichosas, libres para adaptarse a los movimientos de la boca, sometidos a ella y a la vez independientes de ella: el tatuaje era una boca aparte, una segunda boca y también sólo la boca de la muchacha, pero perfeccionada, enriquecí' da por los contrastes de color que resaltaban y profundizaban cada brillo de la saliva y cada arruga inscrita en la plenitud de los labios. Al lado de la joven mujer estaba, de pie, una larga y verde botella. Polo se preguntó si los labios pintados beberían su vino. Pero la botella estaba sellada con un yeso rojo, antiguo, labrado y virgen.

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