Read Tiempos de gloria Online

Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (4 page)

BOOK: Tiempos de gloria
7.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Había muchas gruesas y pálidas Ortyn a la vista, sobre todo allá donde se cargaban o descargaban artículos.

Idénticas excepto por las cicatrices de hazañas individuales, las Ortyn de nariz chata apenas hablaban. Entre ellas las palabras resultaban innecesarias. Pocas de ese clan se convertían en sabias, eso estaba claro, pero su fuerza física y su habilidad como transportistas (manejando los temperamentales caballos de tiro) las hacían formidables en su nicho. «¿Para qué mantener y alimentar lúgars cuando puedes contratar a Ortyn para que lo muevan por ti?»., rezaba un dicho local.

Un grupo de aquellas gruesas clones tenía colapsada la calle de los Músicos; obstruían el tráfico mientras seis mujeres idénticas luchaban con un montón de cordajes que colgaban del cabrío de un taller situado en un primer piso. Como muchos de los edificios de aquella parte de la ciudad, éste se alzaba sobre la calle, cada piso sobresaliendo un poco más sobre sus voladizos sustentados por vigas. En algunos barrios, los edificios llegaban a encontrarse por encima de la estrecha calle, formando arcos que impedían ver el cielo.

Se había congregado una multitud, asombrada por la chirriante carga que colgaba en las alturas: una erecta harpa-espineta de madera fina construida por el Clan Pasarg de mujeres músicos para su exportación a alguna ciudad distante de Occidente. Tal vez viajaría en el
.Ave Sombría
junto con Maia y Leie… si las trabajadoras conseguían bajarla al suelo primero. Un grupito de Pasarg de caras chupadas y dedos largos se había congregado abajo; se rebullían nerviosas cada vez que uno de los caballos de tiro se atascaba y hacía oscilar la carga sobre sus cabezas. Si se estrellaba contra el suelo, se perderían los beneficios de toda una temporada.

Para otras espectadoras, el momento de tensión era un entretenimiento en una aburrida mañana de otoño. Las vendedoras se acercaron, ofreciendo castañas asadas y varas de olor a la multitud congregada. Finas varas de dinero se envolvían en paquetes o se rompían para dar cambio.

—¡Viene el invierno, así que estad preparadas! —gritaba una vendedora Ovop con su cesta llena de amargas hierbas anticonceptivas—. Los hombres se enfrían por fin, ¿pero podréis fiaros de vosotras con la gloriosa escarcha por venir?

Otras mercaderes llevaban jaulas de junco con pájaros vivos y lagartos silbadores stratoianos, algunos de ellos entrenados para tararear canciones populares. Una joven clon Charnoss que intentaba hacer pasar un rebaño de llamas junto a las altas ruedas de la carreta se tropezó con una trabajadora política emparedada en un cartel donde se anunciaban las virtudes de una candidata a las próximas elecciones del Consejo.

Leie compró una tarta de caramelo y se unió a la multitud que jadeaba y aplaudía mientras la espineta, delicadamente tallada, escapaba por los pelos a quedar enganchada en una pared cercana. Pero a Maia le pareció más interesante observar al equipo Ortyn que, situado detrás del carro, trabajaba para liberar la cabria atascada.

Era un curioso aparato eléctrico que funcionaba con una batería. Nunca antes había visto a las Ortyn utilizar uno, y era probable que lo hubieran manipulado incorrectamente. Ninguno de los clanes de Puerto Sanger estaba especializado en la reparación de ese tipo de aparatos, así que no fue ninguna sorpresa que, sin mediar palabra ni ninguna otra seña visible, las Ortyn renunciaran a intentar hacerlo funcionar. Una miembro del equipo agarró la palanca del freno mientras las otras, como siguiendo la coreografía de un baile, se volvían y alzaban las manos encallecidas para aferrar la cuerda. No hubo gemidos o gritos de cadencia; cada Ortyn parecía conocer el estado de preparación de sus hermanas cuando el freno se soltó. Los músculos se hincharon en las anchas espaldas.

Suavemente, la carga fue bajando hasta besar el lecho de la carreta con engañosa amabilidad. Hubo aplausos y unos cuantos bufidos decepcionados mientras las varas de dinero cambiaban de mano, zanjando las apuestas.

Maia y su gemela cogieron sus petates una vez más. Leie se terminó el pastel mientras Maia se volvía, pensativa.

Las Ortyn casi leen las mentes de las otras. ¿Cómo vamos a simular Leie y yo una cosa así?

Cuando eran más jóvenes, su hermana y ella solían terminar las frases de la otra, o sabían cuándo y dónde la otra sentía dolor. Pero en el mejor de los casos se trataba de un enlace débil, en absoluto comparable a la unión entre clones cuyas madres, tías y abuelas compartían unos genes y una educación común que se remontaba a varias generaciones. Aún más, las gemelas parecían haber divergido últimamente, en vez de unirse. De las dos, Maia consideraba que su hermana poseía mas dureza y sentido práctico, tan necesarios para tener éxito en este mundo.

—Las Ortyn y las Jorusse y las Kroeber y las malditas Sloskie… —murmuró Leie—. Estoy tan harta de este asqueroso lugar… Besaría a un dragón en la boca por no tener que mirar las mismas caras hasta que me muera.

También Maia sentía la urgencia de marcharse. Sin embargo, se preguntó, ¿cómo conseguía una forastera saber quién era quién en una ciudad extraña? Aquí, aprendías sobre cada casta casi desde el nacimiento. Sobre las esbeltas Sheldon de pelo rizado, por ejemplo; mujeres de piel oscura una cabeza más altas que las gruesas Ortyn.

Su nicho habitual era cazar bestias peludas en los pantanos de la tundra, aunque las Sheldon treintañeras a menudo llevaban también la placa del cuerpo de Guardia de Puerto Sanger, y se dedicaban a supervisar la defensa de la ciudad.

Las Poeskie de dedos largos estaban igualmente bien adaptadas a sus tareas: cosechar con maestría las glándulas de los caracoles estelares rotos. Eran tan buenas en el comercio del tinte que habían establecido sucursales en otras ciudades situadas a lo largo del mar de Parthenia, dondequiera que las pescadoras cogían las conchas en forma de embudo.

Casi primas de ese clan, las Groeskie utilizaban sus hábiles manos para ser unas mecánicas de primera. Eran un matriarcado joven, retoños del verano que habían echado raíces hacía apenas unas cuantas generaciones.

Aunque no pasaban de las dos docenas, las gruesas y activas «grossie». constituían ya un clan a tener en cuenta.

Cada una de ellas era una descendiente clónica de una sola veraniega medio Poeskie que había conseguido su nicho por suerte y talento, ganándose en consecuencia su derecho a la posteridad. Era un sueño que todas las niñas-var compartían: echar raíces, prosperar, y fundar un nuevo linaje. Sucedía una de cada mil veces.

Al pasar ante un taller Groeskie, las gemelas vieron introducir unos cojinetes redondos en sus ejes a unas cuantas robustas y felices pelirrojas, cada una heredera de aquella lista antepasada que se ganó un puesto en la dura pirámide social de Puerto Sanger. Maia sintió cómo Leie le tiraba del codo. Su hermana sonrió.

—No lo olvides. Tenemos una ventaja.

Maia asintió.

—Sí.

Entre dientes, añadió:

—Eso espero.

En el distrito del mercado, bajo el signo de un tricórnido encabritado, una tienda vendía dulces importados de la lejana Vorthos. El chocolate era un vicio sobre el que las gemelas sabían había que alertar a sus hijas-herederas, si alguna vez las tenían. La vendedora, una Mizora de ojos soñolientos, se levantó esperanzada, aunque sabía que no iban a comprar nada. Las Mizora, en pleno declive, se habían visto obligadas a vender sus antaño ricas posesiones para hospedar marinos, al estilo de sus antepasadas. Seguían peinándose como un gran clan, aunque en su mayoría eran ahora pequeñas mercaderes, menos habilidosas que las arribistas Usisi o las Oeshi. La vendedora Mizora contempló tristemente cómo Maia y Leie se daban la vuelta y seguían su camino calle abajo, entre las casas de los clanes inferiores.

Muchos establecimientos lucían emblemas y placas con la imagen de fieras ya extinguidas, como los dragones de fuego y los tricórnidos, criaturas de Stratos que no habían conseguido adaptarse a la llegada de la vida terrestre. Lysos y las Fundadoras habían instado a preservar las formas nativas, aunque incluso ahora, siglos más tarde, las telepantallas emitían ocasionalmente melancólicas ceremonias del Gran Templo de la lejana Caria City, sumando a la lista otra especie cuya extinción había que lamentar formalmente cada Día del Lejano Sol.

Maia se preguntó si era la culpa lo que hacía que tantos clanes eligieran como símbolo bestias nativas que ya no existían. O tal vez una forma de decir: «¿Veis? Nosotras continuamos. Llevamos los emblemas del pasado derrotado, y sobrevivimos».

Al cabo de unas cuantas generaciones, las Mizora serían tan comunes como los tricórnidos.

Lysos nunca prometió un final al cambio, sólo frenarlo a un ritmo soportable.

Tras volver una esquina, las gemelas casi chocaron con una alta Sheldon que corría colina abajo desde el barrio de la clase alta. Su uniforme de guardia estaba húmedo, abierto por el cuello.

—Disculpadme —murmuró la oficiala de piel oscura, esquivando a las dos hermanas. Sin embargo, tras avanzar unos pasos, se detuvo de repente y se volvió para mirarlas.

—Estáis aquí. ¡Casi no os había reconocido!

—Brillante mañana, capitana Jounine —saludó Leie, con cierta burla—. ¿Nos estabas buscando?

Años de vida en la ciudad habían suavizado los afilados rasgos Sheldon de Jounine. La capitana se secó la frente con un pañuelo de seda.

—Se me ha hecho tarde buscándoos en la Casa Lamatia. ¿Sabéis que os habéis perdido vuestra Ceremonia de Partida? Claro que sí. ¿Lo habéis hecho a propósito?

Maia y Leie intercambiaron breves sonrisas. A la capitana Jounine no se le escapaba nada.

—No importa. —La Sheldon agitó una mano—. Sólo quería saber si habíais pensado…

—¿Unirnos a la Guardia? —la interrumpió Leie—. Tiene que estar…

—Sin duda que nos halaga la oferta, capitana —interrumpió Maia—. Pero tenemos billetes…

—No encontraréis nada fuera de aquí —Jounine señaló el mar—, que sea más seguro y más firme…

—Y aburrido —murmuró Leie.

—… que un contrato con vuestra ciudad de nacimiento. ¡Es una opción inteligente, os lo aseguro!

Maia conocía los argumentos. Comidas regulares y una cama, además de lentos ascensos con la esperanza de ahorrar lo suficiente para una hija. Una hija del invierno… ¿con el salario de una soldado? La burla de Madre Claire sobre «fundar un microclán de un». parecía a propósito. Algunas
.acciones inteligentes
eran poco más que trampas bien disimuladas.

—Una miríada de gracias por la oferta —dijo Leie, con total sarcasmo—. Si alguna vez estamos lo bastante desesperadas para volver a esta helada…

—Sí, gracias —interrumpió de nuevo Maia, cogiendo a su hermana por el brazo—. Y que Lysos te guarde, capitana.

—Bueno… ¡al menos permaneced alejadas de las islas Pallas! Hay informes de saqueadoras…

En cuanto doblaron una esquina, Maia y Leie soltaron sus petates y se echaron a reír. Las Sheldon eran un clan impresionante en muchos aspectos, ¡pero se tomaban las cosas tan en serio! Maia estaba segura de que las echaría de menos.

—Pero es extraño —dijo al cabo de un momento, cuando echaron nuevamente a andar—. Jounine parecía más ansiosa que de costumbre.

—Uf. No es problema nuestro que no pueda cumplir sus cuotas de reclutamiento. Que compre lúgars.

—Sabes que los lúgars no pueden luchar con la gente.

—Pues entonces que contrate gente del verano en los muelles. Siempre hay muchas vars vagabundas por allí.

Pero de todas formas es una tontería aumentar la Guardia. Son un puñado de parásitas, igual que las sacerdotisas.

—Mm —comentó Maia—. Supongo que sí.

Pero la expresión de los ojos de la soldado había sido como la de la vendedora de dulces Mizora. Había en ellos decepción. Una pizca de asombro.

Y más que un poco de miedo.

Un mes antes, las guardianas se habían plantado ante la puerta de getta, que separaba Puerto Sanger de la bahía.

Maia recordó ahora cómo las madres-cuidadoras solían llevar a las niñas de Lamatia a las ceremonias del templo cívico desde los barrios altos, por las empinadas calles empedradas y pasando cerca de la puerta de getta.

Un verano, ella se separó de la ordenada fila de vars y corrió hacia la alta barrera, esperando atisbar los grandes cargueros en dique seco. Su breve escapada terminó con una buena azotaina. Después, entre sollozos, oyó a una matrona explicar a lo lejos que los muelles no eran seguros para las niñas en esa época del año. Había «hombres sucio». allí abajo.

Más tarde, cuando las auroras eran reemplazadas en los cielos del norte por las plácidas constelaciones otoñales, esas mismas puertas se abrían para que los niños deambularan a voluntad, corriendo por los muelles donde varones barbudos descargaban misteriosas cajas, o jugaban a enigmáticos juegos con discos mecánicos.

Maia recordó que entonces se había preguntado si aquellos hombres eran diferentes de los «sucio».. Así debía de ser. Siempre con una sonrisa o dispuestos a contar una historia, parecían tan amables e inofensivos como los peludos lúgars a los que en cierto modo se parecían.

«Inofensivo como un hombre cuando las estrellas brillan claras». Eso decía una canción infantil, que terminaba: «Pero ten cuidado, mujer, cuando la Estrella Wengel está cerca».

Al cruzar la puerta por última vez, Maia y Leie pasaron junto a una variopinta multitud. Al contrario que en los barrios altos, aquí los varones constituían una minoría substanciosa, contribuyendo a llenar el aire de una rica mezcla de olores que iban desde los aromas de especias y cargamentos exóticos hasta el de su propio sudor acre.

Era el lugar ideal para que una agitadora Perkinita se instalara; ésta se dirigía a la multitud desde una caja volcada, mientras dos compañeras-clones repartían folletos a los transeúntes. Maia no reconoció su tipo facial, así que las tres mujeres de mejillas chupadas debían ser misioneras, recién llegadas.

—¡Hermanas! —vociferó la oradora—. ¡Vosotras, de clanes y casas menores! Juntas superáis el poder combinado de los Diecisiete que controlan Puerto Sanger. Si unís fuerzas. ¡Si os unís a
.nosotras
, podréis romper el dominio que las grandes casas ejercen sobre la asamblea de la ciudad, y sí, sobre la región, e incluso sobre Caria City!

Juntas podremos acabar con la conspiración de silencio y obligar a una revelación de la verdad que nos es debida desde hace tanto tiempo…

BOOK: Tiempos de gloria
7.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Sanctuary Seeker by Bernard Knight
Fang Shway in LA by Casey Knight
Amanda Scott by Knights Treasure
The New World by Patrick Ness
Anne Douglas by Tenement Girl
Maybe Matt's Miracle by Tammy Falkner
Memory by Lois McMaster Bujold
Between Lovers by Eric Jerome Dickey