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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (8 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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La película de polvo de carbón que lo cubría casi todo no facilitaba las cosas. El cargamento de antracita de las Bizmai levantaba negras polvaredas en las escotillas mal cerradas cada vez que e
.Wotan
viraba con el viento.

Por suerte, Maia no tenía que subir por las sucias jarcias que los marineros escalaban con tan sorprendente diligencia, como monos nacidos para vivir en las alturas en medio del viento.

Cada vez que sus quehaceres la enviaban a babor, intentaba atisbar el barco de su hermana, el
.Zeus
, que continuaba su rumbo unos doscientos metros al este. Una vez, Maia vio una esbelta figura que debía ser Leie, pero no se atrevió a saludar. Aquella lejana figura parecía muy ocupada corriendo torpemente por la cubierta del otro barco carbonero.

Por fin dejaron atrás las peligrosas aguas de la costa y el rumbo del convoy quedó establecido. Empezó a soplar viento del norte, que llenó las velas cuadradas y, como propina, hizo girar el generador eléctrico de popa con un agudo zumbido. Cuando los marinos parecieron considerar que todo estaba en su sitio gritaron a proa y popa llamando al descanso.

Maia se desplomó en mitad de cubierta mientras sus palpitantes brazos y piernas se quejaban.
.Más vale que os acostumbréis
, les dijo.
.La aventura es un noventa por ciento de dolor y aburrimiento
. El dicho continuaba: «Y un diez por ciento de terror absoluto». Pero esperaba pasar por alto esa parte.

Un sucio cazo apareció ante ella, ofrecido por un viejo delgado que cargaba con un cubo. Maia advirtió de pronto lo enormemente sedienta que estaba. Se llevó el cazo a la boca, sorbiendo agradecida… y al instante se atragantó.

¡Agua de mar!

Maia notó que todos los ojos se volvían hacia ella mientras tosía avergonzada, intentando ocultar la reacción.

Consiguió contenerse y beber un poco más, recordando que ahora era otra veraniega vagabunda más, no la hija de un rico clan con su propio pozo artesano. En las zonas más pobres de la ciudad, las vars e incluso las clones de baja casta bebían agua del mar y crecían sin conocer otra cosa.

«Bendita sea Madre Stratos, por las suaves aguas de sus océanos —decía un refrán burlesco que no formaba parte de ninguna liturgia— y bendita sea Lysos, por los riñones que pueden tolerarlas». La sed superó el blando regusto salado, y Maia se terminó el cazo sin más problemas. El viejo la sorprendió entonces con una mellada sonrisa y le acarició el pelo corto.

Maia se envaró, a la defensiva. Entonces, con un esfuerzo, se relajó. Hacía falta algo más que el calor pasajero de un duro día de trabajo para disparar el celo de los machos. Además, un hombre tendría que estar desesperado para perder el tiempo con una virgen como ella.

De hecho, el viejo le recordaba un poco a Bennett cuando los ojos de éste aún danzaban con interés por la vida. Vacilante, le devolvió la sonrisa. El marinero se echó a reír y continuó repartiendo agua a quienes la necesitaban.

Sonó un silbato, poniendo fin a la pausa en el trabajo, pero al menos ahora las órdenes se sucedieron a un ritmo más pausado. En vez del anterior frenesí de plegar y desplegar velas para obligar al barco a superar los bajíos camino del mar abierto, sus nuevas tareas consistieron en estibar y cerrar las escotillas. Ahora que tuvo oportunidad para echar un vistazo en derredor, Maia se sorprendió al ver que los hombres de la tripulación parecían muchísimo menos extraños de lo que esperaba. Al ejecutar sus tareas, parecían tan profesionales y eficientes como cualquier artesana del clan en su taller o fábrica. Su risa era rica y contagiosa y se expresaban en un dialecto que Maia, si se concentraba, podía entender… aunque las bromas implícitas en cada uno de sus comentarios se le escapaban.

A pesar de su pasiva conducta en tierra, que iba del bullicio a la pereza, según la estación, Maia había sabido siempre que los hombres debían llevar una vida de esfuerzo y peligro en el mar. Incluso la tripulación de aquel sucio barquichuelo, para sobrevivir, debía aplicar inteligencia y concentración (entre otros rasgos femeninos), así como renovada fuerza física. Maia sentía curiosidad por las tareas que veía ejecutar con tal habilidad, pero eso tendría que esperar el momento adecuado.

Además, encontraba aún más interesantes a las mujeres de a bordo. Después de todo, los hombres eran otra raza, menos predecible que los lúgars, aunque mejores nadadores y conversadores. Pero, nacieran en verano o en invierno, las mujeres pertenecían a su propia especie.

En el castillete de popa de la nave, distinguibles por su ropa de más calidad, se reunían o descansaban las pasajeras de primera clase, las que no tenían que trabajar. Pocas veraniegas podían permitirse pagar el pasaje completo, incluso en barcos como éste, y por eso sólo las clones se apoyaban en la balaustrada, no lejos del capitán y sus oficiales. Aquella gente del invierno procedía de clanes pobres. Divisó a un par de Ortyn, a tres Bizmai, y a varios tipos desconocidos, seguramente procedentes de ciudades enclavadas más al norte y que habían cambiado de barco en Puerto Sanger.

Las pasajeras trabajadoras, por otro lado, eran todas vars, como ella misma, únicas de rostros tan variados como nubes en el cielo. Formaban un grupo extraño; la mayoría eran mayores que ella y de aspecto más duro.

Para algunas, éste debía ser un viaje más entre los incontables que hacían por los mares de Stratos, siempre buscando algún lugar especial donde aguardara un nicho.

Maia se quedó más convencida que nunca de que Leie y ella habían hecho bien en viajar por separado. Como había dicho el capitán Pegyul, a estas mujeres no les habría gustado encontrarse con gemelas a bordo. De todas formas, Maia ya se sintió bastante sospechosa cuando sirvieron el almuerzo.

—Aquí tienes, pequeña
.virgie
—dijo una retorcida mujer de mediana edad con el pelo veteado de gris mientras le servía el guiso en su cuenco—. ¿Quieres también una servilleta?

Compartió una mueca con sus compañeras. Naturalmente, se estaba burlando de Maia. Había algunos trapos sucios cerca, pero el dorso de la muñeca parecía la alternativa favorita.

—No, gracias —respondió Maia, casi de forma inaudible. Eso sólo provocó más risas, ¿pero qué otra cosa podía decir? Maia sintió que su rostro enrojecía, y deseó parecerse más a sus madres y medio hermanas Lamai, cuyos rostros nunca traicionaban sus emociones, excepto de manera cuidadosamente calculada. Mientras las mujeres se pasaban una jarra de vino, Maia llevó su plato de misterioso curry a un rincón cercano y trató de no demostrar lo vulnerable que se sentía.

.Nadie te está observando, se dijo, intentando convencerse a sí misma.
.Y si lo hacen, ¿qué más da? Nadie tiene motivo para hacer ver que no le gustas
.

Entonces oyó a alguien murmurar, en voz no demasiado baja:

—… ya es bastante malo respirar todo este maldito polvo de carbón durante todo el viaje a Gremlim Town.

¿También tengo que soportar la peste de una mocosa Lamai a bordo?

Maia alzó la cabeza para encontrarse con la fría mirada de una var de duro aspecto; tendría ocho o nueve años.

El pelo rubio y la mandíbula cuadrada de la mujer le recordaron al Clan Chuchyin, un clan rival de Lamatia situado costa arriba de Puerto Sanger. ¿Era una hermana medio Chuchyin o una cuarterona que recurría al viejo resquemor entre sus casas maternas como excusa para empezar una guerra privada por su cuenta?

—Permanece a sotavento de mí,
.virgie
Lamai —gruñó la var cuando advirtió la mirada de Maia, y bufó con satisfacción cuando la muchacha apartó los ojos.

.¡Sangradoras! ¿Hasta dónde debo ir para escapar de Lamatia? Maia no tenía ninguna de las ventajas de ser hija de su madre, sólo una herencia de resentimiento hacia un clan conocido por su tenaz egoísmo.

Tan concentrada estaba en su plato que dio un respingo cuando alguien le tocó el brazo. Parpadeando, Maia se volvió para encontrar un par de ojos verde claro, parcialmente ensombrecidos bajo un pañuelo azul oscuro. Una mujer pequeña y morena, muy bronceada, con pantalones cortos y una camiseta acolchada, le tendió la jarra de vino con una leve sonrisa. Mientras Maia la cogía, la var le dijo en voz baja:

—Relájate. Se lo hacen a todas las chicas de cinco años.

Maia asintió rápidamente, expresando su agradecimiento. Se llevó la jarra a la boca… y se dobló, tosiendo. ¡El brebaje era espantoso! Le picaba en la garganta y no pudo dejar de hipar mientras pasaba el recipiente a la siguiente var. Esto sólo provocó más risas, pero ahora con una diferencia. Había en ellas un tono indulgente, duro pero afectuoso.
.Todas ellas tuvieron cinco años una vez, y lo saben
, advirtió Maia.
.Yo también lo superaré
.

Relajándose un poco, empezó a escuchar la conversación. Las mujeres comparaban notas sobre los lugares en los que habían estado, y especulaban sobre qué oportunidades podrían encontrarse al sur, acabada la estación de las tormentas y con el comercio de nuevo en marcha. Los comentarios burlescos sobre Puerto Sanger predominaban. La imagen de toda una ciudad llamada a las armas porque unas torpes saqueadoras habían roto una linterna las hacía partirse de risa. Maia no pudo dejar de sonreír también.
.A la mujer muerta no le pareció gracioso
, recordó sombríamente una parte de sí. ¿Pero no había escrito alguien que la esencia del humor es la tragedia de la que consigues escapar?

Por insinuaciones aquí y allá, Maia comprendió que algunas de aquellas vars habían llevado también el pañuelo rojo.
.Digamos que un puñado de veraniegas sin sitio donde caerse muertas, resentidas por ser el último peldaño de la sociedad, firman un contrato de hermandad. Juntas, alquilan una goleta rápida… hombres dispuestos a pilotar su preciosa nave, a abarloarla a algún carguero, a dar a la banda de camaradas un fugaz momento para arriesgarlo todo, para ganar o perder
.

La Sabia Judeth había explicado por qué se permitía esto, aun a regañadientes. .

—Habría sucedido de todas formas, tarde o temprano —dijo una vez la maestra Lamai—. Al establecer las reglas, Lysos impidió que la piratería se fuera de la mano. Llamadlo bienestar para las desesperadas y afortunadas. Una válvula de seguridad.

—¿Y si las saqueadoras se vuelven demasiado ambiciosas?

Una confiada amenaza asomó en la sonrisa de Judeth.

—También tenemos formas de manejar eso.

Maia nunca pretendió averiguar qué hacían los grandes clanes cuando se les provocaba demasiado. Al mismo tiempo, reflexionó sobre las leyendas que hablaban de la primera de las Lamai, la joven var que, mucho tiempo atrás, convirtió un pequeño nido en un imperio comercial para sus descendientes clónicas. Las historias sobre cómo consiguió la primera madre su posición eran vagas. Tal vez un pañuelo rojo yacía en el fondo de algún cajón en el archivo más polvoriento del clan.

Como era de esperar, la mayoría de las vars de a bordo trabajaban para pagar su pasaje mientras buscaban un empleo permanente en tierra. Pero unas cuantas parecían considerarse miembros de la tripulación regular del
.Wotan
. A Maia ya le parecía bastante extraño que las mujeres pudieran interactuar con la otra raza inteligente del planeta para reproducirse. ¿Podían hombres y mujeres vivir y trabajar juntos durante largos períodos de tiempo sin volverse locos mutuamente? Mientras utilizaba un duro cepillo para fregar los platos del almuerzo, observó a algunas de aquellas «marinera»..
.¿De qué hablan con los hombres?
, se preguntó.

Pero en efecto hablaban, en un cantarín dialecto del mar. Maia vio que la mujer pequeña que le había hablado con amabilidad era una de esas marineras profesionales. En su enguantada mano izquierda llevaba un bastón, un práctico modelo con una garra en forma de Y en un extremo y un garfio acolchado en el otro. Por el modo en que bromeaba con un par de camaradas masculinos, parecía que les proponía un desafío que ellos, sonrientes, aceptaron.

Un marinero abrió un armario cercano, poniendo al descubierto un puñado de finos objetos parecidos a losas, blancos por un lado, negros por el otro. Cogió una oblea cuadrada y le dio la vuelta, comprobando que había ocho teclas en sus bordes y esquinas. Maia reconoció el anticuado juego que los marineros usaban en gran número para practicar uno de sus pasatiempos favoritos, llamado Vida. Desde la infancia, había contemplado incontables competiciones en los muelles. Las teclas captaban el estatus de las losas vecinas durante una partida, de modo que cada pieza «sabí». si tenía que mostrar su cara blanca o su cara negra en un momento determinado. Por la naturaleza del juego, una sola pieza era inútil, y por tanto, ¿qué hacía el hombre, insertando una llave y dando cuerda sólo a una losa mecánica?

Programado normalmente, el artilugio simplemente recorrería una fila de paneles listados mostrando su superficie blanca a menos que se dieran ciertas condiciones. Tres de sus teclas debían sentir objetos vecinos con cierto intervalo temporal. Dos, cuatro o incluso ocho toques no servían de nada. Había que pulsar exactamente tres teclas para que permaneciera quieta.

El burdo marinero se acercó a la mujer, tendiendo la pieza ante ella, con la cara negra hacia arriba. Apoyando un pie sobre su superficie, no la activó hasta que, agarrando su bastón con ambas manos, ella asintió, indicando que estaba preparada.

El marinero saltó hacia atrás y la pieza empezó a chasquear. A la cuenta de ocho, la mujer se abalanzó de pronto, golpeando la pieza en tres puntos en rápida sucesión. Pasó un segundo y el disco quedó quieto. Entonces la Cuenta de ocho latidos se repitió, sólo que más rápido. Ella repitió su hazaña, escogiendo un trío distinto de teclas, haciendo que pareciera tan fácil corno aplastar zizzers. Pero la pieza había sido programada para incrementar su tempo. Pronto la punta del bastón se convirtió en un borrón y el tictac de la pieza fue un
.staccato
.

El sudor corría por la frente de la mujer mientras su mano de madera bailaba más y más rápida…

Bruscamente, los canales del disco destellaron con un fuerte
.clack
, volviendo hacia arriba la superficie blanca.

—¡Ah! —exclamó la mujer.

—¡Veintiocho! —gritó un marinero, y la mujer se rió con una mueca mientras sus camaradas se burlaban de ella por haber quedado tan lejos de su récord.

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