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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Todo se derrumba (7 page)

BOOK: Todo se derrumba
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— Es un baile
ozo
—se dijeron los hombres. Pero nadie estaba seguro de dónde procedía. Unos decían que de Ezimili, otros que de Abame o Aninta. Discutieron un rato y después volvieron a caer en silencio, y el baile huidizo aumentaba o disminuía con el viento. En alguna parte había un hombre que estaba tomando los títulos de su clan, con música y bailes y una gran fiesta.

El sendero se había convertido ya en una fina raya en el corazón del bosque. El monte bajo y la escasa maleza en torno al pueblo de los hombres empezó a ceder sitio a árboles gigantescos y lianas que quizá estuvieran allí desde el principio de las cosas, sin tocar por el hacha ni por el incendio de la sabana. El sol, al irrumpir entre sus hojas y las ramas, trazaba un juego de luces y de sombras en el sendero de arena.

Ikemefuna escuchó un susurro detrás de él, muy cerca, y se dio la vuelta de golpe. El hombre que había susurrado dio una voz para exhortar a los demás a que fueran más rápido.

— Todavía nos queda mucho camino —dijo. Después él y otro hombre pasaron por delante de Ikemefuna y marcaron un ritmo más veloz.

Así siguieron caminando los hombres de Umuofia, armados con machetes envainados, e Ikemefuna, con un pote de vino de palma en la cabeza, iba en medio de todos ellos. Aunque al principio se había sentido intranquilo, ahora ya no tenía miedo. Detrás de él iba Okonkwo. Le resultaba i casi inimaginable que Okonkwo no fuera su padre de verdad. Nunca había querido a su padre de verdad, y al cabo de tres años se sentía muy lejos de él. Pero su madre y su hermana de tres años… claro que ya no tendría tres, sino seis. ¿La reconocería ahora? Debía estar muy alta. Cómo lloraría de alegría su madre, y le daría las gracias a Okonkwo por haber cuidado tan bien de él y por devolvérselo. Querría enterarse de todo lo que le había pasado en tantos años. ¿Podría él recordarlo todo? Le contaría cosas de Nwoye y de su madre y de las langostas… De pronto tuvo una idea. Era posible que hubiera muerto su madre. Trató en vano de expulsar aquella idea de la cabeza. Después trató de solucionar la situación como hacía cuando era niño. Todavía recordaba la canción:

¡Eze elina, elina!

Sala

Exe ilikwa ya

Ikwaba akwa oligholi

Ebe Danda nechi eze

Ebe Uzuzu vete egwu

Sala

La cantó mentalmente y se puso a andar a su ritmo. Si la canción terminaba con el paso del pie derecho, su madre estaba viva. Si terminaba con el del izquierdo, había muerto. No, no había muerto, pero estaba enferma. Terminó con el del pie derecho. Estaba viva y con buena salud. Volvió a cantar la canción y terminó con el paso del pie izquierdo. Pero la segunda vez no contaba. La primera voz va a Chukwu, o la casa de Dios. Esa era una de las cosas que les gustaba decir a los niños. Ikemefuna volvió a sentirse como un niño. Debía ser la idea de volver a casa con su madre.

Uno de los hombres que iban detrás de él carraspeó. Ikemefuna miró hacia atrás y el hombre le gruñó que siguiera y no se quedara parado mirando hacia atrás. La forma en que lo dijo hizo que a Ikemefuna le recorriese la espalda un escalofrío de miedo. Le temblaron vagamente las manos en el pote negro que llevaba en la cabeza. ¿Por qué se había retirado Okonkwo hacia la retaguardia? Ikemefuna sintió que se le doblaban las piernas. Y le dio miedo mirar hacia atrás.

Cuando el hombre que había carraspeado sacó el machete y lo atravesó. Le daba miedo que lo considerasen débil. Ikemefuna gritaba: «¡Padre, me han matado!», mientras corría hacia él. Ciego de miedo, Okonkwo sacó el machete y lo atravesó. Le daba miedo que lo considerasen débil.

En cuanto volvió su padre aquella noche, Nwoye comprendió que habían matado a Ikemefuna, y pareció que algo se hundía en su interior, como cuando cede un arco tenso. No lloró. Se quedó impasible. No hacía mucho tiempo que había tenido el mismo tipo de sensación, durante la última recolección. A todos los niños les encantaba la temporada de la recolección. Los que eran lo bastante mayores para llevar, aunque fuera sólo unos pocos ñames en un cestito, se iban a los campos con los mayores. Y si no podían ayudar a sacar los ñames, podían ir juntos a buscar leña para asar los que se iban a comer directamente en el campo. Aquel ñame asado y empapado en aceite rojo de palma y comido en campo abierto sabía mucho mejor que cualquier comida hecha en casa. Fue al cabo de uno de aquellos días en el campo, durante la última cosecha, cuando Nwoye había sentido por primera vez una sensación interna de ruptura como la que sentía ahora. Volvían a casa con cestos llenos de ñames desde un campo distante al otro lado del río cuando oyeron la voz de un niño pequeño que gritaba en la selva. Cayó un silencio repentino sobre las mujeres, que habían estado hablando, y aceleraron el paso. Nwoye había oído decir que cuando había gemelos se los metía en cántaros de cerámica y se los tiraba al bosque, pero nunca se había encontrado con ellos. Se apoderó de él un vago temblor y pareció que se le hinchaba la cabeza, como le ocurre a quien anda solo por la noche y se encuentra en el camino con un espíritu maligno. Después algo se hundió en su interior. Esa sensación volvió a invadirlo aquella noche, cuando volvió su padre después de matar a Ikemefuna.

Capítulo VIII

O
KONKWO
no comió nada durante los dos días siguientes a la muerte de Ikemefuna. Estuvo bebiendo vino de palma desde la mañana hasta la noche, y tenía los ojos rojos y enfurecidos, como los ojos de una tata cuando se la agarraba por la cola y se la aplastaba en el suelo. Llamó a su hijo, Nwoye, para que fuera a sentarse con él en su
obi
. Pero el muchacho le tenía miedo y se marchó de la cabaña en cuanto vio que dormitaba.

No lograba dormir de noche. Trataba de no pensar en Ikemefuna, pero cuanto más lo intentaba, más pensaba en él. Una vez se levantó de la cama y se puso a recorrer su recinto. Pero estaba tan débil que las piernas apenas si lo soportaban. Se sentía corno un gigante borracho que anduviera con patas de mosquito. De vez en cuando le llegaba a la cabeza un sudor frío que le iba recorriendo todo el cuerpo.

El tercer día pidió a Ekwefi, su segunda esposa, que le asara unos plátanos. Se los preparó como le gustaban a él: con alubias y rajas de pescado.

— Hace dos días que no comes —le dijo su hija Ezinma cuando le llevó la comida—, de forma que esto te lo tienes que acabar —se sentó y alargó las piernas frente a ella. Okonkwo comió abstraído.

«Esta debería haber sido un chico», pensó mientras miraba a su hija de diez años. Le pasó un pedazo de pescado.

—Vete a traerme un poco de agua fría —dijo. Ezinma salió corriendo de la cabaña, masticando el pescado, y volvió poco después con un cuenco de agua fría de la cántara de piedra que había en la cabaña de su madre.

Okonkwo tomó el cuenco y se bebió el agua de un trago. Comió unos trozos más de plátano y dejó el plato a un lado.

— Tráeme la bolsa —dijo, y Ezinma le trajo la bolsa de piel de cabra del otro lado de la cabaña. Okonkwo buscó su frasquito de rapé en el interior. Era una bolsa muy grande y tuvo que meter el brazo casi entero. Contenía otras cosas, además del frasquito de rapé. Había un cuerno de beber, además de una calabaza de beber, y se golpeaban entre sí mientras él buscaba. Cuando sacó el frasquito dio unos cuantos golpes sobre la rodilla antes de ponerse algo de rapé en la palma de la mano izquierda: Después recordó que no había sacado la cucharita del rapé. Volvió a buscar en la bolsa y sacó una cucharita; plana de marfil con la que se llevó la materia marrón a la nariz.

Ezinma tomó el plato vacío en una mano y el cuenco vacío de agua en la otra y se volvió a la cabaña de su madre. «Debería haber sido un chico», se repitió Okonkwo. Volvió a acordarse de Ikemefuna y tembló. Si pudiera encontrar algo que hacer, podría olvidarse. Pero era la temporada de descanso entre la recolección y la siembra siguiente. El único trabajo que hacían los hombres en aquellas fechas consistía en recubrir los muros de sus recintos con tamos nuevos de palma. Y Okonkwo ya lo había hecho. Lo había acabado el mismo día que llegaron las langostas, cuando él había estado trabajando en un lado del muro e Ikemefuna y Nwoye en el otro.

«¿Desde cuándo te has convertido en una vieja lloricona?», se preguntó Okonkwo. «¿Tú, a quien se conoce en las nueve aldeas por tu valor en la guerra? ¿Cómo puede un hombre que ha matado a cinco hombres en combate caerse en pedazos porque ha añadido un muchacho a su cuenta personal? Okonkwo, la verdad es que te estás poniendo como una mujer.»

Se puso en pie de un salto, se echó la bolsa de piel de cabra al hombro y se fue a visitar a su amigo Obierika.

Obierika estaba sentado al aire libre a la sombra de un naranjo, preparando bardas con hojas de la palma de tafia. Cambió saludos con Okonkwo y le fue a abrir el
obi
.

— Iba a ir a verte en cuanto terminara las bardas —dijo quitándose los granos de arena que tenía pegados en los muslos.

— ¿Todo va bien? —preguntó Okonkwo.

— Sí —replicó Obierika—. Hoy va a venir el pretendiente de mi hija y espero que dejemos arreglada la cuestión del precio de la novia. Quiero que estés presente.

En aquel momento llegó de la calle Maduka, el hijo de Obierika, que saludó a Okonkwo y se volvió hacia el recinto.

— Ven a darme la mano —dijo Okonkwo al muchacho—. La forma en que luchaste el otro día me pareció estupenda —el muchacho sonrió, le dio las gracias a Okonkwo y se fue al recinto.

— Va a ser un hombre magnífico — dijo Okonkwo—. Si yo tuviera un hijo como él sería feliz. Me preocupa Nwoye. En una lucha podría vencerlo cualquier cosa, hasta un cuenco de ñame molido. Sus dos hermanos menores prometen más. Pero te aseguro, Obierika, que mis hijos no se me parecen. ¿Dónde están las semillas que van a crecer cuando muera el viejo plátano? Si Ezinma hubiera sido un chico, me alegraría. Ella sí que entiende.

— Te preocupas por nada —dijo Obierika—. Los niños son muy pequeños todavía.

— Nwoye ya tiene edad para preñar a una mujer. A su edad yo ya me defendía solo. No, amigo mío, no es demasiado joven. Al pollo que cuando crezca va a ser un gallo se le ve desde que sale del cascarón. Yo ya he hecho todo lo posible por hacer que Nwoye se haga hombre, pero se parece demasiado a su madre.

«Demasiado a su abuelo», pensó Obierika, pero no lo dijo. La misma idea se le ocurrió a Okonkwo. Pero hacía mucho tiempo que había decidido dejar en paz a aquel fantasma. Cada vez que pensaba en la debilidad de su padre y en su fracaso y se preocupaba, se deshacía de la idea pensando en su propia fuerza y sus propios éxitos. Y eso fue lo que hizo entonces. Recordó su última muestra de virilidad.

— No puedo entender por qué te negaste a venir con nosotros para matar a aquel muchacho —le dijo a Obierika.

— Porque no quería —contestó malhumorado Obierika—. Tenía mejores cosas que hacer.

— Parece como si pusieras en duda la autoridad y la decisión del Oráculo, que dijo que tenía que morir.

— No. ¿Por qué iba a dudar? Pero el Oráculo no me pidió que fuera yo quien ejecutara su decisión.

) — Pero alguien tenía que hacerlo. Si todos tuviéramos miedo a la sangre, nadie lo haría. Y, ¿qué te crees que iba a hacer entonces el Oráculo?

— Sabes perfectamente, Okonkwo, que no le tengo miedo a la sangre, y si alguien dice que se lo tengo, miente. Y permíteme que te diga una cosa, amigo mío. En tu lugar, yo me hubiera quedado en casa. Lo que has hecho no va a agradarle a la Tierra. Es el tipo de acto por el que la diosa elimina a familias enteras.

— La Tierra no puede castigarme por obedecer a su mensajero —dijo Okonkwo—. A un niño no le quema los dedos el pedazo de ñame caliente que le pone su madre en la palma de la mano.

— Es verdad —convino Obierika—. Pero si el Oráculo dijera que hay que matar a mi hijo ni se lo discutiría ni sería yo quien lo hiciera.

Habrían seguido discutiendo si en aquel momento no hubiera llegado Ofoedu. Por la forma en que le brillaban los ojos era evidente que traía noticias importantes. Pero hubiera sido descortés meterle prisa. Obierika le ofreció un pedazo de la nuez de cola que había partido con Okonkwo. Ofoedu comió lentamente y habló de las langostas. Cuando terminó su pedazo de nuez de cola, dijo:

— Hoy día pasan cosas muy raras.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó Okonkwo.

— ¿Conoces a Ogbuefi Ndulue? — preguntó Ofoedu.

— Ogbuefi Ndulue del pueblo de Ire —dijeron juntos Okonkwo y Obierika.

— Ha muerto esta mañana —dijo Ofoedu.

— Eso no tiene nada de raro. Era el más anciano de Ire —comentó Obierika.

— Tienes razón— convino

Ofoedu—. Pero deberías preguntar por qué no han tocado el tambor para decirle a Umuofia que ha muerto.

— ¿Por qué? —preguntaron al unísono Obierika y Okonkwo.

— Eso es lo raro del asunto. ¿Conocéis a su primera esposa, la que anda con bastón?

— Sí. Se llama Ozoemena.

— Así es —dijo Ofoedu—. Como ya sabéis, Ozoemena era demasiado vieja para atender a Ndulue durante su enfermedad. De eso se encargaban sus esposas más jóvenes. Cuando se murió, esta mañana, una de ellas fue a la cabaña de Ozoemena y se lo dijo. Se levantó de la cama, agarró el bastón y se fue al
obi
. Se puso de rodillas y de manos en el umbral y llamó a su marido, que estaba tendido en una estera: «Ogbuefi Ndulue», lo llamó tres veces, y se volvió a su cabaña. Cuando la esposa más joven volvió a llamarla para que asistiera al lavado del cadáver, se la encontró tendida en la estera, muerta.

— Eso es raro, en verdad —dijo Okonkwo—. Tendrán que aplazar el funeral de Ndulue hasta que hayan enterrado a su mujer.

—Por eso no han tocado el tambor para advertir a Umuofia.

— Siempre se dijo que Ndulue y Ozoemena eran como una sola persona — dijo Obierika—. Recuerdo que cuando yo era un muchacho había una canción sobre ellos. El no podía hacer nada sin decírselo a ella.

— No lo sabía —comentó Okonkwo—. Creía que de joven había sido un hombre fuerte.

— Y sí que lo era —dijo Ofoedu.

Okonkwo meneó la cabeza en señal de duda.

— En aquellos tiempos era el jefe de

Okonkwo estaba empezando a volver a sentirse como en los viejos tiempos. Lo único que necesitaba era algo que le ocupara la cabeza. Si hubiera matado a Ikemefuna durante la atareada estación de la siembra o la de la recolección no hubiera sido tan malo; habría tenido la cabeza ocupadísima con el trabajo. Pero, a falta de trabajo, lo mejor era pasar el tiempo de charla.

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