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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (9 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—¿Su actual situación?

—¿No lee usted la prensa, Eladio?

—Sólo prensa nacional.

García Medina cruzó una mirada de comprensión con su mujer.

—Ya entiendo… Pues, verá, Monroy… Precisamente ahora estoy siendo promocionado en las filas de un partido político. Y, probablemente, en las próximas elecciones municipales me presente como segundo de la lista por ese partido. Eso será sólo un comienzo.

—Ya… Me imagino a qué partido se refiere.

—A ese mismo en el que usted está pensando. Comprenda usted que, en este momento, si ese vídeo saliera a la luz sería un verdadero problema para mí. Creo que todo esto ha sido una trampa, Eladio.

—¿Y quién se la ha tendido?

—Por supuesto, el mismo que nos proporcionaba esos… esos servicios de compañía. Aunque yo soy de la opinión de que hay alguien más.

—Será mejor que volvamos a empezar por el principio, Ernesto.

—Muy bien —repuso aquél, encendiendo un cigarrillo—. Si tiene unos minutos, se lo contaré todo —sin embargo, no empezó a contar. Al contrario, hizo una pausa y se dirigió a su mujer—. Querida, yo pienso que es mejor que el señor Monroy se quede a comer. ¿No podrías preparar esos macarrones con setas que te salen tan bien?

Ana María se levantó inmediatamente, cogió la bandeja del café y se dirigió a la cocina diciendo que tendría que ponerse a prepararlos ya.

Después de haberse quitado de en medio a su mujer, el hombrecillo prosiguió:

—Evidentemente, todo esto es muy desagradable para ella, pobrecilla…

Eladio asintió, reservándose la opinión de que Ana Mari se merecía todo lo que de desagradable pudiera ocurrirle. García Medina se miró un instante la punta de los pies y después clavó su mirada en Eladio, mostrándole una sonrisa meliflua.

—Sé que es usted un hombre de mundo, Eladio. También sé que es inteligente y una persona bastante culta. Aunque piense que ella sólo habla mal de usted, nunca ha dejado de reconocer sus virtudes. Por lo tanto, supongo que no tiene prejuicios. Le digo todo esto porque me gustaría dejarme de rodeos e ir al grano. Lo que quiero decir es que el vínculo que le une a Ana Mari, y, por lo tanto a mí, no será, supongo, inconveniente para que hablemos claro. ¿Me equivoco? ¿Tiene algún problema en este sentido?

—Al grano —dijo Eladio, cada vez más convencido de que García Medina era un millonario de los de manual, como sacado de una novela policíaca de los años treinta. Sólo le faltaban la bata de seda, la pitillera de oro macizo y una boquilla en la que encasquetar su Marlboro Medium.

—Muy bien. Verá, Eladio: todos tenemos nuestros pequeños vicios. Yo soy una persona templada, en general. Pero hay momentos en los que me gusta, como a todo el mundo cruzar ciertas fronteras. Como a todo el mundo —reiteró el hombrecillo—. Más que nada, para sentir que estoy vivo. En ese sentido, todos somos iguales. Necesitamos placeres para curarnos del trabajo, de la sociedad, de lo cotidiano…

—Del aburrimiento.

—Efectivamente, del aburrimiento. En cuanto a la diferencia entre los placeres que busque cada uno, ya es una cuestión de grados y cuestión de lo que cada uno pueda permitirse. Sucede, por otro lado, que… ¿No le importara que haga una alusión a su intimidad con Ana Mari, verdad?

A Eladio no le importaba. Lo indicó con un gesto de la mano.

—Pues sucede que, como usted muy bien sabe, yo tengo la suerte de estar con una mujer a la que le gusta mucho el sexo. Que es, digamos, liberal. —Eladio asintió, haciendo memoria y comprendiendo exactamente a qué aludía García Medina cuando hablaba de la liberalidad de Ana Mari—. En eso coincido con ella. Y si a eso añadimos que nos podemos permitir ciertos lujos, económicamente hablando… Quiero decir, que a usted no le extrañará que nuestros hábitos sexuales sean… Sean, digamos, un poco excéntricos.

—La verdad es que me da igual lo que hagan ustedes en la cama, Ernesto.

—Hombre, así debe ser. Pero, dado el caso, tengo que explicárselo. Verá, Ana Mari y yo nos hemos permitido, durante algún tiempo, ciertos juegos… A veces viajábamos a algún otro sitio y participamos en fiestas de parejas… Ya sabe. En otras ocasiones, contratábamos los servicios de una agencia.

—¿Una agencia de contactos?

—No. Más bien de servicios de compañía. Llamábamos a una señorita. Ya sabe.

—¿Qué agencia?

—Cuarenta Grados. ¿La conoce?

—No. No consumo ese upo de servicios.

—Bueno. Parecía un negocio serio y discreto. Tienen un club en la zona Puerto.

—¿Iban por allí?

—No lo he pisado en mi vida.

—¿Y cómo funcionaba la cosa?

—Era sencillo. Telefoneábamos y nos enviaban a una señorita. Le pagábamos a ella, en metálico.

—Aquí.

García Medina dio un respingo.

—No, hombre, no. En una casita que tengo en la zona de San José del Álamo. Aquí hay servicio. Está el vigilante y viene una asistenta. Además, Paula, en esa época, todavía no se había ido.

Monroy se sintió intrigado.

—¿Paula ya no vive aquí?

—Cuando está en Las Palmas, sí. Vendrá dentro de poco —paró un momento de hablar, comprendiendo que Eladio no sabía nada de su hija desde hacía años—. Está estudiando fuera. En Salamanca.

—¿Qué estudia?

—Le dio por las Humanidades. Yo pensé que, si quería estudiar ese tipo de carrera, Salamanca era ideal. Está en segundo curso. Estamos muy contentos con ella, la verdad. Puede estar orgulloso.

Monroy reprimió las ganas de escupirle a la cara a García Medina. Le resultó fácil hacerlo: le bastó con cerrar la boca y apretar fuertemente los labios.

—Pero, bueno, sigamos con el asunto. Cuando llamábamos, siempre nos atendía la misma persona. Un tal Paco.

—¿Paco qué?

—Paco. Simplemente Paco.

—¿Y las… las señoritas eran siempre distintas?

—Al principio sí. Pero luego le tomamos el gusto a una en concreto. Bueno, supongo que eso da lo mismo.

—No da. No da lo mismo —le apostrofó Monroy.

El hombrecillo dio un pequeño suspiro, como si se resignara a subir una cuesta indeseable.

—Está bien. Las últimas veces preguntábamos por una chica que nos gustó en especial. Era eslovena, creo. Muy guapa y agradable.

—¿Cómo se llamaba?

—Decía llamarse Loreto. Pero en esos ambientes, ya se sabe.

—¿Se vieron muchas veces con ella?

—Bastantes. A lo largo de cuatro o cinco meses.

—¿Y después?

—Después decidimos tomarnos un descanso. Estuvimos de viaje un par de semanas. Fuimos a Grecia. ¿Conoce usted Grecia?

A modo de respuesta, Monroy enarcó las cejas con evidente impaciencia y el otro decidió que era mejor proseguir.

—Luego, cuando volvimos, sencillamente nos dedicamos a otras cosas. Lo cierto es que en total pasó cerca de un mes sin que llamáramos a la agencia.

—Y, entonces, un día, les dieron un telefonazo a ustedes.

García Medina miró fijamente a Monroy. Le estudió durante unos segundos antes de hablar.

—Exactamente. ¿Cómo lo sabía?

—Siga contando.

—En efecto, me llamó Paco. A mi teléfono móvil. Debió ser en febrero, si no recuerdo mal. Me dijo que tenía un recado en mi correo electrónico. Me había enviado un archivo adjunto. Ya supondrá.

—No, no supondré. ¿Qué había en el archivo?

—Pues un fragmento de un vídeo. Estaba rodado en la casa de San José del Álamo. Viéndolo objetivamente, tenía bastante calidad.

—Pero, ¿cómo lo habían filmado? ¿Loreto?

—No. No creo que la pobre chica fuese capaz de llevar una minicámara. Llamé a la empresa de seguridad y les pedí que inspeccionaran la casa. Puse la excusa del espionaje industrial. Descubrieron que, efectivamente, alguien se había colado y había puesto microcámaras. Los equipos ya no estaban, pero quedaban los orificios. Un trabajo de profesionales, según me dijeron.

—Por supuesto, también miraron aquí.

—Claro. Aquí y en mis oficinas y en el piso que tengo en Las Palmas.

—Y no encontraron nada más.

—No se le escapa una. Pues no, no encontraron nada. Para no cansarle: Paco volvió a llamarme. Me dijo que podíamos llegar a un arreglo, por un módico precio. De entrada, pidió dos mil euros. Me pareció poco dinero, la verdad.

Monroy sonrió. Era todo tan previsible que él mismo hubiera podido acabar la historia. Pero decidió hacer pasar al hombrecillo por la humillación de tener que contarla. Aún así, no se resistió a decir:

—Sólo le estaba tanteando.

García Medina asintió.

—Sí. Era sólo un tanteo. Yo le pedí que me diera el vídeo. Pero, por supuesto, se negó. Dijo que era una especie de seguro. Pensé que no importaba. Que, siempre que se estuviera callado, con cantidades como esas…

—Valía la pena.

—Eso, valía la pena. Un par de semanas después, pidió cinco mil. Y, hace un mes, otros cinco mil. Hasta aquí, todo bien.

—Claro. Todo bien, pero sólo hasta aquí, porque, de repente, Paquito se ha vuelto ambiciosillo.

El hombrecillo volvió a asentir, esta vez con un dejo de tristeza que le confirió una apariencia de barracuda tuerta.

—Muy ambicioso. Nos llamó la semana pasada. Ha pedido un dineral.

—¿Cuánto?

—Sesenta mil euros. Una barbaridad, en mi opinión.

—Unos diez kilos de los de antes —calculó Monroy.

—Ajá. Sí. Unos diez millones. Yo soy un hombre razonable, Eladio. Sé que yo mismo me metí en este lío. Sé que me lo tengo merecido. Así que estaba dispuesto a pasarle una especie de renta a ese hombre. Por el tiempo que fuese, me daba igual. Pero pensé… Pensamos que si había subido la tarifa tan pronto, esto no llevaba buen camino. Quiero decir que si, de repente, le pago esa cantidad de un día para otro y sin dificultades, el mes que viene vendría pidiéndome el doble. ¿No le parece?

—Eso de cajón.

—Así que decidí plantarme. Le dije que necesitaba unos días para pensarlo. Después le llamé y le propuse hacerle el pago pero a condición de que me diera el vídeo y todas las copias. Mareó la perdiz un par de días más y, el lunes, me contestó que estaba de acuerdo. Hemos quedado en que mañana le enviaría el dinero. Hay que llevárselo al club.

—¿Cómo se hacían los pagos hasta ahora?

—Ingreso en una cuenta bancaria.

—Eso quiere decir que usted no ha visto nunca al tal Paco.

—Efectivamente. Y tampoco me apetece demasiado verlo.

—Y ahí es donde entro yo.

—Ajá. Hablemos claro. Usted sabe que tengo éxito en mis negocios, Eladio. Y, gran parte de mi secreto consiste en conocer mis propios límites. Usted puede verme: no soy un hombre corpulento. Y me repugna la violencia. No sé manejarme en ciertos ambientes. Necesito a alguien de confianza. Alguien que vaya a ese sitio, le entregue el dinero y se asegure de que Paco cumple con lo pactado. Por eso le hemos llamado, Eladio.

Monroy encendió un cigarrillo y pensó unos momentos.

—¿Por qué no pone el asunto en manos de profesionales? La policía, un detective… Esa empresa de seguridad a la que llamó.

—No me fío, Eladio. ¿Nunca ha visto a dos policías o a dos guardias de seguridad haciendo la ronda? No hacen más que contar chismes. Un día u otro, acabaría por salir a la luz.

—¿Y qué le hace confiar en mí?

—Ya le he dicho que Ana Mari me ha hablado mucho de usted. De hecho, la idea de llamarle ha sido de ella. Dijo que es la única persona de la que se fiaría para un trabajo así. Por supuesto, se le pagará bien. Lo que usted pida. Sólo quiero tener la seguridad de que el asunto se cierra definitivamente.

—Vamos a ver, Ernesto. Déjeme que piense un minuto. Se trata de ir al puticlub, llevar diez millones para dárselos a Paquito y asegurarse de que el muchacho me da el vídeo. ¿No es eso?

—Efectivamente.

—Usted es un poquitín ingenuo, ¿no le parece?

—¿Qué quiere decir?

—Vamos a ver. Le explico el asunto tal y como yo lo veo. Ustedes son clientes habituales de esa agencia…

—Cuarenta Grados.

—Eso, Cuarenta Grados o como se llame. Esa agencia la lleva don Francisco… Que, además, resulta ser una especie de Steven Spielberg y les hace una sesión de vídeo cojonuda.

—Exacto.

—Paco se guarda el vídeo. Es un as en la manga. Pero, en principio, no lo utiliza. Sobre todo porque ustedes deben ser unos clientes de la hostia. Después, de repente, ustedes parecen dar por terminada minada su pequeña relación comercial y Paco decide que ha llegado el momento de empezar a estrujar la teta. Va subiendo la tasa. Ahora ya anda por los diez kilos. ¿Y usted piensa que, después del trabajo que se ha tomado para realizar su superproducción, le va a dar los derechos en exclusiva por, cuánto, once millones en total?

—Para eso está usted.

—Mire, si hizo el montaje técnico que parece que le hizo en su casa, eso quiere decir que estamos hablando de profesionales, de gente que vive de esto y que conoce bien el oficio. Paco me dará un deuvedé o lo que sea y me dirá que ahí está todo. Y luego, dentro de un par de meses, aparecerá con otra copia de lo mismo. O con una sesión de otro día.

—Para eso está usted —repitió García Medina—. Para asegurarse de que eso no ocurra.

—Oiga, Ernesto. Ya sé que ha oído hablar mucho de mí. Pero no soy un vulgar matón.

—Nadie ha dicho que lo sea. Simplemente, debe asegurarse de que le da el vídeo. En un momento dado, sí me gustaría que le intimidase en lo posible. Que, de alguna manera, le dé a entender que Ana Mari y yo no estamos solos en esto. Imponerle respeto, sencillamente. Como si hubiera más gente detrás de usted. ¿Entiende?

—Que me marque un farol.

—Podríamos llamarlo así.

Monroy recapacitó unos instantes. Quizá el trabajo, al fin y al cabo, no resultara tan difícil.

—De acuerdo. Eso puedo hacerlo.

García Medina intentó disimular su satisfacción encendiendo un nuevo cigarrillo.

—Bueno, queda hablar de los detalles. Paco ya sabe que no iré yo. Le dije que enviaría a una persona de confianza. Se supone que hay que llevarle el dinero al club. Está en la calle Grau Bassas.

—¿A qué hora han quedado?

—A medianoche. Hay que presentarse allí y preguntarle por él a la camarera de parte de un primo.

—¿De un primo?

—Sí. Esa es la contraseña. Fue él quien la propuso.

—Parece que el tal Paquito es un guasón.

—Supongo. Bueno, mañana por la noche vendrá usted aquí, recogerá el dinero y bajará a Las Palmas para hacer la entrega. Cuando haya hecho la transacción, me dará un telefonazo. Yo le espero aquí y le pago. ¿O prefiere que le haga primero un ingreso en cuenta, por si algo sale mal?

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