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Authors: Laura Gallego García

Tríada (7 page)

BOOK: Tríada
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—Habla —dijo el Padre con amabilidad—. ¿A quién venías a buscar?

El silfo se posó en el suelo, todavía nervioso; sus alas aún vibraban cuando se inclinó ante Victoria con profundo respeto.

—Dama Lunnaris —dijo—. Me envía a buscarte Zaisei. Necesitan de tu magia para curar al joven hechicero.

—¿Shail? —exclamó Victoria, preocupada—. ¿No está bien?

—Las hadas temen por su vida, dama Lunnaris.

3
¿Qué darías a cambio?

Victoria entró como una tromba en la cabaña y miró a su alrededor. Shail estaba tendido sobre un jergón, y junto a él se encontraba la sacerdotisa celeste que los había rescatado cerca de la Torre de Kazlunn. Tenía cogida la mano del joven mago, y con la otra refrescaba su frente con un paño húmedo.

Cuando la mujer celeste alzó hacia ella sus profundos ojos violetas, Victoria tuvo la sensación de haber interrumpido algo muy íntimo, y reprimió el impulso de dar media vuelta y salir de allí.

—Dama Lunnaris —dijo la sacerdotisa, levantándose con ligereza. Era más alta que Victoria, y, a pesar de que carecía completamente de cabello, como todos los de su raza, sus rasgos suaves y armónicos poseían una delicada belleza—. Me llamo Zaisei, y soy una sacerdotisa al servicio de la diosa Wina.

—¿Qué le pasa a Shail? —preguntó Victoria, sin rodeos.

Zaisei levantó, sin una palabra, la sábana que cubría el cuerpo de Shail. Victoria lanzó una pequeña exclamación ahogada al ver que la pierna izquierda del mago se había vuelto completamente negra.

—Es veneno shek —dijo Zaisei—. Las hadas han conseguido evitar que el veneno se extienda al resto del cuerpo, pero me temo que su pierna ya está muerta.

Victoria la miró, horrorizada.

—No puedes estar hablando en serio.

Se apoyó contra la sedosa pared de la cabaña, sintiendo que le faltaban las fuerzas. Zaisei inclinó la cabeza. Parecía tan afectada como ella.

—Las hadas curanderas han ido a buscar lo necesario para la operación y volverán enseguida, pero, mientras tanto, necesitaremos que sigas transmitiéndole parte de tu magia.

—Claro —musitó Victoria, con el corazón encogido.

No cabían todos en el interior de la cabaña, de modo que Jack, Allegra y Alexander aguardaron fuera mientras Victoria entraba a ver a Shail. Ha-Din se acercó a Jack y le dijo en voz baja:

—Yandrak, ¿tienes un momento? Hay algo de lo que quiero hablar contigo.

—Pero Shail... —empezó Jack; se interrumpió, dándose cuenta de que él no podía hacer nada por su amigo, y aceptó—. Claro.

Ha-Din lo guió hasta un rincón más apartado. Jack, inquieto, cambiaba el peso de una pierna a otra, y volvía la mirada, casi sin darse cuenta, al lugar donde estaban los demás.

—No te entretendré mucho, Yandrak.

Jack —corrigió el muchacho automáticamente—. Mis... mis amigos me llaman Jack —añadió al ver la expresión confusa de su interlocutor.

—Jack —repitió Ha-Din—. Sólo quería decirte que sé lo de Lunnaris y ese shek.

Jack se quedó helado.

—También sé que ese muchacho no es una serpiente cualquiera. Es Kirtash, el hijo del Nigromante. ¿Me equivoco?

Jack se apoyó contra el tronco de un árbol y apretó los dientes. No dijo nada, pero Ha-Din leyó la verdad en su rostro.

—¿Por qué le proteges, hijo?

Jack llevaba tiempo haciéndose la misma pregunta, de modo que tenía varias respuestas preparadas. Aunque ninguna lo convenciera de verdad.

—Supongo... que porque lo ha dejado todo por unirse a nosotros. Supongo que... porque todos merecemos una segunda oportunidad —aventuró.

El Padre movió la cabeza, preocupado.

—Es un shek. No ha dejado de ser un asesino, y dudo de que se arrepienta de los crímenes que cometió. El mismo afirmó que, si está con nosotros, es por Lunnaris. Sólo por eso.

—Quizá sea ésa la razón —murmuró Jack—. No puedo entender por qué hace todo lo que hace, no puedo ponerme en su lugar. Pero sí puedo comprender que sienta algo por ella.

Enseguida se arrepintió de haber dicho aquello, de estar abriendo su corazón a un perfecto desconocido. Sin embargo, había algo en Ha-Din que inspiraba confianza; el celeste irradiaba una extraña paz que relajaba y reconfortaba a Jack profundamente.

—Lo sé —asintió el Padre—. He visto el lazo que une a Kirtash y Lunnaris, he visto también el vínculo que os une a ti y a ella. Una extraña alianza.

—A mí me lo van a contar —sonrió Jack.

—La profecía hablaba de esto —prosiguió el sacerdote—. No deberíamos sorprendernos.

Jack alzó la cabeza.

—Es verdad, Shail nos contó algo acerca de eso. Todos pensaban que la profecía se refería sólo a un dragón y un unicornio, pero Shail nos dijo que también había un shek implicado. ¿Es eso verdad?

El Padre asintió, con un suspiro.

—Los Oráculos hablaron de un shek también. Yo era partidario de hacer pública la profecía completa, pero la Madre Venerable no estaba de acuerdo. Ya te habrás dado cuenta de que no confía en los sheks. Estaba convencida de que debía de tratarse de un error de interpretación, de que era imposible que un shek pudiera salvarnos. Al final accedí a mantener en secreto esa parte de la profecía, pero por razones muy diferentes. Si era cierto que los sheks volverían a invadirnos, si la profecía se cumplía, y un shek iba a estar implicado en ella, nuestros enemigos no debían saberlo. Nadie debía saberlo. Sería nuestra baza secreta en el caso de que llegara a suceder lo peor. Sería un elemento que golpearía a nuestros enemigos desde dentro.

Jack no dijo nada. Seguía con la mirada perdida en el vacío, serio, pero escuchando atentamente las palabras del Padre.

—Es él, ¿verdad, Jack? Kirtash, el hijo de Ashran, es el shek de la profecía.

—Supongo que sí.

—Pero no es por eso por lo que lo proteges.

—No —admitió Jack de mala gana—. Es que... una vez pensamos que él había muerto, y Victoria... quiero decir, Lunnaris... —se corrigió; dudó un momento antes de proseguir—. Lo pasó muy mal. Fue como si algo muriera dentro de ella. No quiero volver a verla así, nunca más. Yo... no sé, no entiendo muy bien qué pasa entre ellos, pero a veces... me da la sensación de que no soy quién para estropearlo.

Hubo un breve silencio.

—Te subestimas, Yandrak —dijo Ha-Din por fin, utilizando a propósito el nombre del dragón que dormía en el interior del muchacho—. Eres el otro extremo del triángulo, el tercer elemento de la tríada. Eres tan importante como ellos dos. El vínculo que te une a Lunnaris es igual de sólido e intenso que el que los une a ella y a Kirtash.

Jack desvió la mirada, incómodo. Estaba empezando a descubrir cuál era el secreto poder de Ha-Din. Tal vez no fuera capaz de leer en las mentes de las personas, como hacían los sheks o los varu más poderosos; pero sí podía leer en sus corazones. Jack se preguntó si eso era algo que sólo podía hacer Ha-Din, como Padre de la Iglesia de los Tres Soles, o, por el contrario, era una capacidad que todos los celestes poseían.

—Sois tres —prosiguió Ha-Din—. Tres, como los soles, como las lunas, como los dioses y las diosas. En ese vínculo que hay entre vosotros está vuestra fuerza... pero también vuestra mayor debilidad.

—Yo soy el eslabón débil de la cadena —dijo Jack, sin poder quedarse callado por más tiempo—. Todavía no he sido capaz de transformarme en dragón. Es como si Yandrak no quisiera despertar en mi interior.

El Padre clavó su mirada violácea en los ojos verdes de Jack. El muchacho esperaba un reproche por su parte, y por eso su pregunta lo desconcertó:

—¿De qué tienes miedo, Yandrak?

—De quedarme solo —respondió Jack inmediatamente; una vez lo hubo dicho, ya no pudo parar—. De ser el único. El último. De no encontrar mi lugar en el mundo. De ser... el elemento que sobra...

—... en la vida de tu amiga —adivinó el celeste.

Jack le dio la espalda, mordiéndose el labio inferior, lamentando haber hablado más de la cuenta.

—¿Qué sabes de los dragones, muchacho? No gran cosa, ¿no es cierto?

—¿Y qué más da? —replicó Jack, con más amargura de la que pretendía—. Están todos muertos.

—Te equivocas. Tú eres el último, hijo, y eso significa que todos los dragones que han existido en el mundo viven ahora en ti. No vas a estar nunca solo, ¿comprendes?

No, Jack no lo comprendía. Pero no se sentía cómodo con aquella conversación, de modo que cambió de tema:

—Lo de Christian... —empezó, pero Ha-Din lo interrumpió con un gesto.

—No lo sabrá nadie por mí, no temas. Aunque es cuestión de tiempo que se descubra su verdadera identidad. Es una lástima... —añadió para sí mismo.

—¿El qué?—

—Es paradójico —dijo el Padre—. Ese chico rebosa amor, Jack, y el amor, según tengo entendido, es una emoción que los sheks no pueden experimentar.

—Es por su parte humana. El...

—Eso es lo que me preocupa. Está aquí gracias a su parte humana, pero, cuanto más intenso se hace ese amor, más deprisa agoniza el shek que hay en él. Los sentimientos humanos son veneno para esas criaturas.

—¿Agoniza? —repitió Jack, sorprendido—. ¿Qué significa eso?

—Significa que una parte muy importante de Christian está muriendo sin remedio, Jack. Y, cuando eso suceda, es muy posible que él muera con ella.

—Entiendo —murmuró Jack, aunque sólo llegaba a intuir las implicaciones de las palabras del Padre—. Entonces, tal vez deberíamos decírselo, ¿no?

—No es necesario, hijo. Porque él ya lo sabe desde hace mucho tiempo.

Tres pequeñas hadas llegaron en aquel momento y aguardaron a la puerta de la cabaña de Shail. Zaisei y Victoria salieron para dejarlas entrar.

Fuera las esperaba el resto de la Resistencia, excepto Christian, a quien nadie había visto en varias horas. Victoria se volvió hacia la entrada de la vivienda, mordiéndose el labio inferior, preocupada. Estaba al tanto de lo que iban a hacer las hadas y una parte de ella deseaba impedirlo; pero en el fondo sabía que debía dejarlas hacer su trabajo, porque sólo así salvaría la vida de su amigo.

Cerró los ojos, cansada de todo aquello, de aquella guerra.

Shail no se merecía un sufrimiento así, pensó. Y, de pronto, recordó la pierna ennegrecida de su amigo, y recordó a Christian transformado en un shek, y que sus colmillos inoculaban el mismo veneno que había estado a punto de matar a Shail.

Sacudió la cabeza para apartar de su mente aquellos pensamientos, y se reunió con Jack. Su presencia siempre la hacía Sentir mejor.

—¿Cómo está? —preguntó Alexander enseguida; Shail y él habían sido los líderes de la Resistencia en Nimbad, y, aunque al principio habían tenido sus diferencias, habían acabado por hacerse amigos.

—Saldrá de ésta —murmuró Victoria—. Pero las hadas dicen que ha perdido la pierna derecha.

Sobrevino un breve silencio, sólo interrumpido por una maldición que soltó Alexander por lo bajo.

—No es justo —resumió Jack los pensamientos de todos.

Nadie añadió nada más. No había palabras que pudieran expresar lo que sentían.

Shail seguía sumido en un sueño profundo cuando las hadas curanderas entraron a hacer su trabajo. Pertenecían a una raza poco común dentro de la gran familia feérica. Eran tres, de baja estatura, cabellos como pelusa de diente de león y piel rugosa, como corteza de árbol, que las hacía parecer más viejas de lo que eran en realidad. Jamás habían salido del bosque de Awa, pero conocían las propiedades de cada semilla, cada árbol, cada hierba y cada hoja que crecía en él. Y sabían cómo utilizar las ramas de sinde, un árbol que crecía en lo más profundo del bosque, de ramas tan finas como los cabellos de un niño, que caían en torno a él formando una cascada hasta el suelo, ocultando el tronco. Pero aquellas ramas estaban dotadas también de una dureza extraordinaria; nada podía romperlas. Y, empleadas correctamente, podían segar casi cualquier superficie.

La mayor de las hadas sacó de su zurrón una de las ramas de sinde que había traído. Era tan tenue que había que mirarla a contraluz para poder verla. Rodeó con ella la pierna de Shail, un palmo por encima de la rodilla, un poco más arriba del lugar donde terminaba la zona de carne ennegrecida por el veneno del shek. Mientras, las otras dos entonaban cánticos a Wina, la diosa de la tierra. El hada aseguró el lazo y entregó un extremo a cada una de sus compañeras. Ellas aguardaron un momento, mientras la mayor preparaba la cataplasma de hierbas que iba a necesitar después.

Entonces, a su señal, las dos tiraron de los extremos, a la vez, con fuerza y seguridad. El hilo se hundió en la carne de Shail, cortándola con tanta facilidad como si fuera mantequilla, limpiamente. Un nuevo tirón más y la rama de sinde, más afilada que la hoja de cualquier cuchilla, segó también el hueso.

El mago no se despertó en todo el proceso. Las hadas siguieron trabajando, aplicando en la herida la cataplasma de hierbas para detener la hemorragia, sellándola con su propia energía feérica, mientras sus melódicas voces continuaban entonando himnos en honor de su diosa. No vacilaron en ningún momento, ni mostraron pena por el joven al que estaban mutilando. Porque era la única manera de mantenerlo con vida, y las liadas amaban la vida sobre todas las cosas.

Pronto, la herida se cerró. Shail se agitó en sueños, pero una de las hadas acercó a su rostro un puñado de flores anaranjadas, y el mago, tras aspirar su embriagador perfume, se sumió de nuevo en un profundo sopor.

Las hadas recogieron sus cosas y salieron en silencio de la cabaña. Sabían que haber perdido una pierna sería un duro golpe para el joven, pero ellas no estarían allí cuando despertara. Su labor ya había terminado.

—A los sheks no les gusta luchar en grupo —dijo Christian—. Normalmente cazan mejor en solitario, así que eso nos dice algo muy importante acerca de la emboscada que nos tendieron en la Torre de Kazlunn: o bien están desesperados, o nos consideran enemigos muy peligrosos. Yo me inclino más bien por la segunda opción.

Hizo una pausa, por si alguien quería comentar algo al respecto, pero nadie dijo nada.

Jack, Victoria y Alexander se habían reunido en torno a una cálida hoguera que sus anfitriones habían encendido junto al río. Allegra se había marchado hacía algunas horas, en busca de supervivientes de la Torre de Derbhad que se hubieran refugiado en el bosque tiempo atrás; o de alguien que pudiera informarle acerca de la gente que había estado a su cargo. Hacía quince años que no sabía nada de ellos.

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