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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (8 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—¡Vamos, Fermín, debería usted besar el suelo que pisa esa chica! Ella estaba tan tranquila haciendo lo suyo y se ha prestado a ayudarnos sin rechistar.

—Porque le apetece investigar. Dicho así, suena como si lo que hacemos fuera una especie de juerga.

—¿De verdad cree que le apetece estar con un par de veteranos malcarados y pasados de todo como nosotros?

—¡Carajo, inspectora, ésa sí es una definición deprimente!

—Pero cierta. Entreténgase un momento en pensar cómo debe de vernos una chica tan joven. Nos queda muy poca ilusión por lo que hacemos, Fermín, y escaso buen humor además.

—No se me había ocurrido que para investigar un crimen hiciera falta algo como la ilusión. ¡Oh, qué ilusión, vamos a ver quién le ha hundido el cráneo a este tipo! ¡Me apetece, sólo pensar que me van a dar los resultados de la autopsia, ya me pongo de buen rollo!

—Es usted imposible, querido colega. Me resulta preocupante que no se dé cuenta de hasta qué punto nos estamos volviendo dos viejos osos con mal talante.

—¡Bah!, lo que pasa es que estamos en una sociedad blanda y estúpida, en una sociedad llena de mentiras. El trabajo te tiene que apetecer, lo importante es pasarlo bien, y hay que poner ilusión y alegría en las cosas. ¡Sonreír, siempre sonreír! En mi juventud, ni al demonio se le ocurría que currelar debiera ser divertido. Trabajabas porque no tenías más cojones. Si te gustaba, bien, y si no, a joderse.

—¡Ay, por favor, Fermín, no me dé la matraca realista! ¿Por qué no me invita a tomar una maldita cerveza, o quizá eso es demasiado festivo para usted?

Entramos en un bar proletario y bebimos cerveza. Después de lo que habíamos visto, el ambiente de trabajadores que tomaban el aperitivo después de la jornada me parecía tranquilizador. Eran gente sencilla que tenían una familia, un lugar donde vivir, una labor que desarrollar. Nada comparable con aquel descampado neolítico donde los hombres se calentaban con hogueras y comían lo que encontraban.

—¿Qué impresión tiene del caso, Fermín?

—No muy buena, la verdad. Damos tumbos de un lado a otro y no se ve ningún camino por el que avanzar. Si los periodistas dejan de ejercer presión, el comisario Coronas lo mandará al archivo.

—¿Es posible que ese hombre estuviera metido en algo feo, algo ilegal?

—Si no se tratara de un vagabundo, en seguida le diría que sí. El hecho de que unos tipos lo dejen muerto en un lugar y le peguen por si hay testigos parece típico de un ajuste de cuentas. Esos hombres con los que habla dos meses antes... pensaría en drogas, un camello de baja estofa, pensaría incluso en inmigración ilegal, un contacto... pero siendo el muerto un tío tan tirado...

—Sospechamos que no eran skins quienes lo mataron. Bien, ¿no podríamos también sospechar que él no era un
homeless
?

—Usted vio su aspecto, vio cómo vestía, cómo olía. No lo creo, inspectora, de verdad. Pudieron disfrazarlo, ponerle ropa sucia, dejarle crecer el pelo. Pero usted ya ha visto que a la gente que vive así acaba por grabársele la miseria en los rasgos. El cadáver la tenía grabada, y eso es difícil de imitar.

Llevaba razón. Los vagabundos llevaban marcada en la cara algo más que la pobreza. Se advertía a simple vista el abandono, la locura, la dejación final y definitiva. ¿Cómo se llega ahí?, ¿qué episodios biográficos son necesarios para que alguien alcance un punto en el que pueda decir: no me importo a mí mismo?

—¿Quiere que le diga algo, Garzón? No sé qué siento más con respecto a esos hombres, si compasión o curiosidad.

—No creo que ninguno haya sido de joven un príncipe encantado, si es eso lo que piensa.

—A todos nos hacen creer eso de jóvenes, sólo que no es verdad.

Garzón cabeceó filosóficamente, llamó al camarero y pidió más cerveza sin consultarme siquiera.

—Bebamos un poco más, Petra, veo que este caso la está poniendo melancólica.

En ningún momento se me ocurrió contradecirle. Había llegado a pensar que la influencia del trabajo era mínima en mi estado interior, pero aquel caso estaba revelando la falsedad de esa idea. Incluso un ogro gruñón como mi compañero se preocupaba por mi posible depresión hasta el punto de invitarme a otra cerveza. Mi desánimo resultaba evidente.

Nos despedimos media hora después y, mientras Garzón volvía a su casa, yo pasé por comisaría. La analítica del muerto sin nombre debía de estar sin duda sobre mi mesa.

Nada más entrar, el guardia de la puerta vino hacia mí.

—Inspectora, aquel médico del otro día ha vuelto a venir hace un rato. Quería verla. Ha dejado su número personal para que lo llame.

Asentí varias veces poniendo cara de estar sumida en un embarazoso asunto de trabajo. ¿Por qué? Porque tenía la seguridad de que el doctor Crespo no quería verme para nada oficial. Aquel tipo estaba como una cabra, ¿a quién se le ocurre utilizar una comisaría como centro de operaciones para ligar? La idea me hizo sonreír. Entré en mi despacho, abrí el correo electrónico, revisé los papeles... Entonces me di cuenta de que no estaba enterándome de lo que leía. ¿Estaba allí el informe de la forense? Volví a mirar. Sí, allí estaba. Me encontraba distraída, no cabía duda, y no a causa del cansancio de un día agotador, sino por la noticia que acababa de recibir. Miré la hoja de libreta que me había dado el guardia: su número de teléfono personal, o sea, que debía de vivir solo. Un estrafalario psiquiatra que me encontraba con un atractivo especial. Sentía cierto halago. Hacía mucho tiempo que nadie me había atacado así. Claro que tampoco se trataba de alguien corriente. Quizá era un chiflado que intentaba ligar con todas las mujeres que encontraba por primera vez. Incluso podía tratarse de curiosidad científica. A alguien que se ocupa de la psique debía de interesarle indagar en las características de una profesión con la que no había tratado anteriormente. En fin, daba igual, prefería pensar que le había gustado un montón, que me encontraba fascinante, bella, interesante, un sueño de mujer. ¿Por qué no? En cualquier caso, no pensaba llamarlo, y le convenía a mi estado depresivo pensar que había hecho una conquista con una sola aparición.

Abrí las conclusiones de los análisis. Bien, al parecer, nuestro hombre no era consumidor de ninguna droga, lo que alejaba aún más la posibilidad de que se tratara de un traficante encubierto. Sus vísceras eran normales, todas excepto el hígado. Una cirrosis galopante hacía pensar a la forense que nos encontrábamos frente a un empedernido bebedor. Aquello entraba en el guión de los
homeless
. Justamente mi psiquiatra admirador había dicho que muchos de ellos estaban aquejados de alcoholismo severo. ¿Habría seguido tratamiento en algún dispensario? ¡Aquel anonimato recalcitrante empezaba a ser vergonzoso! ¿Cómo era posible que un hombre viviera en una ciudad sin estar censado en ninguna parte? Todas las prevenciones de los ciudadanos modernos sobre el excesivo control que las instituciones ejercen sobre ellos no contaban para aquél. Nuestro hombre no estaba en lista alguna, ni tenía domicilio fijo, ni pagaba impuestos, y seguramente nunca había utilizado un carnet de identidad. ¿Se lo permitían las autoridades? Era obvio que las autoridades sólo se interesan por censarte si pueden sacar algún partido de ti. Si no tienes dinero, no tienes nada. Hasta los perros figuran en un censo desde el momento en que les insertan un microchip en la oreja. Claro que un perro pertenece a alguien que lo quiere, lo cuida y lo lleva al veterinario cuando se encuentra mal. Nada parecido a un vagabundo. Aunque no sabía si lo que debía sentir por él era pura envidia. Un hombre libre como el aire.

Recogí mis cosas y salí del despacho. Llegar a casa antes de lo normal me sentaría bien. Estaba acostumbrándome a trabajar todo el tiempo, respetando cada vez menos los horarios de una persona civilizada. Si seguía de aquel modo, acabaría como uno de esos polizontes que carece por completo de vida privada y que sólo disfruta cuando está metiendo las narices en algún caso. Había conocido a unos cuantos así. Creo que todos huían de la triste realidad que los aguardaba al llegar a sus casas. Pero conmigo no sucedía eso, a mí me gustaba el regreso, siempre tenía cosas que hacer, cosas gratificantes, formativas, placenteras.

Por ejemplo, aquella noche pensaba prepararme una buena sopa de cebolla y abrir una botella de somontano que conservaba para alguna ocasión. ¿Qué ocasión celebraba? Sólo recordarme a mí misma que la guardia no debía ser bajada y que el disfrute personal se lo proporciona uno mismo.

Una vez plácidamente instalada en mi espacio, me serví una copa mientras empezaba a cocinar. Una sinfonía de Mozart me daba el ritmo para cortar la cebolla con rapidez. Todo estaba a mi gusto. Lo malo sería que, tras la cena, me pondría a leer y probablemente caería dormida. Llevaba demasiados días madrugando en exceso. Sí, estaba actuando con negligencia en lo que atañía a mi vida personal, y eso no podía permitírmelo. Debería haber invitado a alguno de mis amigos a cenar. Claro que, durante la semana, todo el mundo tiene su trabajo y nadie está dispuesto a dejar el descanso nocturno por una simple cena amistosa. Otra cosa sería si se tratara de una cena romántica. Yo misma podría haber organizado una cena romántica con el psiquiatra loco si hubiera querido. Una cena romántica es mucho decir, pero sí hubiera sido fácil improvisar un encuentro. Al fin y al cabo, quizá era interesante hablar con él, y resultaba halagador que alguien insistiera de aquel modo sólo para charlar conmigo. Metí la cebolla cortada en una cazuela y recapacité. Aún estaba a tiempo de llamarlo e invitarlo a cenar. Me limpié las manos bajo el grifo. Podía ser peligroso hacer algo así, un tipo no muy estable quizá imagine un ligue seguro si recibe semejante invitación. La cebolla estaba ya tomando un color agradable. ¿Desde cuándo era yo una mujer timorata de las que toman precauciones para que los hombres «no piensen mal»? Nunca me había privado de ninguna compañía masculina para evitar malos entendidos. Si esos malos entendidos se producían, lo que solía hacer era resolverlos yo misma diciéndole al encartado cómo era exactamente la situación. En caso de que el encartado se pusiera pesado, no tenía más que largarlo y en paz. Además, en un momento de emergencia, siempre podía usar mi pistola reglamentaria. Una sonrisa inconsciente me vino a los labios. Imaginé la cara del psiquiatra loco viéndose encañonado por mi Glock. Casi deseé que se produjera algo parecido. Solté una carcajada, ¡pobre doctor Crespo! En realidad, tenía aspecto de ser encantador, caótico, pero encantador. En una época de mi vida me habían gustado los hombres así: despistados, poco organizados y con un punto de locura. ¿Cómo me gustaban ahora? ¡Ni siquiera podía contestarme a eso! Hacía tiempo que no salía con nadie ni pensaba en ligar. Me encontraba demasiado absorbida por mi rutina y las responsabilidades del cargo. «De eso a la completa decadencia no hay más que un paso», pensé. Incluso cabía la posibilidad de que, dejando introducir en mi vida cotidiana algún escarceo galante, mis neuronas salieran beneficiadas. Más ánimo, más creatividad... mi trabajo mejoraría sin duda alguna. Eché agua sobre la cebolla ya bien frita. Aquello era el colmo, nunca, en todos los días de mi vida, había necesitado tanta justificación para llamar a un tipo por teléfono. Bajé la intensidad del fuego y fui con decisión hacia la sala.

—¿Doctor Crespo? Soy Petra Delicado, la inspectora de policía con la que habló.

—¡Hola, vaya sorpresa!

—¿Sorpresa? Usted dejó un aviso en comisaría para que le llamara.

—Sí, es verdad, pero no pensé que lo hiciera.

—No veo por qué no. ¿Algo nuevo sobre el caso?

—Nada importante.

—¿Pero algo?

—Pues... pensé que nuestra conversación sobre la psicología de los «sin techo» había sido incompleta y sesgada y que, en definitiva, se podía mejorar.

—Cualquier conversación se puede mejorar. ¿Por qué no viene a cenar conmigo? Acabo de preparar una sopa que no está mal.

—¡Perfecto, justamente ya había cenado!

—En ese caso...

—No, qué va; cuando digo que he cenado significa que he añadido al hambre un poco de frustración. Lo mío no es la cocina. Mi menú de hoy ha sido una lata de atún, en sustitución de algo que he desistido de guisar.

—Bien, entonces le espero. Apunte mi dirección.

Mientras lo hacía, sentí el típico arrepentimiento que se experimenta después de haber obedecido a un impulso.

—¿Petra, está aún ahí?

—Sí, dígame.

—No piense que acepto su invitación por simples motivos gastronómicos. Aunque hubiera cenado un faisán, iría igual a su casa. De hecho, nunca llegará a saber si de verdad no he cenado un faisán en vez de la lata de atún.

Desaparecieron todos mis resquemores, tenía sentido del humor, y cuando alguien tiene sentido del humor, no se toma muy a mal verse apuntado por una pistola.

Definitivamente no había cenado un faisán; a medida que lo veía tragar todo lo que le ponía delante, la versión de la lata de atún iba tomando visos de realidad. Era un digno suplente del subinspector Garzón, si bien Crespo no hacía ningún comentario sobre la excelencia de los platos, amén de ir intercalando cigarrillos entre las dentelladas. Era divertido, burlón, tocado de un escepticismo que le hacía no tomar en serio casi nada. Me gustaba, por qué iba a negarlo, me gustaba. Cuando acabó la cena, nos tuteábamos, pero seguíamos sin saber gran cosa el uno del otro. Frente a una taza de café comenzó un registro más personal.

—Sigo preguntándome por qué una mujer como tú llega a hacerse policía.

—No pienso contestar a ninguna pregunta.

—Preguntar es mi deformación profesional.

—Y la mía también.

—Sí, pero sólo te interesan los vagabundos. No me has preguntado nada sobre mí.

—¿Qué me quieres contar?

—Nada que no quieras saber.

—Ya he descubierto algunas cosas de ti. Ésa es mi segunda deformación profesional.

—Es la segunda mía también.

—O sea que también estoy parcialmente descubierta.

—Veo que hay mucho en común entre policías y psiquiatras. ¿Quién empieza a cantar conclusiones, tú o yo?

—Empieza tú, a ti suelen pagarte tus interlocutores; los míos detestan saber lo que he aclarado sobre ellos.

—Bien, empezaré. No eres soltera, eso es obvio por tu talante y tu modo de obrar. Por tanto, eres divorciada. Además, hoy en día todo el mundo es divorciado si tiene el mínimo interés. Eres aparentemente fría, pero ocultas un lado pasional. Tienes fuertes contradicciones, eres impaciente, a veces colérica, sensible y amante de la soledad. Ahora te toca a ti.

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