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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (5 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Hoy, sin embargo, hay algo en el aire. Se oye un zumbido, y su nombre es Rick. Hoy hay una chispa de maldad en su piedad que no pueden mantener apagada, y procede de ellos mismos, del ascua encendida en el centro de su esferita oscura, y Rick es su dueño, su origen y su instigador. Se advierte por doquier en los andares siniestros y oscilantes del diácono de traje marrón, en la respiración agitada y palpitante de las mujeres con sombrero que entran con prisa, creyendo que llegan tarde, y que luego se sientan sonrojándose por debajo de su polvo facial blanco porque han llegado pronto. Todo el mundo ansioso, todos de puntillas y un llenazo imponente, como Rick hubiera comentado con orgullo, como probablemente hizo, porque le encantaban los llenos a cualquier precio, aunque fuera para verle ahorcar. Unos cuantos han venido en coche -prodigios del día tales como los Lanchester y los Singer-, otros en trolebús y algunos andando; y la lluvia marina de Dios les ha puesto barbas de frío dentro de sus estolas baratas de zorro, y el viento marino de Dios se cuela cortante por la tela raída de su ropa de domingo. No hay ninguno, sin embargo, no importa cómo haya venido, que no desafíe el clima un segundo más para pararse a mirar atónito el tablón de anuncios y confirmar Con sus propios ojos lo que radio macuto ha estado difundiendo estos últimos días. Hay dos carteles clavados, ambos manchados por la lluvia, ambos tan desangelados para el transeúnte como tazas de té frío. Pero para quienes conocen el código transmiten una noticia electrizante. El primero, de color naranja, proclama la cuestación de cinco mil libras para restaurar la sede de la Liga de Mujeres Baptistas y proporcionarle una sala de lectura, bien que todos saben que en ella no se leerá jamás un libro, que será un local donde exponer tartas caseras y fotografías de niños famélicos del Congo. Un termómetro de contrachapado, atado a la barandilla, informa de que ya se han recaudado las primeras mil. El segundo letrero, verde, anuncia que la homilía de hoy la impartirá el pastor: todo el mundo será bien recibido. Pero esta información ha sido corregida. Han clavado encima un rígido comunicado, escrito íntegro a máquina, como un aviso jurídico, y con el cómico error de las mayúsculas mal puestas, que en esos lugares indica presagios:

Debido a Circunstancias imprevistas, Sir Makepeace Watermaster, juez de paz y diputado liberal por esta Circunscripción, pronunciará el Sermón hoy. Se ruega al Comité que Después se quede para una reunión Extraordinaria.

¡Makepeace Watermaster en persona! ¡Y saben por qué!

En todas las demás partes del mundo, Hitler está cobrando fuerzas para prender fuego al universo, en América y Europa las desventuras de la Depresión se extienden como una plaga incurable, y los antepasados de Jack Brotherhood las están incitando o no, según la falsa doctrina-en-boga que prevalezca en los pasillos discutibles del Whitehall remoto. Pero la congregación no se atreve a sustentar opiniones sobre estos aspectos inescrutables de los designios de Dios. La suya es la iglesia disidente y nuestro señor feudal es Sir Makepeace Watermaster, el predicador y liberal más grande que el mundo haya conocido y uno de los mandamases del país, que les donó este mismo edificio de su propio bolsillo. No lo hizo, por supuesto. Se lo dio su padre, Goodman, pero Makepeace, al sucederle en el feudo, sabe olvidar que su padre existió. El viejo Goodman era galés, un mísero alfarero, predicador, cantante y viudo, con dos hijos que se llevaban entre ellos veinticinco años y de los cuales Makepeace es el mayor. Goodman vino aquí, verificó la arcilla, olió el aire de mar y construyó una alfarería. Un par de años más tarde abrió otras dos e importó mano de obra barata para contratarla, primero galeses de extracción humilde como él y luego irlandeses perseguidos, igualmente humildes y aún más baratos. Goodman los engatusó con sus casas de campo, los mató de hambre con sus jornales de miseria y les inculcó el temor al infierno desde el púlpito antes de ser a su vez trasladado al paraíso, como atestigua el modesto monumento de dieciocho metros erigido en su memoria en el antepatio de la alfarería, hasta que hace unos años demolieron todo el tinglado para dejar sitio a una urbanización de bungalows, y adiós muy buenas.

Y hoy,
debido a Circunstancias imprevistas,
ese mismo Makepeace, el hijo único de Goodman, baja de la cumbre de su montaña, si bien las circunstancias han sido previstas por todos menos él, son tan palpables como los bancos en los que aguardamos, tan inamovibles como las baldosas Watermaster a las que están atornillados, tan fatídicas como la campana rechinante que resuella y silba dentro de su campanario entre cada tañido, como una cerda agonizante que lucha contra su horrible fin. Imagina el triste cuadro: la manera en que aniquila y hunde a los jóvenes, su prohibición de todas las emociones que les agradaban; desde los periódicos dominicales al papado, desde la sicología al arte, desde la lencería fina al ánimo alegre o el humor abatido, desde el amor hasta la risa y viceversa, creo que no había faceta de la condición humana sobre la que su reprobación no recayese. Porque si no comprendes la tristeza del cuadro no entenderás el mundo del que Ricky huía o el universo hacia el que escapaba, ni el deleite sinuoso que murmura y cosquillea como una pulga en el pecho humilde de cada feligrés este domingo oscuro, mientras los últimos carrillones se funden con el tamborileo de la lluvia y comienza la primera gran prueba en la vida del joven Rick. «Rick Pym va a dar por fin el gran salto», dice el rumor. ¿Y qué verdugo más impresionante que el propio Makepeace, el mandamás del país, juez de paz y diputado liberal, para ajustarle al cuello el nudo corredizo?

Junto con la campana se extinguen también los acordes del órgano. La feligresía contiene la respiración y empieza a contar hasta cien mientras busca sus actores favoritos. Las dos mujeres Watermaster han llegado temprano. Están sentadas hombro con hombro en el banco de los notables, directamente debajo del púlpito. Cualquier otro domingo, o casi, Makepeace se habría posado entre ellas, con su metro noventa y pico de estatura y su cabeza larga ladeada, mientras escuchaba el solo de órgano con sus orejas tan húmedas como capullitos. Pero hoy no, porque hoy es un día especial, hoy Makepeace está entre bastidores conferenciando con nuestro pastor y con ciertos administradores preocupados del comité de cuestación.

La mujer de Makepeace, conocida como señora Nell, está ya corcovada y marchita como una bruja, a pesar de que aún no ha cumplido los cincuenta, y tiene la costumbre de asestar papirotazos de improviso a su cabeza grisácea, como si estuviera espantando moscas. Y, a su lado -una estatua diminuta y seria junto al picoteo y la estupidez de Nell-, está instalada Dorothy, a quien acertadamente llaman Dot
[2]
, una mujer que semeja una mota inmaculada, lo bastante joven para ser hija de Nell en vez de hermana de Makepeace, y está rezando, rezando a su Creador, apretando contra los ojos sus puños cerrados mientras le confía su vida y su muerte con la esperanza de que Él la escuche y la socorra. Los baptistas no se arrodillan ante Dios, Tom. Se acuclillan. Pero mi Dorothy se habría tendido de bruces sobre las baldosas de Watermaster y habría besado ese día el dedo gordo del pie del Papa si Dios la hubiera sacado del aprieto.

Tengo una sola fotografía de ella y ha habido tiempos -aunque ya no, lo juro, Dorothy ha muerto para mí- en que hubiera dado mi alma por tener otra más. La encontré en una Biblia vieja y desgastada cuando yo tenía la edad de Tom ahora, en un palacete de las afueras que estábamos desocupando precipitadamente. «A Dorothy con todo mi amor especial, Makepeace», reza la inscripción en la página interior. Una sola en todo el mundo. Solamente una foto marrón sepia y moteada, obtenida como una pausa en la huida cuando ella se apea del taxi -no se ve el número de la matrícula- aferrando un ramillete casero de florecillas que podrían ser silvestres y, para inquietud nuestra, sus ojos grandes esconden demasiadas cosas. ¿Se dirige a una boda? ¿A la suya? ¿Va a visitar a un pariente enfermo? ¿A Nell? ¿Dónde está? ¿Adónde huye esta vez? Tiene las flores a la altura de la barbilla y los codos pegados. Los antebrazos forman una línea vertical desde la cintura hasta el cuello. Mangas largas ceñidas en la muñeca. Guantes de muselina y en consecuencia ningún anillo visible, aunque albergo la sospecha de una protuberancia en la tercera articulación del dedo tercero de la mano izquierda. Un gorro acampanado le cubre el pelo y proyecta una sombra como una máscara a través de sus ojos intimidadores. Los hombros inclinados, como si estuviera a punto de perder el equilibrio, y un pie diminuto ladeado hacia un costado para impedírselo. Sus medias pálidas tienen el brillo zigzagueante de la seda; sus zapatos son de charol, puntiagudos, con botones. Y por alguna razón sé que le aprietan, que han sido comprados contrarreloj, como el resto de su indumentaria, en un comercio donde no la conocen y donde no quiere que la conozcan. Tiene la cara agachada y pálida como una planta crecida en la oscuridad; piensa en
The Glades,
la casa en la que se ha criado. Es hija única, como yo, se ve a simple vista; da igual que tenga un hermano que le lleva veinte años.

¿Te diré lo que encontré una vez en el gran huerto oscuro de la casa de verano de los Watermaster, por donde yo, un niño como ella, estaba vagabundeando? El libro de colorear que ella había ganado en clase de religión, la
Vida de Nuestro Salvador en imágenes.
¿Y sabes lo que había hecho con él mi querida Dot? Tachado todas las caras santas con lapicero salvaje. Al principio me escandalicé; luego lo entendí. Aquéllas eran las caras pavorosas del mundo real en el que ella no participaba. Gozaban del compañerismo y las sonrisas amables que ella nunca tuvo. Así que las tachaba con lápices de colores. Sin cólera. Sin odio. Sin envidia siquiera. Sino porque la vida fácil de los santos estaba fuera de su alcance. Mira la foto otra vez. La mandíbula. La mandíbula severa, seria, hermética. La boquita firmemente cerrada y hacia dentro para mantener sus secretos a salvo. Esa cara no puede desechar ni un solo mal recuerdo o experiencia, pues no tiene a nadie con quien compartirlos. Está condenada a acumularlos hasta que la sobrecarga la desborde.

Basta. Me estoy adelantando. Dot, también conocida como Dorothy, apellidada Watermaster. Nada que ver con ninguna otra empresa. Una abstracción. Mía. Una mujer irreal y vacía, permanentemente en fuga. Si hubiera estado de espaldas y no de frente a mí, podría haberla conocido menos o amado más.

Y detrás de las Watermaster, muy detrás, por casualidad tan lejos como permite el pasillo largo y grande, en el fondo mismo de la iglesia, en los bancos que han elegido directamente al lado de las puertas cerradas, está la flor de nuestros jóvenes, con la corbata apretada y sobresaliendo del cuello almidonado y el pelo alisado y dividido en dos por un tajo de navaja. Son los chicos de la escuela nocturna, como se les llama cariñosamente, nuestros futuros apóstoles del Tabernáculo, nuestra esperanza blanca, nuestros clérigos del mañana, los médicos, misioneros y filántropos, los futuros mandamases del país, que un día saldrán al mundo y lo Salvarán como nunca ha sido Salvado anteriormente. Son ellos los que por su celo han merecido los quehaceres habitualmente confiados a hombres más mayores: el reparto de himnarios y cojines, la recaudación de la colecta, la tarea de colgar los abrigos y la de tocar la gran campana. Son ellos los que una vez por semana, en bicicleta, motocicleta y automóviles de padres afables, reparten nuestra revista parroquial por todas las puertas temerosas de Dios, sin descontar la de Sir Makepeace, cuya cocinera tiene la orden fija de esperar al recadero con un pedazo de tarta y un vaso de hordiate; ellos los que cobran los exiguos chelines de alquiler de las pobres viviendas rurales de la iglesia, los que gobiernan las embarcaciones de recreo cuando los niños hacen excursiones en Binkley Mere, y los que levantan el abeto en el antepatio eclesial por Navidades. Y son ellos los que han aceptado sobre sus espaldas, como un encargo directo de Jesús, el fardo de la cuestación para la Liga de Mujeres, el objetivo de reunir cinco mil libras en una época en que doscientas mantendrían a una familia durante un año. No hay timbre que no hayan pulsado en el curso de su peregrinación. No hay ventana que no se hayan brindado a limpiar, arriate a desherbar y cavar por Jesús. Día tras día las jóvenes huestes han partido para regresar apestando a hierbabuena mucho después de que sus padres se hayan dormido. Sir Makepeace ha cantado sus alabanzas, lo mismo que nuestro pastor. Ningún domingo es completo sin elevar a Nuestro Señor un recordatorio de su devoción. Y valerosamente la línea roja sobre el termómetro de contrachapado en las puertas de la iglesia ha ascendido a través de los cincuentas y los cientos hasta el primer mil, donde parece que lleva un tiempo estancada, a pesar de todos sus esfuerzos. No es que los chicos hayan perdido ímpetu, nada de eso. El fracaso es idea desterrada de su pensamiento. No hace falta que Makepeace Watermaster les recuerde la araña de Robert the Bruce, aunque a menudo lo hace. Nuestros chicos de la escuela nocturna son
formidables,
como solemos decir. Nuestros chicos son la vanguardia de Cristo y serán los mandamases del país.

Son cinco, y en su centro se halla Rick, su fundador, director, mentor y tesorero, todavía soñando con su primer «Bentley». Rick, de nombre completo Richard Thomas por su querido padre, el adorado TP, que combatió en las trincheras de la gran guerra antes de convertirse en nuestro alcalde, y que falleció hace siete años, aunque parece que fue sólo ayer, ¡y
qué
predicador tuvimos hasta que el Señor se lo llevó a Su seno! Rick, tu abuelo sin funciones, Tom, porque nunca consentí que le conocieras.

Tengo dos versiones de la alocución de Makepeace, las dos incompletas, las dos desprovistas de hora, lugar y origen: recortes amarillentos, claramente cortados con tijeras de uñas de las páginas eclesiásticas de la prensa local, que en aquellos tiempos informaban de las actividades de nuestros predicadores tan lealmente como si fueran nuestros futbolistas. Los encontré en la misma Biblia de Dorothy, junto con su foto. Makepeace no acusó a nadie abiertamente, Makepeace no formuló acusaciones. Esto es el país de las insinuaciones; hablar sin rodeos es para pecadores. «El diputado expresa Rigurosa Advertencia contra la Codicia y la Avaricia Juveniles», reza el primero. «Los peligros de la joven Ambición magníficamente Expuestos.» En la imponente personalidad de Makepeace, declara el cronista anónimo, «se conjugan la gracia celta del poeta, la elocuencia del estadista, el sentido férreo de la justicia que posee el legislador». La congregación, «hasta el más sumiso de sus miembros», estaba «hechizada», y nadie más que el propio Rick, que, en un rapto de éxtasis, asiente con su amplia cabeza a las cadencias de la retórica de Makepeace, aun cuando cada acento galés de la misma -para los oídos y los ojos excitados de quienes le rodean- es lanzado personalmente contra Rick por toda la longitud del pasillo, e introducido como una puñalada chapucera por el lúgubre índice del orador.

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