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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (6 page)

BOOK: Un espia perfecto
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La segunda versión cobra un tono menos apocalíptico. El mandamás del país distaba mucho de vociferar contra los pecados de la juventud. Estaba ofreciendo socorro al joven que flaquea. Estaba ensalzando los ideales juveniles, equiparándolos a estrellas. De creer esta segunda versión, en efecto, se diría que Makepeace se había vuelto loco por las estrellas. No lograba alejarse de las cosas, ni tampoco el cronista. Estrellas como nuestro destino. Estrellas que guían a los Reyes Magos a través de desiertos hasta la Cuna de la Verdad. Estrellas que iluminan la oscuridad de nuestra desesperación, sí, incluso en el pozo del pecado. Estrellas de todas las formas para cada ocasión. Brillando sobre nuestras cabezas como la luz misma de Dios. El cronista debe de haber sido propiedad de Makepeace en cuerpo y alma, si es que no escribió él mismo la reseña: nadie más podría haber dulcificado su aparición odiosa e impresionante en el púlpito.

Aunque mis ojos no estaban todavía abiertos aquel día, le veo tan claramente como le vi más tarde en persona y como le veré siempre: alto como una de las chimeneas de su fábrica, e igual de estrecho. Elástico, de débiles hombros apretados y una cintura ancha y combada. Extendía hacia nosotros un brazo inarticulado, como una señal ferroviaria, del que aleteaba una mano holgada. Y la boquita húmeda y elástica, que debería haber sido de mujer, demasiado pequeña incluso para alimentarse por ella, se estira y se contrae mientras pronuncia trabajosamente las vocales indignadas. Y cuando, finalmente, han sido proferidas suficientes advertencias espantosas -y los castigos del pecado perfilados con harto detalle- le veo juntar fuerzas, echarse hacia atrás y humedecerse los labios para concluir, cosa que los niños hemos estado ansiando durante estos cuarenta minutos, con las piernas cruzadas y muñéndonos de ganas de hacer pis, por muchas veces que hayamos meado antes de salir de casa. Un recorte reproduce entero este pasaje absurdo, y yo lo transcribiré aquí de nuevo -su texto, no el mío-, si bien ningún sermón de Watermaster que oí posteriormente era completo sin él, y aunque las palabras se convirtieron en parte integrante del carácter de Rick y le acompañaron durante toda su vida y por consiguiente también la mía, y me asombraría que no hubiesen sonado en sus oídos a la hora de la muerte y le escoltasen cuando corría al encuentro de su Hacedor, dos camaradas reunidos por fin:

–Ideales, mis jóvenes hermanos. -Veo a Makepeace hacer una pausa aquí, fulminar nuevamente a Rick con la mirada y proseguir-. Los ideales, mis amados hermanos, deben compararse a esas magníficas estrellas que hay encima de nosotros… -Le veo levantar los ojos tristes y sin estrellas al techo de pino-. No podemos alcanzarlas…, millones de millas nos separan de ellas… -Le veo extender sus brazos que descienden como para sujetar a un pecador que cae-. Pero oh, hermanos míos, ¡qué gran provecho extraemos en verdad de su presencia!

Recuérdalas, Tom. Jack, pensarás que estoy loco, pero esas estrellas, por fatuas que sean, son una pieza crucial del espionaje operativo, porque prestaron una primera imagen a la inmarcesible creencia de Rick en su destino, y no acabó sólo en Rick, cómo podía, pues, ¿qué es el hijo de un profeta sino una profecía él mismo, aun si nadie en la tierra de Dios descubre nunca qué está profetizando cada uno? Makepeace, como todos los grandes predicadores, debe prescindir de un telón final o de aplausos. Sin embargo, bastante audible en el silencio -tengo testigos que lo juran- se oye a Rick susurrar dos veces «hermoso». Makepeace Watermaster lo oye también; arrastra sus pies grandes y se detiene en las escaleras del púlpito, mirando con asombro en derredor como si alguien le hubiese llamado una grosería. Makepeace se sienta, el órgano entona «Aleluya, aleluya, mi corazón canta», Makepeace vuelve a levantarse, inseguro como siempre respecto a dónde asentar su trasero ridículamente pequeño. Este himno se canta hasta su triste final. Los chicos de la escuela nocturna, con Rick, herido por estrellas, en su centro, desfilan por el pasillo y con un movimiento ejercitado se abren en abanico hacia los puestos que les han asignado. Hecho un brazo de mar hoy y todos los domingos, Rick tiende la bandeja de la colecta a las mujeres Watermaster, y sus ojos azules brillan con divina inteligencia. ¿Cuánto darán? ¿Con cuánta rapidez? El silencio presta tensión a estas preguntas cruciales. Primero la señora Nell, que le hace esperar mientras picotea en su bolso y maldice, pero Rick es todo tradición, todo amor, todo estrellas, y toda mujer, con independencia de su edad o su belleza, recibe la merced de su sonrisa santa y emocionada. Pero en tanto la boba de Nell le dirige una sonrisa idiota e intenta despeinarle el pelo alisado y echárselo sobre la frente despejada y cristiana, mi pequeña Dot no mira a ningún sitio más que al suelo, todavía rezando, rezando incluso cuando se levanta y Rick tiene que tocarle el antebrazo con el dedo para avisarle de su proximidad cuasi divina. Yo siento su tacto ahora en mi propio brazo, y transmite a mi cuerpo una carga curativa de repugnancia anodina y de devoción. Los chicos se alinean ante la mesa del Señor, el oficiante acepta las ofrendas, pronuncia una bendición mecánica y luego ordena que todo el mundo, menos el comité, salga en el acto y silenciosamente. Las Circunstancias imprevistas están a punto de comenzar, y con ellas la primera gran prueba de Richard T. Pym, la primera de muchas, es cierto, pero al fin y al cabo la única que realmente aguzó su apetito de Juicio.

Le he visto cien veces como estaba esa mañana. Rick solo, cavilando en la puerta de una habitación concurrida. Rick con su ceño de santo, hijo de su padre, la gloria de una gran herencia que agrieta su frente. Rick esperando como Napoleón, antes de la batalla del Destino, a que suenen las trompetas para el asalto. Nunca en su vida fue perezoso a la hora de salir a escena, nunca erró su oportunidad o su impacto. Podías olvidar la idea que tenías hasta entonces: el tema del día acaba de entrar. Así ocurre en el tabernáculo aquel domingo lluvioso, mientras el viento de Dios retumba en las vigas de pino de techo alto y la gran campana del juicio se mueve inquieta en su torre y el desconsolado tropel humano de los bancos delanteros aguarda a Rick incómodamente. Pero las estrellas, ya lo sabemos, son como ideales, y esquivas. Empiezan a estirarse cuellos, a chirriar sillas. Rick aún no comparece. Los chicos de la escuela nocturna, ya en el banquillo de los acusados, se humedecen los labios, se dan golpecitos nerviosos en la corbata. Rickie ha puesto pies en polvorosa. Rickie no puede afrontar la prueba. El mayordomo de traje marrón cojea con un malestar misterioso de artesano hacia la sacristía donde Rick puede haberse escondido. Se oye un ruido sordo. Todas las cabezas giran al oírlo y miran fijamente al fondo del pasillo, a la gran puerta oeste que una mano enigmática ha abierto desde fuera. Perfilado contra las grises nubes marinas de la adversidad, Rick T. Pym, hasta ahora el heredero natural de David Livingstone, si alguna vez conocimos a alguno, inclina gravemente la cabeza ante sus jueces y su Hacedor, cierra tras él la puerta grande y casi todo se desvanece una vez más contra su negrura.

–Un mensaje de la señora Harmann para usted, señor Philpott.

Philpott es el nombre del pastor. La voz pertenece a Rick y todo el mundo, como de costumbre, comenta su belleza, toma partido por ella, la ama, asustado y atraído por su impávido aplomo.

–Ah, ¿sí? -dice Philpott, muy alarmado al ser aludido tan calmosamente desde tan lejos. Philpott también es galés.

–Agradecería que la llevasen al hospital de Exeter para ver a su marido antes de la operación de mañana, señor Philpott -dice Rick con un levísimo acento de reproche-. Por lo visto no cree que él saldrá adelante. Si es una molestia para usted estoy seguro de que podemos ocuparnos de ella, ¿verdad, Syd?

Syd Lemon es un
cockney
cuyo padre no hace mucho se afincó en el sur a causa de su artritis y que ajuicio de Syd no tardará en morirse, pero de aburrimiento. Syd es el lugarteniente más querido de Rick, un luchador engreído y diminuto, con la agilidad y el centelleo de un habitante de la gran ciudad, y Syd es Syd para mí por siempre, incluso ahora, y lo más próximo a un confesor que he tenido nunca, sin contar a Poppy.

–Estaremos con ella toda la noche si es preciso -afirma Syd con intensa rectitud-. Y todo el día siguiente, ¿verdad, Rickie?

–Cállate -gruñe Makepeace. Pero no a Rick, que está pasando el cerrojo de las puertas de la iglesia desde dentro. Conseguimos apenas vislumbrarle entre las luces y penumbras del pórtico.
Clank
hace el primer cerrojo, arriba, Rick tiene que estirar la mano para alcanzarlo.
Clank
hace el segundo, abajo, mientras se agacha hacia él. Por último, para visible alivio de los susceptibles, se aviene a emprender el viaje hacia el cadalso. Para entonces los más débiles de nosotros dependemos de él. Para entonces en nuestro fuero interno estamos suplicándole una sonrisa suya, al hijo del viejo TP, le estamos enviando mensajes para asegurarle que no se trata de nada personal, para preguntarle por esa mujer querida, su pobre madre, pues la querida mujer, como todo el mundo sabe, no se siente hoy suficientemente ella misma y nadie puede moverla. Se ha quedado en la casa de Airdale Road, con una tiranía de viuda, detrás de cortinas corridas y debajo del retrato sombreado y gigante de TP con los atributos de su cargo de alcalde, llorando y rezando un primer minuto para que le devuelvan a su difunto marido y, al minuto siguiente, para que permanezca exactamente donde está y se ahorre el deshonor, y, al siguiente, animando a Rick como la jugadora inveterada que en secreto es: «Reconóceselo, hijo. Derrótales antes de que hagan lo mismo contigo, lo mismo que tu padre hizo y mejor.» Para entonces, los funcionarios menos mundanos de nuestro tribunal improvisado se han convertido, si no corrompido, a la causa de Rick. Y, como para minar aún más su autoridad, el galés Philpott, en su inocencia, ha cometido el error de situar a Rick junto al atril, en el mismo lugar desde donde en el pasado nos ha leído el mensaje del día con tanto brío y persuasión. Peor aún, el galés Philpott acomoda a Rick en este sitio y desplaza de un tirón la silla para que se siente. Pero Rick no es tan dócil. Continúa de pie, con una mano apoyada cómodamente en el respaldo, como si hubiera decidido adoptar a la silla. Entretanto entabla con Philpott una conversación de unas cuantas palabras fáciles más.

–Veo que al Arsenal le dieron un baño el sábado -dice Rick. El Arsenal, en tiempos mejores, es el segundo gran amor de Philpott, como lo fue de TP.

–Eso no importa ahora, Rick -dice el señor Philpott, todo nervioso-. Tenemos cosas que hablar, como bien sabes.

Con mala cara, el pastor ocupa su lugar al lado de Makepeace Watermaster. Pero Rick ha logrado su propósito. Ha creado un lazo a pesar de que Philpott no quería ninguno, nos ha obsequiado con un hombre sensible en vez de un canalla. Consciente de su logro, Rick sonríe. Sobre todos nosotros a la vez: grandioso por tu parte que estés aquí hoy. Su sonrisa nos invade, no es impertinente, impresiona la compasión que muestra por las fuerzas de la falibilidad humana que nos han conducido a este atolladero. Sólo Sir Makepeace y Perce Loft, el gran procurador de Dawlish, conocido como Perce
Mandamiento,
que está sentado a su lado con los papeles, mantienen su desaprobación granítica. Pero a Rick no le amedrentan. No le atemoriza Makepeace y desde luego no lo hace Perce, con quien Rick ha cimentado una relación espléndida en los últimos meses, basada, según dicen, en el respeto y la comprensión mutuos. Perce quiere que Rick estudie Derecho. Rick siente inclinación por la abogacía pero mientras tanto quiere que Perce le asesore sobre ciertas transacciones que está proyectando. Perce, siempre altruista, le presta sus servicios gratis.

–Su sermón ha sido maravilloso, Sir Makepeace -dice Rick-. Nunca he oído uno mejor. Sus palabras sonarán dentro de mi cabeza como las campanadas del Paraíso tanto tiempo como me dure la vida, señor. Hola, señor Loft.

Perce Loft es demasiado jurídico para responder. Sir Makepeace ha sido adulado antes y recibe el halago simplemente como algo que merece.

–Siéntate -dice nuestro diputado liberal en el Parlamento por esta circunscripción, y juez de paz.

Rick obedece al momento. Rick no es enemigo de la autoridad. Al contrario, él también es hombre de autoridad, como los irresolutos ya sabemos, un poder y una justicia en una pieza.

–¿Adónde ha ido a parar el dinero de la cuestación? -exige Makepeace sin dilación-. Sólo el mes pasado donaron cerca de cuatrocientas libras. Trescientas el mes anterior, trescientas en agosto. Tus cuentas del mismo período muestran ciento doce libras recibidas. No hay nada guardado y nada en metálico. ¿Qué has hecho con el dinero, chico?

–Comprar un autocar -responde Rick, y Syd (por usar sus mismas palabras), sentado en el banquillo con todos los demás, pasa un mal rato tratando de no parecer un cadáver.

Rick habló durante doce minutos según el reloj de Syd, y éste está seguro de que después de haberlo hecho sólo Makepeace Watermaster se interponía entre Rick y la victoria:

–Al pastor se lo puso de su parte antes de que tu padre llegara a abrir la boca, Titch. Bueno, tenía que estar de su parte, porque le dio a TP su primer púlpito. El bueno de Perce Loft… En fin, tenía cosas entre manos, ¿no? Rick le había cosido la boca. Los demás iban para arriba y para abajo como las bragas de una furcia, esperando a ver por qué lado saltaba su Señoría Makewater.

Ante todo, Rick reclama magnánimamente la plena responsabilidad de todo. La culpa, dice Rick, si la hay, debe recaer exactamente donde corresponde. Estrellas e ideales no son nada comparados con las metáforas que nos lanza:

–Si hay que apuntar con el dedo, apuntad aquí.

Una puñalada en su propio pecho.

–Si debe pagarse un precio, ésta es la dirección. Aquí estoy. Mandadme la factura. Y que ellos aprendan por los errores del culpable quién les ha metido en esto, si ha existido tal cosa -les desafía, sojuzgando la lengua inglesa con la cuchilla de su mano regordeta, a guisa de ejemplo. Las mujeres admiraron esas manos hasta el fin de los días de Rick. Sacaban conclusiones por la circunferencia de sus dedos, que nunca se separaban cuando hacía un gesto.

–¿Dónde aprendió su retórica? -pregunté una vez a Syd con reverencia, disfrutando de lo que él y Meg llamaban un traguito al amor de su lumbre, en Surbiton-. ¿Quiénes fueron sus modelos, aparte de Makepeace?

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