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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (7 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–Lloyd George, Curts Bennett, Avory, Marshall Hall, Norman Birkett y otros grandes abogados de su tiempo -respondió Syd prontamente, como si fueran los caballos y jinetes de las 2.30 en Newmarket-. Tu padre tenía más respeto por la ley que ningún hombre que yo haya conocido, Titch. Estudiaba sus discursos, seguía su estilo mejor que a los jamelgos. Habría sido un juez de campanillas si TP le hubiese dado oportunidades, ¿verdad, Meg?

–Habría sido primer ministro -afirma devotamente Meg-. ¿Quién más había, aparte de él y Winston?

Rick explaya acto seguido su «teoría de la propiedad», que desde entonces le he oído exponer muchas veces de muchos modos distintos, pero creo que aquélla fue la ocasión inaugural. La idea central consiste en que cualquier dinero que pase por las manos de Rick está sujeto a una redefinición de las leyes de la propiedad, puesto que haga lo que haga con él mejorará la humanidad, de la que él era el representante en materia de principios. Rick, en una palabra, no es alguien que recibe, sino que da, y quienes dicen lo contrario carecen de fe. El reto final surge en forma de bombardeo creciente de apasionadas y gramaticalmente desconcertantes frases seudobíblicas.

–Y si alguno de los que hoy estáis aquí presentes… puede encontrar pruebas de una sola ventaja… un solo beneficio… sea en el pasado, sea reservado para el porvenir… directo o indirecto de esta iniciativa… que yo he desviado… por ambiciosa que pueda haber sido, no lo dudéis, que se adelante ahora, con el corazón limpio… y que apunte con el dedo donde corresponda.

De allí no hay más que un paso a aquella visión sublime de la compañía limitada
Autocar Pym y Parroquia
que reportará ganancias a la piedad y a los adoradores de nuestro amado tabernáculo.

La caja mágica está ya abierta. Levantando la tapa, Rick exhibe una deslumbrante confusión de promesas y estadísticas. La tarifa de autocar actual desde Farleigh Abbott hasta nuestro tabernáculo es dos peniques. El trolebús desde Tambercombe cuesta tres, cuatro personas en taxi desde cualquiera de las dos localidades cuesta seis por cabeza, y un autocar Granville Hastings cuesta novecientas ocho libras al contado y tiene capacidad para treinta y dos pasajeros sentados y ocho de pie. Solamente el domingo -mis ayudantes, aquí, han hecho un estudio concienzudo, caballeros- más de seiscientas personas recorren un total de más de cuatro mil millas para asistir a los cultos de este hermoso tabernáculo. Porque les encanta el sitio. Como a Rick. Nos encanta a todos los hombres y mujeres aquí presentes; para qué negarlo. Porque quieren sentirse atraídos
desde la circunferencia hacia el centro,
en el espíritu de su fe. Esta última es una de las expresiones de Makepeace Watermaster, y Syd dice que fue un poco caradura por parte de Rick devolvérsela a la cara. En otros tres días de la semana, caballeros -la Banda de la Esperanza, la Liga de Mujeres y el Esfuerzo Cristiano- se recorren otras setecientas millas, quedando tres días libres para el tráfico comercial ordinario, y si no me creen observen cómo mi antebrazo aparta a los incrédulos de mi camino con una serie de codazos convulsivos, sin que se separen los dedos curvados. De repente es obvio que de tales cifras sólo cabe deducir una conclusión:

–Caballeros: si cobramos la
mitad
de la tarifa normal y damos un billete gratis a todos los inválidos y personas de edad, a todos los niños menores de ocho años, con seguro íntegro, respetando la excelente normativa que correctamente regula el tráfico de los vehículos comerciales de transporte en esta era cada vez más ajetreada en que vivimos, con conductores totalmente profesionales y plenamente conscientes de sus responsabilidades, hombres temerosos de Dios y reclutados en nuestra propia comunidad, teniendo en cuenta la depreciación del dinero, el garaje, el mantenimiento, el combustible, el billetaje y gastos varios, y calculando un cincuenta por ciento de viajeros los tres días de tráfico comercial… queda un cuarenta por ciento de beneficio neto para la cuestación y dinero de sobra para ocuparse debidamente de todo el mundo.

Makepeace Watermaster está haciendo preguntas. Los demás están demasiado llenos o demasiado vacíos para poder hablar.

–¿Y lo has comprado? -pregunta Makepeace.

–Sí, señor.

–La mitad de vosotros no tiene edad legal.

–Usamos un intermediario, señor. Un excelente abogado de este distrito que por modestia desea permanecer en el anonimato.

La respuesta de Rick arranca una rara sonrisa de los labios increíblemente diminutos de Sir Makepeace Watermaster.

–Todavía no he conocido a un abogado que deseara guardar el anonimato -dice.

Perce Loft, ceñudo, mira distraídamente a la pared.

–¿Así que dónde está ahora? -prosigue Sir Makepeace.

–¿Qué, señor?

–El autocar, chico.

–Lo están pintando -dice Rick-. De verde con letras doradas.

–¿Con permiso de quién en sus distintas fases os habéis embarcado en este proyecto? -pregunta Watermaster.

–Vamos a pedirle a la señorita Dorothy que corte la cinta, Sir Makepeace. Ya hemos redactado la invitación.

–¿Quién te dio permiso? ¿El señor Philpott? ¿Los diáconos? ¿El comité? ¿Te lo di yo? ¿Gastarse novecientas ocho libras de fondos de la cuestación, de óbolos para las viudas, en un autocar?

–Buscábamos el elemento sorpresa, Sir Makepeace. Queríamos hacer saltar la banca. En cuanto difundes la noticia por adelantado y hablas del asunto por la ciudad, ya no tiene gracia. La sorpresa APP va a presentarse en un mundo que no se lo sospecha.

Makepeace entra ahora en lo que Syd denominó terreno peligroso.

–¿Dónde están los libros?

–¿Libros, señor? Yo sólo conozco
un
libro…

–Tus carpetas, chico. Tus cifras. Tenemos entendido que te encargabas de las cuentas tú solo.

–Déme una semana, Sir Makepeace. Responderé hasta del último penique.

–Eso no es llevar las cuentas. Eso es amañarlas. ¿No aprendiste nada de tu padre, chico?

–Rectitud, señor.

–¿Cuánto has gastado?

–Gastado no, señor. Invertido.

–¿Cuánto?

–Mil quinientas libras. En números redondos.

–¿Dónde está el autocar en este momento?

–Se lo he dicho, señor. Lo están pintando.

–¿Dónde?

–Los Balham, de Brinkley. Carroceros. De los mejores liberales del condado.

–Les conozco. TP les vendió madera durante diez años.

–Sólo cobran los costes.

–¿Tienes intención de utilizarlo como transporte público, dices?

–Tres días a la semana, señor.

–¿En los recorridos del autocar público?

–Desde luego.

–¿Has pensado en la actitud probable que adoptará ante esta aventura la sociedad de transportes Dawlish y Tambercombe de Devon?

–Una demanda popular como ésta… esos chicos no pueden sabotearla, Sir Makepeace. Llevamos a Dios al volante. En cuanto vean el mar de fondo y nos palpen el pulso, echarán marcha atrás y nos dejarán pista libre hasta la cima. No pueden detener el progreso, Sir Makepeace, y no pueden frenar el avance del pueblo cristiano.

–No pueden, ¿eh? -dice Sir Makepeace, y garrapatea cifras en un pedazo de papel que tiene delante-. También faltan ochocientas cincuenta libras del dinero de alquileres -comenta mientras escribe.

–También las hemos invertido, señor.

–Eso es más que mil quinientas, pues.

–Pongamos dos mil. En números redondos. Creí que sólo se refería al dinero de la cuestación.

–¿Y el de la colecta?

–Parte.

–Contando todo el dinero de todas las fuentes, ¿a cuánto asciende la suma total? En números redondos.

–Incluyendo a los inversores privados, Sir Makepeace…

Watermaster se endereza en su silla:

–¿O sea que también tenemos inversores privados? Válgame Dios, chico, has ido un poco aprisa. ¿Quiénes son?

–Clientes particulares.

–¿De quién?

Perce Loft da la impresión de que estuviera a punto de quedarse dormido de puro aburrimiento. Tiene los párpados cerrados varios centímetros, y su cabeza caprina se ha deslizado hacia delante sobre el cuello.

–Sir Makepeace, no estoy autorizado a revelar eso. APP cumple lo que promete confidencialmente. Nuestra consigna es la integridad.

–¿Se ha constituido en sociedad la empresa?

–No, señor.

–¿Por qué no?

–Por seguridad, señor. Por mantenerlo en secreto. Como he dicho antes.

Makepeace empieza a tomar notas otra vez. Todo el mundo espera más preguntas. No hace ninguna. Un incómodo aire de consumación envuelve a Makepeace, y Rick lo percibe antes que nadie.

–Fue como ir al médico, Titch -me dijo Syd-, cuando él ha decidido ya de qué te estás muriendo, sólo que tiene que escribir la receta antes de darte la buena noticia.

Rick habla de nuevo. Sin que se lo pidan. Syd nunca olvidaría su voz, y yo tampoco. Era la voz que usaba cuando estaba acorralado. Syd la oyó entonces y yo, más tarde, sólo la oí dos veces. No era un tono bonito en absoluto.

–Podría traerle esas cuentas esta tarde, en realidad, Sir Makepeace. Están a buen recaudo, ¿entiende? Tengo que sacarlas.

–Dáselas a la policía -dice Makepeace, escribiendo todavía-. No somos detectives, sino hombres de iglesia.

–La señorita Dorothy puede pensar un poco distinto, ¿no le parece, Sir Makepeace?

–La señorita Dorothy no tiene nada que ver en esto.

–Pregúntele.

Entonces Makepeace deja de escribir y su cabeza se alza un poco más afilada, dice Syd, y se miran uno a otro; Makepeace con sus ojillos de bebé inseguro. Y Rickie como el destello de una navaja automática en la oscuridad. Syd no va tan lejos como yo iré al describir esa mirada porque Syd no quiere tocar el lado oscuro. Pero yo sí. Asoma en Rickie como un niño por los agujeros de una máscara. Niega todo lo que ha defendido no hace ni medio segundo. Es pagana. Es amoral. Lamentas tu decisión y tu mortalidad. Pero no hay otra elección.

–¿Me estás diciendo que la señorita Dorothy es uno de los inversores en este proyecto? -pregunta Makepeace.

–Se puede invertir algo más que dinero, Sir Makepeace -dice Rick, desde lejos pero próximo.

La cuestión es, dice Syd en este punto, con bastante premura, que Makepeace nunca debería haber inducido a Rick a emplear ese argumento. Makepeace era un hombre débil actuando fuerte, y ésos son los peores, dice Syd. Si Makepeace hubiera sido razonable, si hubiera sido un creyente como los demás y hubiera tenido un concepto mejor del pobre chico de TP en vez de carecer de fe y minar a todos los demás comprometidos, las cosas podrían haberse arreglado de un modo amistoso y positivo y todo el mundo habría vuelto contento a casa, creyendo en Rick y en su autocar del modo en que él necesitaba que creyeran. Así las cosas, Makepeace era la última barrera, y no dejó a Rick más opción que derribarla. De modo que lo hizo, ¿no? Bueno, tuvo que hacerlo, Titch, es natural.

Me afano y me esfuerzo, Tom. Excavo con todos los músculos de mi imaginación lo más hondo que me atrevo en las sombras densas de mi prehistoria. Poso la pluma, miro fijamente la espantosa torre de la iglesia al otro lado de la plaza y oigo, tan claramente como la televisión de la señorita Dubber abajo, las voces disonantes de Rick y de Sir Makepeace Watermaster enfrentadas. Veo el salón oscuro de
The Glades
donde tan rara vez se me admitía e imagino a los dos hombres encerrados juntos allí dentro esa única noche, y mi pobre Dorothy temblando en alguna habitación oscura de arriba, leyendo las mismas homilías encuadernadas a mano que ahora adornan los rellanos de la señorita Dubber mientras trata de aspirar consuelo de las flores, el amor y la voluntad de Dios. Y podría decirte, creo que con total exactitud, descontando una o dos frases, lo que se dijeron como continuación de su charla inacabada de esa mañana. Rick ha recuperado el temple, porque la navaja automática nunca asoma mucho tiempo, y porque ya ha obtenido el objetivo que es más importante para él que cualquier otro en sus relaciones humanas, aun cuando todavía no lo sepa. Ha inducido a Makepeace a sustentar dos opiniones totalmente divergentes sobre él, y quizá más. Le ha mostrado la versión oficial y la oficiosa de su identidad. Le ha enseñado a respetar la complejidad de Rick y a contar tanto con su mundo secreto como con el conocido. Es como si en la intimidad de aquella habitación cada jugador hubiese descubierto las numerosas cartas -si reales o falsas es cuestión secundaria- que componían su baza: y Makepeace se quedó sin blanca. Pero el hecho es que los dos han muerto -Makepeace precediendo a Rick en treinta años- y se han llevado sus secretos a la tumba. Y la única persona que todavía puede conocerlos no puede hablar, porque si aún existe no es más que una especie de fantasma que atormenta su vida y la mía, muerta hace mucho por las consecuencias del fatídico diálogo de ambos hombres esa noche.

La historia consigna dos encuentros entre Rick y mi Dorothy antes de aquel domingo. El primero, cuando ella hizo una visita regia al Club de Jóvenes Liberales, del que Rick era a la sazón dignatario electo, creo que -Dios les ayude- tesorero. El segundo, cuando Rick era capitán del equipo de fútbol del Tabernáculo y un tal Morrie Washington, chico de la escuela nocturna y otro de los lugartenientes de Rick, jugaba de portero. Como hermana del presidente, Dorothy fue invitada a entregar la copa. Morrie recuerda la ceremonia, en la que Dorothy recorría la fila del equipo alineado y colgaba una medalla en cada pecho victorioso, empezando por Rick, el capitán. Parece ser que no acertaba a prender el pasador, o que Rick fingió que así había sido. Fuera como fuese, él emitió un festivo grito de dolor y se postró sobre una rodilla, agarrándose el pecho e insistiendo en que ella le había traspasado hasta el corazón. Fue una pamema osada y bastante malévola, y me sorprende que la exagerase tanto. Aun en la parodia, Rick era muy celoso de su dignidad y, en los bailes de disfraces, que hicieron furor hasta que estalló la guerra, prefería ir de Lloyd George antes que correr el riesgo del ridículo. Pero se postró, Morrie lo recordaba como si hubiera sido ayer, y Dorothy se rió, una cosa que nadie le había visto hacer: reírse. No podemos saber qué citas furtivas siguieron, excepto que, según Morrie, Rick se jactó en una ocasión de que en
The Glades
le esperaba algo más que tarta y hordiate cuando iba a entregar la revista parroquial.

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