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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (9 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Con Magnus no, no pueden, pensó ella, empezando a adaptarse al paso de Jack.

–¿Todavía trae papeles a casa para trabajar de noche? -preguntó Brotherhood, mirando el jardín cubierto de nieve.

–De vez en cuando.

–¿Hay alguno aquí ahora?

–No, que yo sepa.

–¿Documentos americanos? ¿Material de enlace?

–Yo no los leo, Jack. Así que no lo sé.

–¿Dónde los guarda?

–Los trae por la noche y se los lleva por la mañana. Exactamente igual que todos los demás.

–¿Y dónde los guarda, Mary?

–Al lado de la cama. En el escritorio. Donde haya estado trabajando con ellos.

–¿Y Lederer no ha llamado?

–Ya te lo he dicho: ¡no!

Brotherhood retrocedió. Dos hombres, al socaire de la noche, irrumpieron en la habitación. Mary reconoció a Lumsden, el secretario particular del embajador. Recientemente había tenido una trifulca con su mujer Caroline a propósito de instalar una bodega en el antepatio de la embajada para dar ejemplo a los vieneses. Mary lo consideraba esencial. Caroline Lumsden lo consideraba improcedente y explicó por qué en un acceso de furia ante un comité interno de la Asociación de Mujeres de Diplomáticos: Mary no era una esposa de verdad, dijo Caroline. Era «inmencionable», y la única razón de que la aceptasen como esposa era para proteger la endeble tapadera de su marido.

Debían de haber recorrido el camino de herradura desde el colegio, pensó ella. Y vadeado medio metro de nieve con objeto de ser discretos respecto a Magnus.

–Ave, María -dijo alegremente Lumsden, con su mejor voz de jefe de
scouts.
Era católico, pero siempre la saludaba así, y por eso lo hizo esa noche. Para aparentar normalidad.

–¿Trajo algunos papeles la noche de la fiesta? -preguntó Brotherhood, cerrando las cortinas una vez más.

–No.

Mary encendió la luz.

–¿Sabes lo que hay en esa cartera negra que se ha llevado?

–No la sacó de aquí, o sea que tiene que haberla recogido en la embajada. Lo único que cogió de aquí fue la maleta que está en Schwechat.

–Estaba -dijo Brotherhood.

El segundo hombre era alto y de aspecto enfermizo. Llevaba una bolsa grande en cada mano enguantada. Entra el abortista. De modo que había sido un avión prácticamente lleno, pensó ella estúpidamente: la Oficina Central debe de tener un equipo de deserciones que está de guardia las veinticuatro horas del día.

–Te presento a Harry -dijo Brotherhood-. Va a instalar unos artilugios en tus teléfonos. Úsalos normalmente. No pienses en nosotros. ¿Alguna objeción?

–¿Puedo ponerla?

–No puedes, tienes razón. Intento ser cortés, ¿por qué no haces lo mismo? Tenéis dos coches. ¿Dónde están?

–El «Rover» está fuera, el «Metro» en el aparcamiento del aeropuerto, esperando a que él lo recoja.

–¿Por qué has ido al aeropuerto si él tenía allí un coche?

–Simplemente he pensado que le gustaría verme allí, y he cogido un taxi y he ido.

–¿Dónde están las llaves del «Metro»?

–En su bolsillo, posiblemente.

–¿Tienes otro juego?

Ella rebuscó en su bolso hasta encontrarlo. Él se lo guardó en el bolsillo.

–Voy a retirarlo -dijo-. Si alguien pregunta, que lo están reparando. No quiero que esté parado en el aeropuerto.

Ella oyó arriba un fuerte ruido sordo.

Observó cómo Harry se quitaba sus botas de goma y las colocaba ordenadamente encima del felpudo, junto a las puertaventanas.

–Su padre murió el miércoles. ¿Qué ha estado haciendo en Londres aparte de enterrarle?

–Supuse que se presentaría en la oficina.

–No lo hizo. No telefoneó ni se presentó.

–Entonces probablemente estaba ocupado.

–¿Tenía algún proyecto en Londres… te dijo algo de eso?

–Dijo que iría al colegio a ver a Tom.

–Bueno, lo hizo. Fue. ¿Nada más? ¿Amigos, citas, mujeres?

Ella se sintió de pronto muy cansada de él.

–Fue a enterrar a su padre y a ordenar las cosas, Jack. Toda la visita fue una larga cita. Si hubieras tenido un padre y se te hubiese muerto, sabrías cómo son esas cosas.

–¿Te llamó desde Londres?

–No.

–Cálmate, Mary. Piénsalo. Hace ya cinco días.

–No. No llamó. Por supuesto que no.

–¿Normalmente lo haría?

–Si puede usar el teléfono de la oficina, sí.

–¿Y si no?

Ella se puso en el lugar de Magnus. Lo intentó realmente. Llevaba tanto tiempo pensando.

–Sí -concedió-. Lo habría hecho. Le gusta saber que estamos bien en todo momento. Es aprensivo. Supongo que por eso he perdido los nervios cuando no ha aparecido. Creo que estaba ya preocupada.

Lumsden daba vueltas por la habitación en calcetines, fingiendo que admiraba las acuarelas que Mary había pintado en Grecia.

–Tiene usted un talento increíble. -Se maravilló, con la cara pegada a una panorámica de Plomari-. ¿Fue a una escuela de arte o pinta por su cuenta?

Ella no le hizo caso. Tampoco Brotherhood. Era un vínculo tácito entre ellos. El único diplomático decente era un trapense sordomudo, solía decir Jack. Mary empezaba a estar de acuerdo.

–¿Dónde está la sirvienta? -preguntó Brotherhood.

–Me has dicho que la espantara.

–¿Se ha olido algo?

–No creo.

–No tiene que saberse, Mary. Vamos a ocultarlo todo el tiempo posible. Lo sabes, ¿verdad?

–Lo imaginaba.

–Hay que pensar en sus hombres, hay que pensar en todo. Mucho más de lo que tú sabes. Londres hierve de teorías y suplica tiempo. ¿Estás segura de que Lederer no ha llamado?

–¡Y dale! -exclamó ella.

Su mirada recayó en Harry, que estaba desempaquetando sus cajas. Eran verdigrises y no poseían mandos visibles.

–A la sirvienta puede decirle que son transformadores -dijo.


Umformer
-pitó Lumsden, servicialmente, por las orejeras-. Transformador es
Umformer. «Die kleinen Büchsensind Umformer.»

Una vez más no le hicieron caso. El alemán de Jack era casi tan bueno como el de Magnus, y unas trescientas veces mejor que el de Lumsden.

–¿Cuándo tiene que volver?

–¿Quién?

–Por el amor de Dios, tu sirvienta.

–Mañana, a la hora del almuerzo.

–Sé buena chica y mira si puedes mantenerla lejos un par de días más.

Mary fue a la cocina y telefoneó a la madre de Frau Bauer en Salzburgo. Herr Pym va a quedarse en Londres unos cuantos días. ¿Por qué no aprovecha su ausencia y se toma un agradable descanso? Cuando volvió le tocaba a Lumsden dar explicaciones. Ella las entendió inmediatamente y después dejó de escucharle adrede.

–Simplemente para Henar cualquier laguna molesta, Mary… Para que todos hablemos el mismo idioma, Mary… Mientras Nigel sigue encerrado con el
emba…
Por si acaso, Dios no lo quiera, la odiosa prensa se entera antes de que todo esté resuelto, Mary…

Lumsden tenía un tópico para cada ocasión y fama de poseer una mente ágil.

–De todos modos, éste es el rumbo que al
emba
le gustaría que siguiéramos todos -concluyó, empleando el último grito en jerga atrevida-. No si no nos lo piden, claro está. Pero si lo hacen. Y, Mary, le manda su inmenso amor. Está totalmente a su lado. Y al lado de Magnus, naturalmente. Lo lamenta inmensamente, y todo eso.

–Nada de nada a los amigos de Lederer -dijo Brotherhood-. Ni una palabra a nadie, pero sobre todo no decir ni pío a Lederer. No ha habido desaparición, nada anormal. Ha vuelto a Londres a enterrar a su padre y se queda para unas entrevistas en la oficina central. Fin del mensaje.

–Es el mismo rumbo que hemos seguido ya -dijo Mary, apelando a Brotherhood como si Lumsden no existiera-. Sólo que Magnus no ha solicitado un permiso humanitario antes de tomarlo.

–Sí, pues eso creo que es lo que el
emba
quiere que
no
digamos, si no le importa -dijo Lumsden, mostrando rudeza-. Así que no lo diremos, por favor.

Brotherhood le plantó cara. Mary era de la familia. Nadie iba a chincharla en presencia de Brotherhood, y mucho menos un lacayo sabiondo del ministerio de Exteriores.

–Ya has hecho tu trabajo -dijo Brotherhood-. Esfúmate, ¿quieres? Pitando.

Lumsden se marchó por donde había venido, pero más aprisa.

Brotherhood volvió donde Mary. Estaban a solas. Era tan ancho como un fortín antiguo y, cuando quería, tan duro. El mechón blanco le había caído sobre la frente. Puso las manos sobre las caderas de ella como acostumbraba, y la atrajo hacia él.

–Maldita sea, Mary -le dijo mientras la estrechaba-. Magnus es mi mejor muchacho. ¿Qué demonios has hecho con él?

Ella oyó arriba el chillido de castores y otro ruido más fuerte. Es la cómoda panzuda. No, es nuestra cama. Georgie y Fergus están echando un vistazo.

El escritorio estaba en la antigua habitación de los criados, contigua a la cocina, en un semisótano espacioso y lleno de arañas que ningún sirviente había ocupado durante cuarenta años. Cerca de la ventana, entre las macetas de plantas de Mary, estaban su caballete y sus acuarelas. Contra la pared, el viejo televisor en blanco y negro y el sofá desvencijado para mirarla. «Nada mejor que un poco de incomodidad -le gustaba decir a Magnus- para decidir si un programa vale la pena.» En un nicho debajo de bandas de tubería estaba la mesa de ping-pong donde Mary encuadernaba sus libros, y sobre ella estaban las pieles y el bucarán, las colas, grapas, hilos, las guardas jaspeadas y las cuchillas eléctricas, y los ladrillos envueltos en calcetines viejos de Magnus que ella utilizaba en vez de pesas de plomo, y los volúmenes destrozados que había comprado por unos pocos
schillings
en el Rastro. Junto a la mesa, al lado de la caldera difunta, estaba el escritorio, el enorme y disparatado escritorio Habsburgo comprado por cuatro perras en una subasta en Graz, aserrado para que pasara por la puerta y encolado nuevamente por el habilidoso Magnus.

Brotherhood tiró de los cajones.

–¿Llave?

–Magnus ha debido de llevársela.

Brotherhood levantó la cabeza.

–¡Harry!

Harry llevaba sus ganzúas en una cadena, del mismo modo que otros sus llaveros, y contuvo la respiración para oír mejor mientras exploraba.

–¿Trabaja siempre aquí o hay algún otro sitio?

–Papá le dejó su vieja mesa de campaña. A veces la usa.

–¿Dónde está?

–Arriba.

–¿Dónde es arriba?

–En el cuarto de Tom.

–Ahí guarda también sus documentos, ¿no? ¿Papeles de la Casa?

–No creo. No sé dónde.

Harry se marchó sonriendo, con la cabeza gacha. Brotherhood abrió un cajón.

–Es para el libro que estaba escribiendo -dijo Mary cuando él sacó una carpeta flaca. Magnus lo guarda todo dentro de algo. Todo tiene que llevar un disfraz para ser real.

Se estaba poniendo las gafas, una oreja roja después de la otra. Sabe también lo de la novela, pensó ella, observándole. Ni siquiera finge que está sorprendido.

–Sí.

Y ya puedes poner esos puñeteros papeles en el mismo sitio de donde los has cogido, pensó. No le gustaba lo frío que él se había vuelto, lo duro.

–Abandonó los bocetos, ¿verdad? Yo pensaba que lo estabais haciendo los dos juntos.

–No le satisfizo. Decidió que prefería la palabra escrita.

–No parece que haya escrito mucho aquí. ¿Cuándo decidió el cambio?

–En Lesbos. En las vacaciones. Todavía no lo está escribiendo. Está preparando.

–Oh.

Brotherhood empezó otra página.

–Él lo llama una matriz.

–¿Ah, sí? -Todavía leyendo-. Tengo que enseñarle esto a Bo. Es un hombre de letras.

–Y cuando nos retiremos, cuando se retire él, si es que coge la jubilación anticipada, él escribirá y yo pintaré y encuadernaré. Ése es el proyecto.

Brotherhood pasó una página.

–¿En Dorset?

–En Plush. Sí.

–Bueno, ya se ha jubilado antes de tiempo -comentó, no muy amablemente, mientras reanudaba la lectura-. ¿No había también la escultura en algún momento?

–No era práctica.

–No creí que lo fuera.

–Tú estimulas esas cosas, Jack. La Casa lo hace. Siempre decías que teníamos que tener aficiones y esparcimientos.

–¿De qué trata el libro, entonces? ¿De algo especial?

–Está buscando todavía el género. No suelta prenda al respecto.

–Escucha esto: «Cuando la melancolía más horrible se cernía sobre la familia; cuando Edward mismo sufría atrozmente y se estaba comportando lo mejor que sabía.» Ni un solo verbo principal, que yo pueda ver.

–Él no escribió eso.

–Es su letra, Mary.

–Copiado de algo que leyó. Cuando lee un libro subraya cosas a lápiz, y cuando lo ha terminado anota sus pasajes favoritos.

Oyó arriba un agudo chasquido, como de madera que se casca o de disparo de pistola en los viejos tiempos en que le habían enseñado a disparar.

–Es el cuarto de Tom -dijo-. No tienen por qué entrar ahí.

–Necesito una bolsa, querida -dijo Brotherhood-. Una de basura serviría. ¿Serías tan amable de buscarme una?

Ella fue a la cocina. ¿Por qué le permito que me haga esto? ¿Cómo le consiento que entre en mi casa, mi matrimonio y mi pensamiento y que disponga a sus anchas de todas las cosas que no le gustan? Mary no era sumisa. Los comerciantes no le robaban dos veces. En el colegio inglés, en la escuela inglesa, en la Asociación de esposas de diplomáticos, tenía bastante fama de fierecilla. Y, sin embargo, una mirada dura de los ojos claros de Jack Brotherhood, un gruñido de su voz potente y desenfadada bastaban para que ella corriera hacia él.

Es porque se parece muchísimo a papá, decidió. Adora la Inglaterra que sentimos propia y el resto le importa un bledo.

Es porque trabajé para Jack en Berlín cuando yo era una colegiala con la cabeza a pájaros y un poco de talento. Jack fue mi amante más antiguo en una época en que creí necesitar uno.

Es porque orientó a Magnus al divorciarse de mí, cuando él estaba confuso, y me lo entregó «de postre», como él dijo.

Y porque él también ama a Magnus.

Brotherhood estaba pasando las páginas de la agenda de Mary.

–¿Quién es P? -preguntó, dando un golpecito en una página-. Veinticinco de septiembre. 18.30, P. Había otra P en el día dieciséis, Mary. No es la P de Pym, ¿verdad? ¿O estoy diciendo otra estupidez? ¿Quién es este P con quien está citado?

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