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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (5 page)

BOOK: Una profesión de putas
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No, pensé, éste no es mi estilo. Y al instante me lo reproché, y bien que me merecía el reproche, porque se trataba de un regalo magnífico y, más que el regalo mismo, valía su esfuerzo por comprenderme…
aquél
era el regalo, el magnífico regalo. En lugar de insistir en que yo fuera como él, había procurado hacerse como yo. Y si a mis colegas les parecía que el coche era algo chillón, se podían ir a la mierda. Yo no era un crío de escuela al que sus padres pudieran poner en ridículo; era un hombre y, además, propietario de una valiosa posesión. Aquel coche me llevaría al trabajo, me llevaría de una ciudad a otra y, sobre todo, me lo había regalado mi padre.

Al acercarme a mirarlo me di cuenta de lo erróneo que había sido mi momentáneo recelo en lo referente a su decoración. Era bonito de verdad. Puede que yo no hubiera elegido un auto así, pero eso no era culpa de los defectos del coche, sino de mi gusto.

Me acuerdo de la pegatina en la ventanilla, que indicaba que se trataba de un coche nuevo, y me acuerdo de haber pensado que mi padre debió creer que yo iba a entrar en el edificio por la otra puerta, pues de lo contrario no habría dejado el regalo tan a la vista. ¿O acaso pretendía que lo viera? Me lo iba preguntando mientras subía en el ascensor.

Me recibió en la puerta. La mesa estaba preparada para un banquete en el cuarto de estar. ¿Tenía aspecto de cauteloso? No. Me pregunté si debía decir por qué camino había llegado a casa, pero no, si quería ponerme a prueba, ya me lo preguntaría él. No. Estaba claro que se suponía que yo no había visto el coche.

Pero entonces, ¿por qué se había arriesgado a que lo viera? Bueno, pensé, es evidente. Habían traído el coche desde el concesionario y mi padre, que era muy meticuloso en todas sus cosas, les habría indicado dónde aparcarlo, y el vendedor se había equivocado. Me di cuenta de que aquello podía plantear un problema: si salíamos del edificio por el lado contrario a donde estaba aparcado el coche (seguramente, como si fuéramos a dar un simple paseo) y no encontrábamos el coche en su sitio (porque, al fin y al cabo, no estaba aparcado donde él había dicho que lo aparcaran), ¿tendría yo que revelar que lo había visto?

No, porque entonces mi padre se enfadaría con el vendedor. Más valía hacerse el tonto y no formar parte de aquella confluencia que echaba a perder la sorpresa. Siempre podía tomar la iniciativa al regresar a casa y hacer que entráramos al edificio por la otra puerta. Ajá, eso es. Eso es lo que haría.

Existía otra posibilidad: que saliéramos del edificio por la puerta donde estaba el coche y que mí padre se encontrara con él de improviso sin estar preparado. Pero no había que preocuparse por aquello, porque si no me daba por enterado de su momentánea confusión, él comprendería que la situación del coche no estropeaba la sorpresa. Improvisaría y diría «¡Mira eso!». Que luego tuviera unas palabras con el vendedor no era cosa de mi incumbencia.

Nos sentamos a cenar. Mi padre, mi madrastra, mis hermanastros y varias tías. Después de comer, mi padre pronunció un discurso sobre el hijo que se había hecho hombre. Les dijo a los comensales que, efectivamente, había insistido en mi presencia porque tenía una cosa para mí. Entonces metió la mano en el bolsillo de pecho de su chaqueta, colgada en el respaldo de la silla,
y
sacó de él una cajita. Eso es, pensé, así es como debe ser. Esa es la llave.

Se pronunciaron algunas palabras más. Yo acepté la cajita
y
reprimí un impulso de decir que sabía lo que contenía, etcétera, reiniciando la cuestión de sí fingir sorpresa o no. Le di las gracias y abrí la cajita, en cuyo interior había un reloj.

Miré el reloj, y miré la caja debajo del reloj, donde tenía que estar la llave. No había ninguna llave. Comprendí que se trataba de un regalo en dos partes, que
éste
era el elemento sorpresa. Había subestimado a mi padre. ¿Cómo podía haber imaginado que iba a dejar sin explotar la menor oportunidad de drama patriarcal?

No se había dicho ni palabra del coche. Era posible, aunque improbable, que mi padre creyera que yo me había olvidado del coche que se me había prometido; pero en cualquier caso, y aunque lo más probable era que yo hubiera regresado a Chicago esperando el coche, había que jugar con mis esperanzas antes de hacerlas realidad. Me regalaría el reloj, la fiesta seguiría adelante, y en algún momento mí padre diría «Ah, por cierto…» y me enseñaría la llave, oculta bajo el forro de la caja del reloj, o propondría salir a dar un paseo.

Como siempre, lo controlaría todo. Bueno, eso estaba bien, pensé. Y un coche nuevo —un coche de la clase que fuera— no era el tipo de regalo que se da o se acepta a la ligera, y si él quería presentar el regalo a su manera, seguramente no era por afán de controlar, sino por su sentido del drama, o sea, de cómo se deben hacer las cosas. Me pareció muy bien.

El que yo hubiera descubierto por casualidad el verdadero regalo aparcado en la calle representaba una ventaja para mí. Aquello me permitía fingir… no, fingir no,
sentir
auténtica gratitud por el reloj que me había regalado. Porque la verdad es que era magnífico.

Era un reloj de bolsillo Illinois, con caja Hunter de oro, labrada con filigranas; y en un pequeño escudo, tenía mis iniciales. Al dorso tenía un pequeño diamante incrustado. Le acompañaba una cadena de oro bastante pesada. En conjunto, era un regalo soberbio y evidentemente carísimo.

Le di las gracias y él me explicó que era un reloj de ferroviario; es decir, un reloj fabricado según los estrictos criterios que exigían los ferrocarriles del siglo pasado. En los tiempos anteriores a la radio, los trenes dependían exclusivamente de la precisión de los relojes de los ferroviarios para garantizar la seguridad. Sí, me daba cuenta. Admiré el reloj durante un buen rato, me lo probé en varios bolsillos y dije que, de haberlo sabido, me habría puesto un chaleco.

Cuando la fiesta bajó de tono, me excusé un momento y me llevé el reloj y su estuche a otra habitación, donde arranqué el forro del estuche, en busca de la llave.

Pero no había ninguna llave y, por supuesto, tampoco había coche. Y para una persona que no esté emocionalmente implicada, la presencia en la calle de un descapotable con la etiqueta de nuevo no tiene la menor importancia.

Empeñé aquel reloj muchas veces; y en una ocasión se lo vendí definitivamente al prestamista que hay debajo del paso elevado de la calle Van Burén.

Aquel hombre conocía a mi padre y, varios años después de habérselo vendido, me encontré con él y me preguntó si me gustaría recuperar mi reloj. Me extrañó que un reloj tan bueno se hubiera quedado sin vender en su tienda, y me dijo que nunca lo había puesto a la venta, que me lo había guardado porque pensaba que algún día querría recuperarlo. Así que se lo volví a comprar por el mismo precio que me dieron por él.

A lo largo de los años, lo he llevado alguna que otra vez, cuando me ponía esmoquin, pero la mayor parte del tiempo lo tengo guardado en una caja en mí escritorio. Una vez lo hice tasar y comprobé que era tan valioso como parecía. Muchas veces he pensado en venderlo, pero nunca llegué a hacerlo.

Tenía otra fantasía: creía —o tal vez
sentía
— que el reloj era en realidad un vale o prenda de mi padre, y que ese vale se haría efectivo después de su muerte.

Creía que
después de su muerte
, al leerse su testamento, se comprobaría que no se había olvidado del descapotable y que lo del reloj no era más que una prueba; y que si
presentaba
el reloj a los albaceas —demostrando de ese modo que nunca había perdido la fe en él—, recibiría una herencia como Dios manda.

Mi padre, que en paz descanse, falleció hace un año.

Me temo que, lo mismo que
él
, me he convertido en una especie de patriarca, algo burgués. Lo mismo que él, me siento excesivamente orgulloso de las escasas dificultades que pasé a lo largo de mi trayectoria hacia una posición estable. Y sin duda, lo mismo que él, someteré de algún modo a mis hijos a mi personalidad
y
a mis recuerdos de juventud.

Aún sigo teniendo el reloj, y sigue sin gustarme. Y hace varios años me compré un descapotable y creo que nunca dejaré de disfrutar conduciéndolo.

La cabaña

En la cabaña que tanto me gustaba apestaba de mala manera. Los olores se me pegaban a las manos y a toda la ropa: aceite de engrasar las armas
y
queroseno para las lámparas, humo de leña de la estufa y, por encima de todo, un pestazo a cigarros.

Por dentro, la cabaña estaba repleta de señales de decadencia. Las paredes de troncos estaban ennegrecidas, el suelo estaba gastado y lleno de muescas, en la leñera apenas quedaba leña. Casi todos los objetos se veían usados y viejos, y el humo y el aceite lo impregnaban todo. Una vez, cuando llevaba bastante tiempo sin ir allá, llegué a la cabaña esquiando y vi que había desaparecido —con excepción de la chimenea— bajo una montaña de nieve. Muchas veces veía zorros en los campos y de vez en cuando se veía algún ciervo ramoneando al borde del prado.

Sólo vi osos una vez, una osa y dos oseznos, en la charca que hay más abajo del prado; pero otras dos veces vi huellas: un invierno en los macizos de flores de alrededor de la casa y una primavera en el hielo de la charca, justo debajo del prado de la cabaña.

Aunque era primavera, era muy pronto para ver señales de osos, porque aún había mucha nieve;
y
a pesar de que habíamos tenido uno o dos días de deshielo, aún quedaba por lo menos un mes de auténtico frío y el oso tendría que haber estado dormido; y tuve un poco de miedo por mi hija pequeña, que jugaba alrededor de la casa, de modo que dejé una pistola de gran calibre en la cocina, encima del armarito de los vasos.

Coloqué la pistola al lado de dos grandes cuencos de cerámica y dos moldes de azúcar de arce, al fondo del estante, porque la niña decía que le daba miedo. No le dije que estaba allí.

Cuando salía a pasear por el bosque, la cogía y me la metía bajo el cinturón.

Me hacía sentir sobrecargado y un poco tonto, pero sabía que a veces los osos negros atacan a la gente; y aunque me constaba que dichos ataques eran sumamente raros, en mis fantasías me veía víctima de uno de ellos, muriendo desarmado por deferencia a una voz burlona que, a fin de cuentas, no era más que otro aspecto de mi fantasía.

El caso es que un día de principios de otoño iba paseando por el bosque, haciendo prácticas de caminar sin ruido, como preparación para la temporada de caza.

Me movía muy, muy despacio, adelantando un pie y no desplazando el peso hasta que el pie quedaba perfecta y silenciosamente asentado.

Cuando te mueves de esa manera, el tiempo se hace más lento. Es lo mismo que cuando haces meditación: el cuerpo y la respiración se amoldan al entorno, y uno se va quedando cada vez más tranquilo y consciente.

Así iba avanzando despacio por el bosque, de un modo que me parecía casi glacial, cuando los pelos de la nuca se me pusieron de punta y sentí algo en la cabeza, en la parte posterior de la cabeza. Una especie de sacudida, el equivalente físico de una intuición, y noté aquel hedor, un olor muy penetrante, como el de una mofeta pero no tan pestilente. Y me di cuenta de que el cuerpo se me había quedado congelado, y de que lo que olía era un oso, que estaba muy cerca.

Entonces lo oí, un poco detrás de mí y a un lado, moviéndose a través del bosque; y supe que el oso estaba reaccionando a mi reacción, como reaccionamos cuando nos sentimos observados. En cuanto el oso se alejó, salí del bosque.

El olor limpio del invierno debe ser como una buena muerte… como caer desde una gran altura: algo absolutamente gozoso.

Recuerdo aquel olor en el fondo de mis fosas nasales —un olor estimulante— cuando iba al colegio en las inconcebiblemente frías mañanas de Chicago, y lo asocio con el olor de la bufanda de lana, mojada por el goteo de la nariz y congelada hasta la altura de la cara.

Creo que me sentía a gusto llevando aquella ropa porque mi madre me vestía, tocándome y haciéndome entrar en calor; y creo que así debe ser la euforia que uno siente cuando se muere de frío… cuando sientes que el bosque se te lleva.

La gente dice que los indios veneraban Vermont. Que celebraban ceremonias, cazaban y cruzaban por allí, pero no establecían allí sus moradas porque era un lugar sagrado. Y la verdad es que muchos de mis recuerdos de Vermont están sazonados por la alegría de vivir y la conciencia de la muerte.

Una vez que tuve pulmonía sentí que me hundía en ella; y otra vez, paseando por el terreno que acababa de comprar, equipado con un mapa y una brújula, me perdí. Estábamos en febrero y me encontraba en lo más profundo del bosque. Había caminado bastante deprisa y estaba caldeado, pero el sol empezó a ponerse de pronto y cuando me paré para orientarme me quedé helado.

Me di cuenta de que estaba dando vueltas y consulté la brújula. Presa del pánico, me negué a creer lo que decía. Señalaba hacia un punto donde debía estar la carretera, pero mis recuerdos y mi instinto me empujaban en dirección opuesta, así que anduve a trompicones por el bosque, con la ropa mojada y fría, con el frío metiéndoseme en el cuerpo mientras el sol se iba poniendo. La cosa terminó bien, por pura suerte, cuando salí tambaleándome a la carretera. Y en el caso de la pulmonía, cuando llevaba tres días delirando, llegó un amigo y me llevó al hospital.

Pero está claro que algún día no habrá carretera encontrada por accidente ni antibióticos; y puede que me esté haciendo ilusiones, pero creo que cuando llegue ese día me sonará a algo conocido y, por esa razón, menos terrorífico. Y hay veces que hasta deseo que ocurra.

En la cabaña había una diana. Yo lanzaba dardos y, si superaba cierta puntuación, decía que tal o cual predicción se cumpliría o dejaría de cumplirse, dependiendo del acuerdo que hubiera establecido con la diana adivinadora antes de lanzar.

Pero ahora que pienso en ello, no consigo acordarme del acontecimiento que estaba adivinando (creo que siempre se trataba de algún tipo de acontecimiento). Supongo que se trataba de algo bueno y, al mismo tiempo, improbable. Y relacionaba la capacidad de mi subconsciente para superar mi deseo del acontecimiento y mi mala puntería, con la probabilidad de que se cumpliera lo deseado. En realidad, estaba rezando para pedir mercedes.

También rezaba pidiendo mercedes por medio de solitarios que hacía durante horas para matar el tiempo. Pero el tiro al blanco —otra afición clasificada bajo la descripción general de «escribir»— era algo muy diferente. Me lo tomaba siempre mucho más en serio, y el éxito o el fracaso eran culpa mía y no una carga añadida por los dioses.

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