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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (6 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Solía proclamar a quien quisiera escucharme que tenía que Irme a Trabajar, y después de haber hecho tal proclamación me marchaba a la cabaña, feliz con mi bonita ficción. Lo de tener que trabajar era una excusa que siempre servía —o eso me parecía— para eludir cualquier otra actividad.

Ahora bien: dejemos por un momento la cuestión de la necesidad de una excusa, y centrémonos en el asunto de la superstición. Era tan quisquilloso con mi trabajo, y tan supersticioso en lo de no hacer revelaciones a los no iniciados para no provocar la ira de los dioses, que las únicas veces que me abstenía de utilizar la excusa del trabajo apremiante para librarme de una situación poco apetecible eran cuando de verdad estaba trabajando.

Las demás veces… las demás veces me sentaba en mi cabaña y leía o echaba la siesta o hacía solitarios o tiraba al blanco; o simplemente, fumaba cigarros mientras miraba por la ventana.

Miraba por la ventana y veía los ciervos o, en las tardes de verano, los castores en la charca. También intentaba ver alces. Una vez, hace años, vi dos alces en la carretera, y otras personas los habían visto en mi charca y yo tenía esperanzas de verlos alguna vez. Miraba los patos y alguna que otra garza azul. Las garzas solían regresar en verano cada dos años. Los animales, por supuesto, eran como el solitario, una señal de gracia divina. Y la gracia aumentaba si se trataba de apariciones raras. Aunque una vez vi un león de montaña cruzando a toda velocidad la carretera del norte al atardecer — parecía un gato musculoso y feroz, de metro y medio de longitud— y sentí algo que no era precisamente gracia divina.

Y un verano, dos días seguidos, cuando salía de la cabaña al anochecer, oí en el bosque perros o coyotes cazando un ciervo, y los gemidos del ciervo y los ladridos de los perros que lo perseguían, dando vueltas a la cabaña y penetrando de nuevo en el bosque.

Muchas
veces
me echaba un sueñecito al final de la jornada, antes de regresar andando a casa. A veces me despertaba en medio de una nevada. La cabaña estaba a oscuras, el fuego de la estufa se había apagado —era lo primero que notabas al despertarte, porque no oías el crepitar del fuego y al instante sentías el frío—, y el viento que subía desde la charca azotaba el lado oeste de la cabaña.

Hay un tipo de calma que sólo se nota en ausencia de electricidad. Yo creo que el cuerpo se da cuenta y reacciona cuando está dentro de una estructura por la que circula electricidad. Creo que, de algún modo, las pulsaciones del cuerpo se adaptan a la electricidad, y que la ausencia de electricidad permite el resurgimiento de una calma natural. Puede que esto sea un prejuicio mío en favor de lo arcaico, pero no lo creo.

Sea como sea, el caso es que mi cabaña se calienta con una estufa Glenwood de principios de siglo: una caja negra de un metro de altura, unos 75 centímetros de anchura y 45 de fondo. Está instalada sobre un pequeño pedestal, con patas gruesas, abombadas y foliadas, que la levantan unos 25 centímetros por encima del suelo. Tiene un pequeño guardafuegos niquelado y pomos niquelados en las portillas de carga, situadas en la parte delantera. En lo alto tenía una pieza que creo que se llama «victoria», aludiendo a su inutilidad victoriana, y que consiste en una especie de taza invertida. La victoria es de hierro negro con partes niqueladas, y resulta la mar de impresionante. La tengo guardada en algún sitio, y estoy seguro de que nunca me acordaré de dónde está y no volveré a verla jamás.

Sin ese ornamento, la estufa queda más bonita y, además, más útil. Ahora su parte superior es plana, y se puede calentar té o poner a quemar los calcetines mojados. Además, la tapa plana resulta muy útil para calibrar la temperatura de la estufa, y suelo llamar «termómetro» a la interpretación de las diferentes propiedades visuales y sonoras de un escupitajo en la estufa caliente.

Las pocas veces que me quedo después de anochecer obtengo luz de varios candiles de queroseno y unas cuantas velas colocadas en candelabros de hojalata trabajada a martillo. La combinación de olores y sonidos del fuego de la estufa, los siseos de los candiles de queroseno y el viento que azota la pared lateral supera cualquier esfuerzo de la imaginación.

Junto a mi escritorio tengo colgadas fotografías de mis cuatro abuelos y notas para proyectos terminados hace mucho tiempo y para proyectos que nunca se realizaron y jamás se realizarán.

El escritorio es una pieza antigua —de hacia 1860— con tapa enrollable de nogal, bonitos tiradores tallados a mano y una raída superficie verde para escribir, manchada de tinta y con todos los bordes gastados. En las casillas hay diversos recuerdos de mi vida y de las vidas de otros. En pocas palabras, chucherías.

Sobre el tablero hay varios tinteros y un recipiente de latón hecho con un proyectil de artillería, en el que se ha grabado toscamente el emblema de Jorge V y las palabras
H. SUMPSON, RECUERDO DE LA GUERRA
. Tengo clips sujetapapeles en una caja, y lápices y plumas en un viejo tarro de mermelada Dundee. Hay un cargador de Winchester 38 Long y un revólver Colt 45 de 1878, ambos con la función de pisapapeles.

Pisapapeles. También tengo un pisapapeles de cristal de la Exposición Colombina de 1893, y otro de peltre, en forma de herradura. En el arco de la herradura hay un escudo en el que se lee
HOTEL FRENCH LICK SFRINGS: LA CASA DE PLUTO
; y debajo
DERBY DE KENTUCKY
También tengo en el escritorio una piedra que mi hija me regaló hace muchos años y una resina de papel amarillo.

Parece que siempre tengo demasiado papel o demasiado poco. O bien estoy escribiendo con absoluto frenesí, y entonces la resina se ha agotado, o llevo meses mirándola y ella se niega a disminuir.

En las diversas casillas del escritorio hay toda clase de papel de carta, un cerdo de jade de un centímetro de longitud, una navaja sin estrenar presentada en 1985 por la Asociación de Coleccionistas de Cuchillos de América, una cinta métrica que la Compañía de Ascensores Otis ofrecía como regalo promocional a principios de siglo, una medalla que me concedió el gobierno francés por traducir una obra hace algunos años, varias postales antiguas, un par de gafas y una caja azul de Tiffany's llena de tarjetas de visita con mi nombre.

En la pared, junto a mis abuelos, hay huellas de las palmas de las manos de mis dos hijas cuando tenían alrededor de un año, una placa de policía del Estado de Nueva York y otra de Chicago con el número 26.

En los maderos de cedro de la cabaña hay pegadas notas y recordatorios y un pequeño tablero de corcho lleno de chapas conmemorativas (Eugene Debs, Lindbergh, Roosevelt-Cox, Feria Mundial de Chicago 1933,
4 °
Aliya Juvenil y otros por el estilo).

Hay un sofá de estilo rústico y, encima de él, una manta Pendieron que me regaló un amigo. También hay dos leñeras, una para troncos y otra para astillas. Llené las dos hace años y no las he tocado desde entonces, porque cojo la leña del montón que hay fuera, bajo el porche.

En el porche hay campanillas móviles hechas con cucharas y tenedores trabajados a martillo. Mi hija de las regaló hace varios años, el Día del Padre. También tenemos un esqueleto y concha de tortuga, colocado en uno de los extremos de un tronco que sobresale del porche.

Muchos de los utensilios de la cabaña han sido comprados en la región, en tiendas de antigüedades, baratillos y subastas.

Las mejores subastas rurales son las de casas enteras. En ellas se saca al jardín todo el contenido de una vivienda —casa, granero y edificios anexos—, se monta una tienda y los subastadores lo venden todo al mejor postor: tesoros y basura, lo personal y lo impersonal, lo bonito
y
lo raro.

Los del público nos maravillamos de la tenacidad y perversidad que impulsan al ser humano a acumular tantas cosas. Vemos objetos que hablan de los gustos, las necesidades y los caprichos del coleccionista, y nuestra perspectiva personal y contemporánea, así como nuestro conocimiento del valor de las cosas, nos hacen sentimos superiores a la persona cuyas propiedades se han sacado al jardín.

Algunas cosas las atesoramos por representar una moda contemporánea, otras por las asociaciones que despiertan en nosotros, y otras por amor o por el orgullo que nos produce nuestra capacidad de intuir las asociaciones del anterior propietario.

Algún día —probablemente, no mientras yo viva, pero tal vez sí—, el contenido de mi cabaña acabará por sacarse al prado y la gente se maravillará de los caprichos o la presciencia del coleccionista; y entrarán en la cabaña y probablemente asentirán para sí mismos, apreciando la labor de artesanía, y es posible que miren la ventana por la que ahora mismo entra la luz sobre mi hombro izquierdo, y vean la marca oblicua de lápiz que hay en el alféizar, debajo de la cual está escrito 18 DE MAYO.

Hice la marca para señalar dónde llegaba la luz a mediodía del 18 de mayo, hace unos años, mientras estaba aquí sentado, escribiendo.

Una infancia en el campo

Cuando yo era niño, en Chicago, el «campo» era el campamento de la YMCA. Recuerdo el comedor y las jarras de leche helada con gotitas condensadas; y recuerdo a los chicos de la cocina, que eran las estrellas del campamento y otorgaban todo
droit de fou
; cuando éramos pequeños todos queríamos ser pinches de cocina de mayores.

El campamento era un paraíso para un chico de ciudad. Había tiro con arco y con rifle, y deportes acuáticos en un complicado embarcadero de aluminio instalado en el frío lago Michigan; y recuerdo varios veranos en los que mi mejor amigo, Lee, y yo pasamos todas las horas de natación practicando la «lucha libre acuática», bonito deporte consistente en intentar ahogarnos el uno al otro.

Y por supuesto, había fuegos de campamento y referencias a las danzas y artesanías de los nativos americanos, y funciones de aficionados y todas esas cosas. Pero el rasgo distintivo del campamento era la excursión.

Hacíamos excursiones en canoa de tres, cinco o doce días por todo Michigan, y tu prestigio en el campamento aumentaba con la edad y la consiguiente capacidad de realizar excursiones más largas y difíciles.

Me recuerdo arrodillado en el codiciado puesto de popa de una de aquellas pesadas canoas Grumman, con la arena raspándome las rodillas, remando con furia y oteando con mirada de águila en busca de remolinos que indicaban la presencia de rocas en el agua.

Recuerdo la emoción de penetrar en los rápidos, que parecían tan complicados e innavegables; y de pensar, a los once o doce años de edad, seguramente por primera vez en mi vida, «Tío, estás al mando; más vale que tengas una idea». Recuerdo una excursión en la que llevé el forro de fibra del casco que usó mi padre en la segunda guerra mundial, que por alguna razón había pintado de amarillo de cromo, y con el que me sentía, por usar una expresión de la época, genial. Era un fanático del piragüismo.

En la excursión del casco amarillo le pedí al monitor que dejara que mi canoa fuera la última. Deseaba la responsabilidad de ir en retaguardia, fastidiado por la idea de que los adultos fueran siguiendo mi avance, lo que indicaría que no era más que un niño.

Me sentó fatal que el tío no permitiera que mi canoa fuera la última y remé bastante cabreado. Y aquel mismo día choqué con una roca, volqué y quedé atrapado entre la canoa y la roca. Y el tío vino y me salvó.

Perdí el casco amarillo, mi petate y mi saco de dormir; y probablemente, uno de los estupendos cuchillos que por entonces tenía el privilegio de llevar al campamento.

Por fin conseguimos rescatar la canoa. Pedimos remos prestados y llegamos al lugar de acampada de aquella noche, donde nos dijeron que habían sabido de nuestros apuros al ver todo nuestro equipo, junto con el casco amarillo, flotando río abajo.

Recuerdo los huevos friéndose en manteca por las mañanas, y el pan en barra, y el maíz y las patatas asadas en las brasas; y el té de sasafrás, que se anunciaba (y sabía más o menos) como cerveza sin alcohol descarbonatada y alterada para darle a uno marcha.

En una excursión comimos estas cosas durante una semana, acampando en las dunas del lago Michigan, en lo que creo que era el Bosque Nacional de Manistee, donde el viento sopla más fuerte y más continuamente que en ninguna otra parte que yo conozca. Pasamos toda la semana dentro de nuestras tiendas, excepto cuando estábamos cocinando. La arena se metía por todas partes y nos preguntábamos si sería posible que el viento no parara nunca.

Una vez me perdí durante una marcha. Se trataba de la temida «marcha de supervivencia», que todos teníamos que realizar en algún momento de nuestra carrera campamental, y cuando llegó aquel momento, mi grupo recibió la orden de presentarse con ropa de abrigo y nada más.

Cuando nos presentamos nos dieron una naranja y un dólar a cada uno, y nos dijeron que nos pusiéramos en marcha, que dentro de veinticuatro horas irían camiones a recogernos al punto de encuentro acordado, y que sí no estábamos allí cuando llegaran los camiones, peor para nosotros, porque no nos esperarían.

Así que nos pusimos en marcha
y
al anochecer nos comimos nuestra naranja y nos acurrucamos a dormir lo que pudiéramos. Yo me desperté muerto de frío en mitad de la noche, miré a mi alrededor y vi que estaba solo. Ni compañeros de barracón ni monitores, sólo yo en mitad de la noche.

De manera que eché a andar y caminé unas ocho o diez millas siguiendo las señales que me llevarían a nuestro destino, que era Manistee, Michigan. Llegué al pueblo y encontré la playa, que era el punto de reunión. Estaba saliendo el sol y en la playa había un restaurante que abría en aquel momento, donde me vendieron varias rosquillas. Contemplé la salida del sol, más contento que en ninguna otra ocasión de mi vida. Luego me quedé dormido.

Desperté al oír los gritos del monitor. Era mediodía. El grupo acababa de llegar a la playa. Llevaban buscándome desde que se despertaron al amanecer, al borde de la carretera.

Supongo que, en mi estado de ansiedad, debí despertarme a medias durante la noche, andar un poco carretera abajo
y
quedarme dormido otra vez, olvidando que me había despertado; y cuando desperté de nuevo, creí que mis compañeros me habían abandonado y me puse a andar en su busca.

Pero bien está lo que bien acaba, y supongo que me perdonaron, porque cuando llegó el camión a recogemos, nos sentamos atrás en la caja y nos pasamos cantando las veinte millas de regreso al campamento, y el monitor me dijo que, en su opinión, yo cantaba bien.

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