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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Una vecina perfecta (4 page)

BOOK: Una vecina perfecta
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La señora Bengtsson salió de la bañera, de su propia muerte, para ponerse a limpiar.

Cuando su marido volvió a casa aquella tarde le explicó a su querida esposa por qué estaba equivocada, que era evidente que no había muerto, mientras la abrazaba y la consolaba por la terrible experiencia que había vivido. Pero morir, lo que se dice morir, no había muerto. Estaba vivita y coleando.

Se había quedado inconsciente por un momento. A lo mejor. Como máximo. Y la idea era tan espantosa que la abrazó, la arrulló y juró por internet y la telefonía móvil que intentaría reponer las sales egipcias. La consoló, la besó, la tranquilizó, la arropó y, por supuesto, se alegró de tener razón.

Como medida extra de seguridad decidió desconectar la función de hidromasaje aquella misma tarde, mientras su mujer, afectada como estaba, preparaba una cena bastante sencilla.

Con o sin dispositivo de lujo, estuviera o no loca su mujer, no cabía duda de que existía el riesgo de quedarse atrapado en aquel conducto de absorción, lo cual era inaceptable. Él era un hombre que se preocupaba por sus seres queridos, y también un poco manitas. Apartó la bañera de la pared, quitó la tapa del cajetín de conexiones que había detrás y desconectó el cable de su conexión. La señora Bengtsson miraba desde atrás, observaba los movimientos de su marido, y los ojos se le llenaron de lágrimas, enternecida por su consideración. «A pesar de todo…», pensó.

Unos minutos después, el señor Bengtsson empujó satisfecho la bañera hasta su posición original contra la pared y constató que había cumplido con su deber como marido protector.

No había perdido a su querida esposa y por lo menos ya no la perdería por algo tan absurdo como una bañera de hidromasaje china mal diseñada.

Para él, los treinta y ocho segundos no existían, para él no eran viables. Así que también se los quitó a su esposa. Los despachó y dejó a la señora Bengtsson sola con su experiencia.

Esa muerte los separó… un pelín.

El miércoles, cuando cayó en la cuenta de que aún no había derramado una sola lágrima por su propia muerte, la señora Bengtsson se preguntó si sería una insensible. Por eso, igual que había hecho con el asunto de la maternidad, después de haber leído el correo del día, intentó con fervor y empeño exprimir esas lágrimas que la harían más humana.

Sin conseguirlo.

«Supongo que aún estoy en estado de
shock
», constató veinte minutos más tarde, cuando notó que sus pensamientos comenzaban a alejarse de lo que había ocurrido, hacia algo tan irritante, mundano y fuera de lugar como el césped del otro lado de la calle. Era propiedad del señor Rubin, un hombre muy mayor pero que, a pesar de su creciente edad, bien podría hacer un mínimo esfuerzo y cortarlo al menos una vez al mes. O, si no, que se encargara de conseguir ayuda para que algún chico del vecindario se lo hiciese a cambio de una propina. Por el bien de la comunidad.

Vio que los dientes de león se habían congregado al otro lado de la calle. Una parte ya se había transformado en esas bolas blancas y algodonosas, y amenazaban con esparcir su progenie por la impecable parcela de la señora Bengtsson. Ella y su marido estaban de lo más orgullosos de su bien cuidado parterre. Quizá su esposo podría hablar con el señor Rubin este fin de semana.

Sí, debía de ser el
shock.

La señora Bengtsson se quitó al señor Rubin y su césped de la cabeza, y fue a buscar la aspiradora. Al fin y al cabo, tenía faenas pendientes y todo el miércoles por delante, lleno de prometedores llantos, tan aliviadores como necesarios.

Pero la señora Bengtsson era una mujer pragmática. Ocupó la mayor parte del día pensando en lo que pasó y en lo que podría haber pasado si no se hubiese despertado otra vez. Pero las lágrimas no aparecían, lo cual no hizo más que impulsar otras reflexiones más prácticas, de la misma índole que las que el viernes compartiría con su marido. Por su parte, él había superado el incidente bastante rápido, puesto que no le parecía que su mujer estuviera padeciendo de ninguna forma. Si ella hubiese llorado y se hubiese desesperado, él habría hecho lo mismo (dentro de unos límites razonables, por supuesto). Pero por lo que parecía, ella había vuelto en seguida a sus rutinas, y ¿quién era él para incomodarla? El señor Bengtsson estaba contento de no tener que alarmarse. La casa no se desmoronaba, su mujer tampoco, y él ya había liquidado cualquier amenaza desconectando el dispositivo del hidromasaje.

Como el resto de la semana todo pareció seguir su curso natural en el hogar, el suceso se fue borrando en su cabeza igual que sucede con los acontecimientos en los que no hemos participado.

Las reflexiones que su mujer compartió con él el viernes acerca del maquillaje para el funeral y el diseño de las lápidas, las vio —después de un breve tiempo de meditación— como un comportamiento sensato frente a lo ocurrido. Ambos habían alcanzado una edad y una estabilidad en su relación de pareja en la que podía ser prudente hablar de esas cosas de una forma progresiva y distanciada.

Pero no un viernes por la tarde. No en mitad del suplemento deportivo. Y lo dicho: su mujer no lloraba, sino que le venía con esas preguntas como si fueran parte de otro cursillo, como si fueran unos deberes. Por lo tanto, podían esperar a otro día.

Tras un rato entretenida con sus quehaceres en la cocina, la señora Bengtsson volvió al salón y se sentó en el regazo de su marido. Con el pintalabios de golfilla.

Fantástico.

El sábado, después de una cena (cangrejos de río con volcán de puré de patata) tomada a la luz de las velas y en la que no se dijo ni media palabra sobre lo sucedido el martes, confirmaron una vez más su amor de forma carnal. Pero durante cuarenta minutos en lugar de siete.

Como era sábado…

Capítulo 6

¿Qué plan estaba germinando en la señora Bengtsson? ¿Qué era lo que hacía asustarse tanto al ángel que Dios llamaba Número uno como para entrar corriendo e interrumpir a Dios en pleno proceso de una creación?

Pues era un plan que, con razón, enojaba a un miembro del ejército de Dios y, tal como había dicho Número uno, era un plan de lo más blasfemo.

Pero tardaría un tiempo antes de tomar forma y de que la señora Bengtsson lo hiciera suyo. El camino hasta ese punto era todavía largo y el ama de casa aún no estaba en disposición de preverlo. Cuando su espiritualidad despertó, sus reflexiones eran neutrales. Generales. Curiosas. Quizá incluso tiernas.

Los primeros pasos que dio en el camino hasta odiar a Dios fueron pequeños e ingenuos.

Y en domingo.

Qué apropiado.

Capítulo 7

Fue la señorita Rakel quien lo puso todo en marcha. Sin saberlo, naturalmente.

Rakel hizo lo que acostumbraba a hacer todos los domingos.

Despertarse.

Ducharse.

Sentirse culpable por no haber pensado en Dios hasta una hora después de abrir los ojos y luego dedicar un cuarto de hora a mortificarse con pensamientos autodenigrantes por no ser digna del amor de Dios.

Para una persona como Rakel era propio despertarse cada mañana rebosante de gloria religiosa. O por lo menos llena de agradecimiento y paz espiritual. Sin embargo, la señorita Rakel no comenzaba así el día, sino que más bien lo hacía como este domingo: despertándose, duchándose, tomando café y cayendo en la cuenta de que había olvidado a Dios. Remordimientos de conciencia.

Rakel era estudiante de Teología. Rakel se iba a hacer pastor.

Mala conciencia por partida doble.

Al menos tenía esa mala conciencia en serio y se la tomaba como una señal de su íntegro, si bien imperfecto, cristianismo, por lo que quince minutos de autohumillación le parecieron suficientes.

Se sentó en el sofá de la cocina y abrió la prensa del domingo. Aún faltaban dos horas para la misa y allí se iba a pasar una hora entera sólo pensando en Dios y en lo maravilloso que es, así que dejó de darle vueltas al asunto. «El Señor quiere que nos amemos a nosotros mismos», pensó y se tomó el café. Leyó todas las noticias. Adiós a la mala conciencia.

Sí, Rakel era un personaje curioso.

Aunque exteriormente eso no se veía. En absoluto. Por fuera era una chica joven con el pelo rubio ceniza, los ojos azules y rasgos angulosos. De aspecto triste.

Siempre se peinaba hacia atrás y se sujetaba el pelo con una diadema marrón o blanca. Llevaba gafas al aire y siempre las tenía tan limpias que casi no se le notaban, allí apoyadas en su nariz anodina y afilada, y por encima de su boca eternamente fruncida (a Rakel la avergonzaban sus dientes delanteros).

Su ropa tendía a combinar con el pelo, siempre era de tonos beige y grisáceos, y siempre se ponía zapatos discretos de color marrón. Y tal como cabe esperar de una futura sacerdote, el único elemento decorativo que utilizaba era una modesta cruz de oro en una cadenita apenas perceptible que le colgaba del cuello. Algún día también se le podía ver un anillo de boda liso, pero eso era todo.

La chica seguía de forma meticulosa ese estilo sencillo pero cuidado porque pensaba que la ayudaría en su camino por el cristianismo. Pero, a decir verdad, siempre podía percibir la mala conciencia royéndola por dentro. Sabía también de dónde nacía, pero prefería mantenerlo oculto a todos los demás.

La señorita Rakel no había sentido la llamada.

Creía firme, plena y profundamente en Dios, eso sí, pero nunca había sentido un consuelo total, nunca se había sentido completamente acogida en su regazo. Él nunca le había hablado y ella no sentía un fuego ardiendo en su pecho que la obligara a seguir el camino de Dios.

A Rakel le gustaba Dios. Le gustaba la Iglesia. Le gustaba el cristianismo y le gustaba Jesús. Y Rakel quería ser diferente en virtud de su fe e infundir respeto para que la dejaran tranquila.

Si hubiese elegido estudiar Medicina o Periodismo, que eran las alternativas que había estado barajando junto con Teología, su fe habría sido, sin duda, una piedra en el zapato. Tener veinte años y ser comedidamente cristiana como ella no resultaba fácil. Por alguna razón, la gente secularizada, que era la mayoría, parecía no fiarse del todo de las chicas jóvenes y visiblemente inteligentes que habían decidido creer en Dios, que intentaban vivir siguiendo los decretos cristianos. Es decir, Rakel llevaba mucho tiempo, en concreto desde que recibió la confirmación, a los catorce años, conviviendo con un mundo que la consideraba sospechosa, extraña. Y aún más extraña porque era muy razonable en cualquier otro tema.

El resto del mundo, incluidos los únicos familiares que le quedaban con vida, su tía y dos primos, la miraba con los mismos ojos con los que habría mirado a Einstein si se hubiera enterado de que el buen hombre no sabía recitar el abecedario de principio a fin sin equivocarse. O al menos ella se lo imaginaba así.

Aún peor era la gente que daba por hecho que la muerte de sus padres en un accidente de coche cuando tenía diecisiete años era la base de su fe. Los que pensaban que se estaba aferrando a un clavo ardiendo se alegraban de que ese clavo fuera la religión y no las drogas o la autodestrucción, pero estaban seguros de que todo ese tema de la religión se le pasaría en cuanto aceptara la pérdida de sus padres. Ésos eran los peores. Si había algo que había hecho tambalear su fe era precisamente el accidente. Cómo no.

Pero vivir como creyente, condición en que se había reafirmado un año después de la tragedia, era pesado, se mirara por donde se mirara, y para no tener que vivir todos los días defendiéndose de su propia persona, Rakel recurrió a la Teología con el objetivo de poder desarrollar su espiritualidad en paz. Dejó fluir su afán de comunidad y antes del primer día del primer trimestre ya había decidido hacerse pastor. Cualquier otra cosa habría sido desperdiciar su talento intelectual.

Pastor.

Infundía respeto, era importante y le permitía mostrar abiertamente sus convicciones. Y además era guay. A pesar de todo. Eso, a diferencia de una simple fe privada, fascinaba a la gente.

Pero también descubrió que era difícil, dado que incluso en la Escuela de Teología se sentía… bueno, diferente, y a lo mejor incluso un poco excluida.

Parecía que los demás estudiantes hubieran recibido la llamada directamente de Dios. O bien de forma tangible, mediante un comunicado directo, claro y repentino, o bien de forma evidente desde la infancia. Rakel era la única que había elegido la carrera dos semanas antes de que terminara la fecha de inscripción, era la única que había puesto una segunda opción (al final Periodismo, después de muchas dudas) en la hoja de inscripción, e irónicamente también era la única que había elegido especializarse en la religión para pertenecer a un grupo del que pudiera sentirse parte. Sin embargo, la realidad no era ésa.

Rakel era una NBD.

No lo Bastante Devota.

Sin embargo, mientras trabajaba en ello, al menos podía seguir ocupándose de ser lo bastante rubia ceniza, de llevar zapatos lo bastante discretos y anticuados, y atormentarse lo suficiente las veces que se descubría pensando en algo que no fuera Dios. Seguro que recuperaría el tiempo perdido, razonaba ella.

La señora Bengtsson levantó la mirada de su revista del domingo en el momento exacto en que Rakel, que vivía al lado del señor Rubin, es decir, justo enfrente del matrimonio Bengtsson, salía por la puerta.

«Pobre chiquilla.»Estaba completamente sola en lo que debía parecerle una casa demasiado grande. Heredada de sus padres. La señora Bengtsson apenas los había conocido en persona ya que ella y su marido se habían mudado al vecindario un mes antes del trágico accidente de coche, en el que los padres de Rakel y el golden retriever de la familia murieron al estrellarse contra un granero con su pequeño Toyota rojo.

El hecho de atravesar la pared del granero no había sido mortal en sí, pero dentro de él, detrás de un montón de paja que por una fracción de segundo infundió a los ocupantes del vehículo una falsa seguridad, había todo tipo de maquinaria agrícola descansando. Con sus partes afiladas apuntando en dirección al pequeño coche de color rojo que avanzaba a toda prisa.

«La escena fue muy desagradable y pringosa», le dijo con calma a la prensa local el campesino que encontró a la familia la mañana siguiente, al tiempo que se secaba la frente con un pañuelo gigante rojo chillón. «Pero mis máquinas se pueden lavar. La chica lo tiene peor», continuó mientras se metía el pañuelo en un bolsillo de atrás, dejando una esquina fuera. «Bueno, es que me han dicho que tenían una hija. Qué desgracia. Los padres y, encima, el perro. Atravesados. Pobrecita.» Se levantó un poco la visera, se recolocó la gorra y escupió un gargajo en la gravilla.

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