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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (28 page)

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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La Policía Judicial lo apresó como si fuera un delincuente común, lo condujo esposado a los calabozos de la Jefatura Superior de la Policía Nacional de Palma y lo mantuvo setenta y dos horas en una celda acusado de malversación de caudales públicos, falsedad y cohecho. Su imagen al ser puesto a disposición del juez José Castro era impactante. Del Pepote Ballester ufano e impecable que paseaba orgulloso su amistad con las más altas instancias del Estado, su gesto altivo y distante de alto cargo y sus éxitos deportivos no quedaba ya nada. Un tipo desaliñado, con barba de varios días, cabizbajo, que por primera vez rehuía a las cámaras que se agolpaban ante él, caminaba tembloroso asido por unos grilletes al responsable de la constructora del velódromo, que tiraba de él con fuerza al abandonar el furgón policial.

Guiado por una reacción instintiva, Pepote echó mano en el peor trance de su vida de quien pensó que le podía salvar de aquel atolladero. El medallista olímpico, al que el juez Castro había pinchado el teléfono durante meses, y que se había visto obligado a reconocer a los investigadores que, efectivamente, los pagos que coló eran de su chalé personal, aunque lo atribuyó todo a «una equivocación», hizo llegar al príncipe de Asturias su particular SOS. «Me tienes que ayudar a salir de esta», le espetó el imputado Ballester a don Felipe, quien zanjó la petición, que le llegó de manera directa e indirecta, con una contestación lacónica: «Lo siento mucho por ti, pero no puedo hacer nada». Pepote, que esperaba un compromiso activo de la Casa Real para librarse de este engorroso procedimiento judicial, se sintió, de pronto, profundamente decepcionado.

Con lo que él consideraba que había hecho por Iñaki Urdangarin, con lo que se había implicado, con lo que había conseguido para el Instituto Nóos, con los contratos que habían firmado a su costa, con el manantial de dinero público que había caído en manos de los duques de Palma por su intermediación, con las gestiones que había realizado cuando había estallado el escándalo de los foros en la prensa, con la amistad tan antigua que le unía con el príncipe y las infantas a cuenta de la vela. Con semejante nivel de implicación personal y profesional, ahora iba don Felipe, al que consideraba su amigo de tantos años, y le daba la espalda.

Pepote confesó a su entorno sentirse dolido y traicionado. Reveló que nunca hubiera esperado semejante contestación y una frialdad como la que percibió de boca del hijo del rey. El príncipe de Asturias le dejó claro que no podía hacer nada e Iñaki Urdangarin le reiteró que él no tenía capacidad, por su cuenta, de llamar al juez que instruía la causa o a sus superiores para que borraran su nombre del sumario. Pepote se quedó a solas con su rencor.

Lo que el duque de Palma veía con cierta distancia, consternado por la situación personal de su amigo pero tranquilo porque con él no iba la cosa, se transformó de pronto en un problema conjunto. La Policía Judicial registró la vivienda del medallista olímpico en Palma, un chalé adosado en la calle Cigonya, en una zona residencial ubicada cerca del estadio del Real Mallorca. Intervino su ordenador, requisó sus dispositivos de memoria portátiles y en su correo electrónico los agentes se toparon, de pronto, con la tramitación de los foros del Instituto Nóos. Decenas de mensajes se agolparon ante la vista de los agentes. En ellos, el exdirector general de Deportes aludía constantemente a que este asunto o aquel otro lo había comentado «con Iñaki» y que tal o cual cuestión tenía ya el visto bueno de «Iñaki».

La Brigada de Delincuencia Económica confeccionó el preceptivo informe para resumir lo hallado en el registro del domicilio de Ballester y, para que no mediara ninguna duda, precisó que entre la documentación intervenida habían sido hallados mensajes entre el imputado y «D. Iñaki Urdangarin, duque de Palma y consorte de la infanta Cristina». Aquel hallazgo albergaba una buena dosis de morbo, pero, en puridad, no constituía el objeto de la investigación judicial. El titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma debía adoptar, en consecuencia, una decisión. Tenía dos opciones. O bien orillaba estos documentos y alejaba de su investigación los foros de Urdangarin, o incoaba una pieza separada para esclarecer si en la tramitación de aquellas jornadas millonarias, que ya se habían visto envueltas en polémica, podía haber mediado alguna conducta delictiva.

Habría sido un trámite sin importancia de no ser porque el protagonista de aquellos nuevos documentos era ni más ni menos que el yerno del rey. El juez Castro sopesó la decisión y decidió, como hubiera hecho con cualquier otro asunto, abrir un procedimiento independiente que colgara del sumario matriz del Palma Arena. Dictó el consiguiente auto judicial y ofició al Gobierno balear para que le enviase toda la información que obrase en su poder relacionada con los denominados Illes Balears Forum.

Aquel paso, que contó con el apoyo decidido y decisivo de la Fiscalía, llevó aparejado un debate interno en el seno del
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Anticorrupción de Baleares. Los fiscales, los agentes de Delincuencia Económica que dependen del comisario de Policía Judicial Antonio Cerdá y la unidad específica creada por la Agencia Tributaria para apoyar estas y otras pesquisas, bajo la dirección del entonces delegado Raúl Burillo, acordaron adoptar una decisión consensuada. Sobre la mesa se expuso una única pregunta para hallar la consiguiente respuesta: «¿Actuamos como si lo hiciéramos con un ciudadano cualquiera o hacemos una excepción?». La respuesta unánime fue que se actuaría como con un ciudadano cualquiera y, consecuentemente, se incoó la pieza separada número 25 del sumario del caso Palma Arena. Corría el 22 de julio de 2010.

La noticia fue tratada con prudencia por los medios de comunicación y con cautela por la propia Casa Real, que consideró que se encontraba ante un mero trámite que buscaba demostrar que con el duque de Palma no se hacían distinciones, pero que, al cabo de un tiempo, acabaría archivándose. No había, por lo tanto, motivo alguno para la preocupación. El juez pediría los expedientes administrativos al ejecutivo balear, los convenios suscritos entre Nóos y el Instituto Balear de Turismo (Ibatur) y la Fundación Illesport y confeccionaría a renglón seguido el consiguiente auto ordenando el sobreseimiento de las actuaciones. Esa sería la hoja de ruta. Seguro.

Aquellas pesquisas silenciosas se fueron prolongando en el tiempo y se dilataron hasta caer en el olvido de los propios protagonistas. Ni Urdangarin ni Torres ni los hermanos Tejeiro ni el propio Pepote Ballester ni nadie que hubiera estado vinculado a Nóos tenía lo más mínimo que temer. Prueba de ello es que continuaron con su actividad como si nada. Prosiguieron los desvíos de dinero del instituto sin ánimo de lucro a las sociedades instrumentales y las fugas de capitales a Belice y no cesaron los gastos suntuosos con cargo al botín recaudado.

El proceso se prolongaba como se prolongan estos asuntos, por la dichosa burocracia administrativa, que lo eterniza todo. Pero nada más. Llevaba ya el sumario casi un año en el dique seco. Se antojaba demasiado tiempo como para que no se hubieran producido noticias, pero no había nada de qué preocuparse. Lo tendría el juez encima de la mesa, olvidado, estaría ocupado en el resto de asuntos y por eso no había dado todavía carpetazo a esa pieza separada. No podía tener otra explicación.

Así, hasta que, por fin, hubo noticias. De pronto comenzó a sonar insistentemente el teléfono de Diego Torres. En la pantalla de su móvil comenzaron a aparecer números interminables de procedencia desconocida. El profesor de ESADE, inquietado por la reiteración de las llamadas, descolgó el teléfono. Era Europa Press, que le preguntó por la noticia de última hora.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, ingenuo, el socio del duque de Palma.

—Le llamamos por su imputación, por si quiere hacer alguna declaración.

Aquello parecía una broma macabra. Torres ya ni se acordaba de que existía una investigación judicial en marcha y se había despreocupado por completo. Tras comprobar que la voz que salía del otro lado del auricular era real y que respondía, efectivamente, a un periodista de la agencia de noticias, se limitó a contestar lo que realmente pensaba en aquel momento.

—Estoy muy sorprendido y no sé nada más. Me he enterado por ustedes.

El Juzgado de Instrucción número 3 de Palma había dictado por fin un auto. Pero no de archivo sino de imputación. El juez Castro le emplazaba el 2 de junio para tomarle declaración por los foros del Instituto Nóos. Torres no había necesitado nunca un abogado para que le llevara un asunto penal, no se había enfrentado nunca a una situación semejante y recurrió al primero que se le vino a la cabeza. El asunto no le hacía ninguna gracia, pero no le quedaba otra opción que acudir a su cita con la justicia. Llamó al letrado Manuel González Peeters, del que le habían dado referencias de que no le cobraría demasiado, comprobó si estaba disponible y si le podía acompañar a Palma y allá que se fueron. Torres no mantenía ya prácticamente contacto con el duque de Palma después del lío de la factura de Aguas de Valencia y sus relaciones se habían enfriado para siempre. Pero como no era cuestión de liar el asunto, iría a Palma, defendería la legalidad de los acuerdos y se volvería en el día a Barcelona con la plena convicción de que el archivo estaría a la vuelta de la esquina y de que aquella citación solo era un paso más para el sobreseimiento, para dejar claro que se archivaba el caso de Urdangarin después de tomar declaración a alguno de los responsables, no fuera a parecer que por ser quien era se le dispensaba un trato de favor.

Torres maldijo por tener que asumir en solitario el papel de imputado, pero hizo de tripas corazón y se presentó puntual a su cita con el juez Castro. Había roto ya con el marido de la infanta Cristina pero mantenía intacto el tono de suficiencia de antaño. Tras una batería de preguntas rutinarias del juez, el profesor de ESADE le interrumpió para que constara en acta un concepto con el que estaba seguro de que desactivaría aquella broma pesada:

—Como usted sabrá, señoría, el Instituto Nóos estaba presidido por el duque de Palma, Iñaki Urdangarin, la infanta Cristina era vocal de la junta directiva y el tesorero era Carlos García Revenga.

Pese a que el juez Castro desconocía quién era el tal García Revenga y Torres dio por supuesto que el magistrado estaría al corriente de que es el secretario personal de las infantas, creyó más que suficiente la mención de la infanta para neutralizar todo aquello. Si dejaba claro en su declaración que la Casa Real formaba parte del órgano de gobierno de Nóos, no habría ningún juez en España capaz de seguir adelante con aquel procedimiento.

Sin embargo, el rostro del instructor, con sus gafas de ver colgando del cuello y su mirada pétrea, no varió un ápice. Castro continuó a lo suyo y aquel organigrama sirvió para excitar todavía más su curiosidad.

—El Gobierno balear pagó por la primera edición del Illes Balears Forum 1,2 millones de euros y en el expediente administrativo solo consta el presupuesto que ustedes presentaron. No se paga ninguna factura. ¿Se puede saber en qué se gastaron el dinero? —inquirió el juez.

El interrogatorio dejó de ser un incómodo trámite para revelar que el instructor y el fiscal Pedro Horrach tenían verdadero interés en el asunto en cuestión. Empezaban a ser ya demasiadas preguntas y demasiado incisivas. Ante la tesitura de tener que justificar el destino del dinero, Torres improvisó una respuesta.

—La obligación asumida por Nóos era la de realizar el encargo con la calidad exigida pero sin tener que dar cuenta del coste del encargo. Yo entiendo que en un convenio de patrocinio como este, el patrocinado no tiene por qué justificar los gastos. Basta con constatar que se ha celebrado el evento patrocinado.

Las palabras de Torres, que intentaba zafarse por todos los medios de tener que acreditar qué habían hecho con el dinero, encendieron todavía más al juez y al representante del Ministerio Público, que empezó a revolverse en su silla.

—Mire usted, no sé si tiene obligación de presentar los justificantes al Gobierno balear, pero desde luego que a un juez, sí —le interrumpió Castro, marcando el terreno y evitando que el socio del duque de Palma esquivara el meollo de la cuestión.

El profesor de ESADE, lejos de detallar el destino final de los fondos públicos, acrecentó la indignación de los representantes judiciales con la frase que añadió a continuación. Tras advertir la intención del magistrado de documentar que el evento había costado infinitamente menos de lo cobrado, después de que le recriminase que habían cobrado patrocinios privados que no habían sido descontados del importe final y de subrayar que no existía rastro alguno de una sola factura, Torres se giró colérico.

—Sí, ya, pero Nóos corría con el riesgo de que el encargo pudiera resultar más costoso.

Estas palabras, a las que sucedió un silencio tenso, sonaron a desafío en el despacho de Castro, una dependencia minúscula presidida por una mesa de fórmica inundada de expedientes. A un lado, un pequeño armario se encontraba medio abierto y asomaba de su interior una toga solitaria. De otro, varias sillas de oficina con los respaldos despellejados por el tiempo completaban un escenario rancio y decadente en el que comenzaba a escasear el aire. Tras delimitar el escenario bélico, el fiscal Horrach tomó la palabra y puso sobre la mesa su primera carta.

—¿De quién es la sociedad Nóos Consultoría Estratégica? —disparó refiriéndose a una de las sociedades instrumentales que Urdangarin y Torres habían empleado para saquear las arcas de la institución sin ánimo de lucro.

—Yo soy su administrador —replicó Torres.

—Y usted facturaba con ella a Nóos.

—Unos 80.000 euros al año… —titubeó al comprobar que la Fiscalía Anticorrupción había descubierto, al echar un vistazo a las declaraciones de Hacienda de la entidad, que el dinero había ido a parar a sus empresas—. Pero bueno, que quede claro que no cobro por participar en los órganos de gobierno de Nóos, sino por los servicios que presto para desarrollar proyectos —apuntó para zafarse de la prohibición legal de los patronos de cualquier fundación de lucrarse a su costa.

En apenas unos minutos el juez y el fiscal habían conseguido acreditar, de boca del propio Torres, que se había lucrado con su ONG. Ahora solo faltaba saber si el duque de Palma había seguido el mismo camino.

—¿Y el señor Urdangarin cobró algo?

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