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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (8 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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Ignorando a todos cuantos por allí deambulaban, caminamos hacia el aposento de mi padre. En cuanto abrí la puerta, Damiana se coló en el interior y se acercó a la cama. Alonso, con gesto inquieto, se allegó hasta mí.

—Ha venido el alcalde de la cárcel, don Martín —me explicó con grande recelo—, y ha preguntado por vuesa merced.

—¿Y?

—Parecía muy contrariado y molesto, señor. No me ha gustado.

—¿Ha dicho algo? —No se me daba nada ni del alcalde ni de lo que Alonso me contaba. Mis ojos acosaban los movimientos de Damiana, que estudiaba cuidadosamente a mi padre.

—Me ha mandado que le avisara de vuestra presencia en cuanto llegarais.

—Pues ve y hazlo.

Alonso sacudió la cabeza con pesar.

—No, señor, no lo haré. Conozco al alcalde y, por más, su advertimiento de mandarme azotar si vuesa merced escapaba me ha picado. Le he dicho que hoy ya no volveríais, que necesitabais encontrar alojamiento en Sevilla y que me habíais dejado a mí al cuidado de vuestro padre. Algo acontece que no me gusta.

Le miré y le di un golpecillo afectuoso en el brazo.

—Márchate, Alonsillo. Tampoco a mí me gusta lo que dices del alcalde y no quiero darle razones para que te discipline.

—Pagáis bien. Quiero entrar a vuestro servicio.

—Pues no ha de ser, muchacho —rehusé—. Ya tengo, como ves, esclavos, y fuera me esperan mis criados con el carro en el que hemos venido desde Toledo. Si el alcalde te ha enseñado los dientes por mi causa, la mejor forma de obrar para ti es correr y alejarte de aquí a toda prisa.

Alonso se demoraba.

—¡Vete ya! —le grité de malos modos.

El esportillero bajó la cabeza y, abriendo la puerta, salió. Le olvidé al punto, pues Damiana me hizo una seña con la mano para que me acercara.

—Escuchad, señor —musitó cuando me tuvo a su lado—, vuestro padre ya está muerto. No queda en él más que una gota de vida y si no se ha marchado aún no es porque vaya a sanar y a vivir sino porque tiene algo pendiente aquí que no puede llevarse al otro mundo.

Asentí levemente con la cabeza al tiempo que las lágrimas comenzaban a rebosarme de los ojos. No me sorprendía lo que Damiana me anunciaba. Desde que le había visto en la Crujía conocía que estaba más allá que aquí.

—Aunque, señor, hay algo que sí puedo hacer por él y por voacé.

La miré sin comprenderla y sin dejar de llorar silenciosamente.

—Puedo despertarle, señor, puedo darle un cocimiento que hará que recupere la razón durante un breve tiempo, mas luego, y sin remedio, morirá.

—Y si no se lo das, ¿vivirá?

—No, señor Martín, no vivirá y, por más, se marchará de este mundo sin resolver lo que aún le ata a la Tierra.

—Sea, pues. Dale el cocimiento.

Entretanto Damiana se aplicaba en el brasero con sus hierbas y caldos, yo me senté en el borde de la cama de mi padre y le tomé una mano. No iba a poder rescatarle y devolverle al lado de madre. Había cruzado la mar Océana para salvarle y retornaría sin él. Me odiaba por ello. Hubiera deseado hallarme de nuevo en la cubierta de la Chacona y oír su vozarrón malhumorado: «¡Martín! ¡Miserable muchacho del demonio! ¿Dónde te has metido? ¿Es que no piensas trabajar? ¡Por mis barbas! ¡El barco zarpa y hacen falta tus enclenques brazos!» Sonreí al recordarlo. Le pasé una mano por el fino rostro, acariciándole, y le arreglé los cabellos sobre las almohadas. ¡Qué distinta hubiera sido mi vida si aquel padre que la fortuna me dio en el lugar del que había perdido en España no hubiera velado por mí y por mi futuro! ¿Qué haría desde ahora sin él, cómo seguiría viviendo? «¿Quién sabe...? Quizá algún día utilices tus dos personalidades, la de Catalina y la de Martín, según tu voluntad y conveniencia. Me gustaría, si tal ocurriese, estar vivo para verlo.»

—¡Oh, padre! —gemí, apoyando mi frente en su escuálido pecho—. ¡No os muráis!

Cuando alcé la cabeza, con la cara bañada en lágrimas, Damiana estaba dejando caer entre sus labios un hilillo de líquido amarillo.

—Permitidle respirar —me pidió la cimarrona, apartándose y poniendo una mano bajo el cacillo con el que le había nutrido para que no gotease. Obediente, me levanté y me alejé.

Al punto, mi padre empezó a gemir débilmente. Quise acercarme a él, mas Damiana me paró con la mirada. Era terrible ver cómo despertaba, sufriendo de tan grandes dolores, sin poder auxiliarle ni darle cobijo entre mis brazos. Sus quejidos y suspiros se hicieron más fuertes. Me tapé el rostro con las manos por no verle luchar por la vida de aquella manera. No era yo sino madre, con su amor, quien debería estar pasando a su lado esos últimos y terribles instantes. Estaba segura de que él también lo hubiera preferido, por eso me sobresalté como si una espada me hubiera atravesado el pecho cuando exclamó con voz débil:

—¡Martín!

Aparté las manos y vi que había abierto los ojos y que revolvía la cabeza sobre las almohadas. Tomando aire penosamente, me llamó de nuevo:

—¡Martín! ¡Martín! ¿Dónde te has metido?

Me allegué hasta él y le abracé con todas mis fuerzas, asombrada por aquel prodigio que Damiana acababa de obrar y feliz como nunca por verle recobrar el juicio. Él, con poca o ninguna fuerza, me devolvió el abrazo entretanto la cimarrona se retiraba discretamente al rincón del brasero y recogía sus avíos de curandera.

—No puedo ver, hijo —me dijo mi padre.

Y yo no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta tan grande que ni el aire más fino me pasaba.

—¡Ah, ya me vuelve la memoria! —murmuró—. Todo me vuelve de a poco a la memoria. Todo.

Le abracé más fuerte.

—¿Dónde estamos, hijo? —preguntó.

—En Sevilla, padre, en la Cárcel Real de Sevilla.

Las lágrimas me rodaban copiosamente por el rostro y no podía hablar. Él quiso alzar una mano para rozarme el cabello mas no halló las fuerzas y la dejó caer, mustia, sobre el lecho.

—Ya decía yo que este olor no era el de mis costas —suspiró—. Estoy ciego, hijo, y muy cierto de que voy a morir en breve, de cuenta que apenas me queda tiempo para narrarte las cosas importantes que debes conocer. Cuánto lamento no poder verte, Martín, aunque quizá todo esto no sea más que un sueño y ni tú estás aquí ni yo estoy despierto.

—No hable vuestra merced —le supliqué—. Todo es real. Yo estoy aquí, en Sevilla, con vos. Dejadme contaros que madre os añora y que todos os están esperando en Tierra Firme.

Sonrió.

—¿María está viva?

Me quedé en suspenso. Mi padre deliraba. Él había sido hecho preso antes del ataque pirata a Santa Marta. No tenía por qué dudar de que madre se encontrase bien. Guardé silencio por no errar.

—¡Dime, hijo, si María sobrevivió al asalto de Jakob Lundch! —se enfadó, mostrando el genio vivo de sus mejores tiempos.

Ahora era yo quien estaba perdida y no sabía si soñaba.

—¿A qué os referís, padre? —murmuré.

—¡A lo que hizo ese pirata flamenco por orden de los Curvos!

Noté que se desvanecía entre mis brazos como si fuera de humo y le dejé caer suavemente sobre la cama.

—No se inquiete vuestra merced, padre. Madre está bien. Sobrevivió y ahora se halla en Cartagena, en casa de vuestro compadre Juan de Cuba, esperándoos.

—Yo no volveré a Tierra Firme, hijo mío. Dile a madre que siempre ha sido, y siempre será, la dueña y señora de mi corazón y de mis pensamientos. Tú deberás encargarte de ella, Martín. Tengo hecho testamento en un notario de Cartagena, el mismo a través del cual te prohijé. No puedo recordar su nombre.

—No os esforcéis, padre, todo se dispondrá a vuestro gusto.

—¿Qué pasó con la tienda, la mancebía y la nao? —preguntó ahogadamente.

—Ardieron, padre. Jakob Lundch no dejó piedra sobre piedra. Lo incendió todo después de saquear la ciudad.

—¿Y los hombres? ¿Y las mancebas?

En verdad no estaba segura de que aquellos preciosos instantes de vida tuviera que pasarlos sufriendo.

—Vivos también. Todos se salvaron.

—Mientes, muchacho —afirmó, y giró tristemente la cabeza hacia el otro lado.

—¡Padre! —exclamé, estremecida—. ¿Por qué no me creéis? ¡Vuestra merced no puede saber lo que ocurrió! ¡Os llevaron preso antes del ataque!

Estaría ciego, mas sus ojos fulguraron cuando volvió a posarlos en mí. ¡Cuán grande era su enojo!

—Hice un viaje muy largo desde Cartagena hasta aquí con la Armada de Tierra Firme —musitó.

—Lo sé, padre, lo sé.

—Y Diego Curvo iba en la misma nave que yo.

Enmudecí. Cuando Alonsillo me dijo que los condes de Riaza habían desembarcado de la capitana junto a un reo anciano, algo dentro de mí me había advertido de la sinrazón del asunto. Ya me temí entonces alguna desgracia, mas, por la prisa que tenía de hallar a mi padre, no quise darle importancia.

—El muy hideputa —gruñó fatigosamente— aprovechaba los largos ratos de tedio en la mar para visitarme en la sentina, donde me tenían con grillos y cadenas. Se divertía golpeándome con una vara en las costillas y, después, se refocilaba como los puercos en lo que él llamaba la justicia de los Curvos.

—¿La justicia de los Curvos? —Yo sólo había oído hablar de la justicia del rey.

—No nos perdonaron lo de Melchor de Osuna, hijo, y no por lealtad a su miserable primo, al que han hecho castigar con dureza aquí, en España, sino porque gentes acaudaladas, distinguidas y de renombre como ellos no pueden permitir que chusma infame como nosotros, villanos ruines y de baja condición, les tengamos puesta la mano en la horcajadura.

Reflexioné con presteza sobre lo que acababa de oír. Que nos consideraran chusma de baja calidad y de mal pelaje resultaba natural porque lo éramos, tan natural como que ellos se juzgaran a sí mismos como gentes acaudaladas, distinguidas y de renombre. Por ello, lo que, a mi corto entender, explicaba en verdad semejante desafuero era que los Curvos sentían que cuando nos viniera en gana podíamos acabar con ellos para siempre pues, mientras viviéramos, habría quien conociese sus pillajes, artimañas y fullerías y, aunque les hubiéramos dado palabra de guardar silencio —¿cuánto vale la palabra de la chusma?—, no podían estar seguros de que no les explotara la pólvora en la bodega en cualquier momento y se les hundiera la nao. Tenían el miedo del animal acorralado y, como tal, embestían para defenderse, mas no se me alcanzaba eso de que Jakob Lundch hubiera asaltado Santa Marta, saqueado la ciudad y matado a la mitad del pueblo por orden de los Curvos.

—Escúchame, Martín, que no me queda tiempo —se ahogaba y se le quebraba la voz mas, terco y obstinado como era, se empecinaba en continuar el relato—. Voy a referirte la historia tal y como me la contó ese bellaco de Diego Curvo. Debes prestar mucha atención, hijo, para que todo este asunto no quede sin provecho.

—Os atiendo, padre. —Su semblante estaba adquiriendo un color entre bilioso y cenizo que no preludiaba nada bueno. Ciertamente, se moría a toda prisa.

—Los Curvos de aquí y los de Cartagena concibieron juntos, mediante cartas enviadas por avisos de la Casa de Contratación, todo este grande artificio. Esperaron hasta después de los esponsales de Diego Curvo con la joven Josefa de Riaza, que se celebraron en Cartagena el día de la Natividad de la Santísima Virgen.

—¡El octavo día del mes de septiembre! —exclamé, asombrada. A mi señor padre lo habían capturado el once.

—Justamente. Una vez estuvieron ciertos de que ya no podríamos, aunque quisiéramos, perjudicar el matrimonio que convertía a Diego en conde, vinieron a por nosotros.

Los Curvos conocían, porque yo les había hablado de ello en la carta que les mandé para sellar el pacto durante el juicio a Melchor de Osuna, que teníamos probanzas ciertas sobre la falsedad de la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego, condición impuesta por la condesa viuda para que su hija Josefa pudiera matrimoniar (y no perder el mayorazgo) con un comerciante de condición inferior. Por más, conocíamos que los cinco hermanos Curvo eran descendientes de judíos, lo que hubiera impedido absolutamente tal matrimonio, que los elevaba mucho socialmente.

—Aprovechando la nueva Cédula Real que condena a muerte a los que emprendan tratos con flamencos, creyeron que, obligando a don Jerónimo, el gobernador, a que me apresara por vender armas a Moucheron en el pasado, yo acabaría en la horca. Claro que corrían el riesgo de que hablara en tanto estaba preso, así que me hicieron azotar hasta que perdí el sentido. Por más, no podían ejercer la misma treta contra madre y las mancebas, que también debían de estar en conocimiento de todo, de manera que mandaron a Jakob Lundch a Santa Marta. Jakob Lundch es un pirata con el que realizan prósperos negocios. ¡Ellos sí tienen trato ilícito con flamencos!

—No quieren —dije— que quede vivo nadie que conozca sus provechosos secretos.

—Así es, hijo, mas tú te escapaste y tú eres quien más los mortifica, pues conocen que fuiste tú quien ideó el ardid contra ellos y contra su primo Melchor. Tu mudanza en Catalina para residir en la isla Margarita —hizo un visaje de desagrado pues siempre había deseado ardientemente un hijo que fuese su heredero—, te salvó la vida.

Ahora se me alcanzaba por qué había una orden contra mí en Tierra Firme y Nueva España por los mismos delitos que mi padre y por qué Juan de Cuba me había solicitado que no entrase en Cartagena. También se me alcanzaban ahora las advertencias de Alonsillo cuando regresé al aposento con Damiana: el alcalde de la Cárcel Real quería prenderme porque alguien, acaso él mismo, había advertido a los Curvos de mi presencia en Sevilla, junto a mi padre, un reo sobre el que debían de pesar órdenes de vigilancia muy precisas para que no conversara con nadie. Como no podía hacerlo dado su lamentable estado, el alcalde se había despreocupado y, por feliz ventura, fue el sotoalcalde quien atendió mi petición mas, en cuanto las nuevas habían llegado al primero, éste había informado a los Curvos y había recurrido a Alonsillo para cogerme. Corría tanto peligro en Sevilla como en Tierra Firme y todo porque los cinco hermanos eran, a no dudar, unos malditos hijos de Satanás.

—Escúchame bien, Martín —cada vez le costaba más hablar y jadeaba más afanosamente—, a Jakob Lundch lo mandaron a Santa Marta para matar a todos los nuestros y no dejar testigos, mas, por delante de todas las cosas, su misión principal era capturarte vivo a ti. La idea era hacerme prender a mí por la justicia y a ti por Jakob Lundch.

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