Xaraguá (17 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Xaraguá
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Para todos tenía
El Turco
una palabra amable o una broma, y reinaba en aquel lugar un ambiente tal de camaradería y buen humor, que casi por primera vez desde que llegara a la isla el canario descubrió una auténtica relación sin fricciones entre seres provenientes de mundos tan opuestos.

Estudió a Baltasar Garrote y su forma de moverse, hablar y comportarse —descalzo y vistiendo un simple taparrabos— y llegó a la conclusión de que la razón del éxito de semejante tipo de convivencia se centraba en el hecho de que el español había sabido adaptarse a la forma de vida de los nativos, limitándose tan sólo a aportar ron, armas, telas, baratijas y algunos utensilios de cocina que hacían más cómoda y agradable la vida de la comunidad.

—«Más sabe el tonto en su casa, que el listo en la ajena» —le hizo notar
El Turco
como si le estuviera leyendo el pensamiento—. Y yo comprendí bien pronto que ésta es su casa, y ésta es la forma lógica de vivir aquí: poco trabajo, mucha risa y muchas mujeres. —Lanzó un sonoro eructo—. ¡Y que siga la fiesta!

—Regada con ron… —añadió el gomero—. ¿Creéis que es buena idea acostumbrar a una gente tan sencilla a una bebida tan fuerte?

—¿Fuerte? —se asombró el otro—. Al lado de los brebajes que se preparan y de esos hongos alucinógenos que consumen, este ron es agua de anís —añadió—. Se emborrachan, se ríen y al día siguiente están un poco idos, pero con lo que bebían antes se pasaban una semana zumbados. —Golpeó el suelo con los nudillos, como si quisiera reafirmar sus palabras—. Digan lo que digan todos esos curas y puritanos que despotrican contra el vino y el ron, nuestra «agua de fuego» es mucho menos perjudicial que la de ellos.

El gomero se vio en la obligación de aceptar que no era quién para opinar sobre el tema, puesto que raramente probaba el alcohol, y esa misma noche tuvo que hacer un esfuerzo para ponerse a la altura de las circunstancias y no desentonar demasiado con el trasiego de licor del Turco y sus amigos.

Como era de suponer la juerga degeneró en orgía, y aunque en un principio
Cienfuegos
quiso mantenerse fiel al recuerdo de la mujer que amaba, el largo tiempo de abstinencia, el fuerte ron y la excitación producida por las escenas que se desarrollaban a su alrededor destrozaron su resistencia, por lo que el amanecer le sorprendió sobre los muslos de la preciosa nativa que había preparado el almuerzo.

Al día siguiente la cabeza le estallaba, el mundo parecía haber comenzado a girar locamente mientras los gritos de los loros resonaban en sus oídos como cañonazos y el violento sol del trópico le obligaba a entrecerrar los doloridos ojos. Tuvo necesidad de darse un largo baño en la quieta laguna antes de conseguir encaminarse sin dar tumbos al recodo del río en el que los indios trabajaban mientras Baltasar Garrote se balanceaba como siempre en su hamaca.

—¡Mal aspecto tenéis! —fue su divertido saludo al verle llegar—. Pero por suerte no han sido demonios chupándoos la sangre, sino algo mucho más divertido. ¿Cómo os encontráis?

—Me revienta el cerebro —fue la respuesta del gomero que observaba al otro con asombro—. ¿De verdad pretendéis que crea que hacéis esto a diario?

—Excepto los domingos —fue la convencida respuesta—. Ese día lo dedico al ayuno, la meditación, y a explicarles lo que significa ser un buen cristiano temeroso de Dios.

—¿Con qué resultado?

—Odian los domingos —fue la divertida respuesta—. Pretender que las cosas del espíritu les interesen más que las del cuerpo, es como pretender que la vendimia de Castilla les interese más que la caza de sus bosques. —Se encogió de hombros—. Y yo lo entiendo.

—También yo —admitió
Cienfuegos
—. Pero se supone que hemos venido para algo más que para enseñarles a emborracharse o a revolcarnos con sus mujeres.

—Todos cuantos aseguran querer darles algo más, lo único que buscan es conseguir algo más —replicó Baltasar Garrote convencido—. Yo soy un simple soldado de fortuna, poca fortuna, por cierto, que ha hecho cientos de canalladas en su vida y si creyera que tratando a esta gente a patadas sacaría más provecho, tal vez se las diera, pero tengo muy claro que éste es un burro que no anda a palos, sino tras las zanahorias, y por lo tanto me olvido de los palos. ¡Así de fácil!

Parecía fácil, en efecto, y tras los tormentosos días en los que el canario compartió la agitada vida de aquella sorprendente comunidad, se vio en la obligación de aceptar que el astuto y desvergonzado Turco era quizás el único español que había sabido encontrar al otro lado del océano el soñado paraíso que todos venían buscando.

Y probablemente lo había encontrado porque comprendió que debía poner fronteras a su ambición, y al enfrentarse a un riachuelo que arrastraba tanto oro, permitió que el agua siguiera su curso, limitándose a recoger lo más imprescindible.

Sin duda aprendió de los «salvajes» el difícil equilibrio que siempre supieron mantener entre lo necesario y lo superfluo, y
Cienfuegos
tenía clara conciencia de que aquélla era una de las lecciones más difíciles de asimilar para un «civilizado».

Cuando reanudó sin prisas la marcha en busca de aquel Xaraguá en el que le esperaban los suyos, reflexionó largamente sobre cuanto había visto en aquellos días, reafirmándose en su convencimiento de que para llevar a buen fin su proyecto de crear una próspera colonia en algún lugar del Nuevo Mundo, tenía que aceptar que aquél era realmente un mundo nuevo, y que exigía por tanto una actitud distinta a la hora de enfocar los problemas.

—Europa ha quedado atrás —fue lo último que se dijo a sí mismo esa noche mientras contemplaba un cielo cuajado de estrellas—. Y tengo entendido que allí las cosas no funcionan. Está claro que si pretendemos conseguir algo mejor, lo primero que tenemos que aprender es a olvidar.

Una semana más tarde alcanzó las costas de Xaraguá, en las que el viejo Yauco, que ya tenía noticias de la muerte de Anacaona, le proporcionó una piragua y cuatro remeros con los que atravesar el brazo de mar que le separaba de la isla de Gonave donde permanecía escondida
Doña Mariana Montenegro
y el resto de su familia.

—Levamos anclas aquel amanecer y pusimos proa a Borinquén con la intención de detenernos todo lo más una semana para hacer aguada y preparar el
Milagro
para la travesía del océano, ya que es una nave maniobrable y veloz como ninguna, pero no estábamos seguros de cómo se comportaría con largos vientos contrarios y mar gruesa. —Don Luis de Torres hizo una pausa como para tomar aliento, y dirigió una admirativa mirada a
Doña Mariana
como si aún le costara trabajo aceptar que se encontraba de nuevo frente a ella—. Luego, cuando estábamos ya a punto de zarpar, el Capitán Moisés Salado cayó súbitamente enfermo, y aunque lo desembarcamos y le atendimos con todos los medios a nuestro alcance, no pudimos hacer nada por salvarle.

—¡Santo Cielo! —se lamentó con un sollozo la alemana—. Un hombre tan encantador. ¿De qué murió?

—«Cólico Miserere» —fue la seria respuesta—. Le atacó una gran fiebre, se le hinchó el vientre, padeció cinco días de atroces dolores, y al fin se nos quedó entre las manos. —Resultaba evidente que al converso le conmovía rememorar aquellos trágicos momentos—. ¡Fue terrible! —añadió—. ¡Todos lo apreciábamos muchísimo!

—También yo —admitió
Cienfuegos
—. Me atacaba los nervios con su parquedad de palabra, pero era un hombre íntegro que se hacía querer y respetar.

—Lo enterramos justo en la punta de un cabo —puntualizó el otro—, mirando al mar, tal como nos pidió en sus últimos momentos. Luego alzamos una enorme cruz de piedra con su nombre, y cuando comenzábamos a plantearnos cómo hacer frente al océano con semejante navío y sin un capitán de experiencia, nos sorprendió el mismo huracán que, por lo que supimos más tarde, destruyó por completo la Gran Flota.

—¡Diantres! —exclamó fascinado el renco Bonifacio—. ¿Cómo escapasteis?

—Sacando el barco a tierra. Cuando comprendimos lo que se nos venía encima lo remolcamos corriente arriba por un río y lo dejamos a buen recaudo entre los árboles, aunque nunca pudimos imaginar que aquella terrorífica tempestad fuese capaz de abatir un inmenso cedro que le cayó encima abriéndole un costado. —Don Luis de Torres lanzó un resoplido—. Tardamos once semanas en reparar los desperfectos y llevar de nuevo el barco al mar, puesto que tras la gigantesca riada el cauce quedó casi seco y tuvimos que arrastrarlo media legua.

—¡Bromeáis!

El ex intérprete real mostró las manos con las palmas hacia arriba.

—¡Tendríais que haberlas visto hace unos meses! —señaló—. Eran una pura llaga. Jamás nadie sudó y trabajó como lo hicimos, ya que al menos la mitad de la tripulación tenía que permanecer en los márgenes del río atento a repeler los ataques de los salvajes que mataron a cuatro hombres. ¡Fue un infierno!

—Os creo —admitió
Doña Mariana
impresionada—. ¿Qué ocurrió después?

—Que pusimos proa al Norte, pero pronto comprendimos que la apresurada reparación que habíamos hecho bajo la constante amenaza de los indígenas no bastaba, pues hacíamos tanta agua que tuvimos que buscar una isla desierta con una buena ensenada en la que sacar de nuevo el barco a tierra.

—¡Pero bueno! —exclamó Araya sin dar crédito a lo que oía—. Ni que les hubieran echado mal de ojo.

—¡Y que lo digas pequeña! —fue la convencida respuesta—. Al poco nos visitó una piragua de feroces caníbales de pantorrillas deformadas y dientes afilados, y pese a que huyeron en cuanto les largamos una andanada de las culebrinas, las noches se nos hacían insoportables imaginando que rondaban por los alrededores y en cualquier momento podían echarnos a la cazuela.

—Sé lo que se siente —admitió el cabrero—. Lo sufrí en mi propia carne. Pero antes de devoraros se hubieran preocupado de cebaros. Les gusta la gente grasienta.

—¡No tiene gracia! —refunfuñó el De Torres—. Tan sólo de recordarlo se me pone la carne de gallina, pero por fin nos hicimos, una vez más, a la vela para poner proa al Nordeste en la peor época del año, sin capitán, y con un barco que en cuanto veía una ola de más de tres metros lanzaba unos lamentos que encogían el ombligo. La verdad es que si la cosa no hubiera sido tan seria hubiese resultado cómica, puesto que no teníamos idea de cómo avanzar con tales vientos y corrientes, y como suele suceder en estos casos todo el mundo opinaba sin que nadie se decidiera a tomar las riendas y encarar con decisión el problema.

—¿Por qué no lo hicisteis Vos? —quiso saber la alemana—. Teníais mi confianza.

—¿Como marino…? —rió el otro—. ¿Qué se yo del mar, aparte de que es enorme?

—Sois un hombre sensato que ha navegado por medio mundo.

—También soy un hombre sensato que ha comido casi todos los días, pero que no tiene la más mínima idea de cómo se fríe un huevo —le hizo notar—. Allí había marinos que conocían bien su oficio, pero los hados estaban en contra nuestra y todo lo que intentaban acababa en desastre. —Agitó negativamente la cabeza como si le costara trabajo aceptar la realidad—. Por fin, a los tres meses largos nos encontramos de pronto frente a las costas inglesas.

—¡Vaya por Dios!

—A poco más nos apresan, pero pusimos proa al Sur y la suerte nos acompañó hasta Santoña donde recalamos ocho meses después de lo previsto, aunque no acabaron ahí nuestras desventuras puesto que excusado es decir que tras tamaña peripecia los hombres estaban hasta el gorro de tanto mar, y en cuanto pusieron pie en tierra la mayoría debieron decidir convertirse en carpinteros, reposteros o pastores de ovejas, ya que no les volvimos a ver el pelo ni en pintura.

—Parece lógico.

—Yo también lo hubiera hecho —admitió el converso—. A fe que tentado estuve de dejar el barco en puerto y establecerme en cualquier lugar donde no volviera a ver el mar por el resto de mis días, pero sabía que me había convertido en vuestra única esperanza de abandonar La Española y aquí estoy. —Sonrió como un niño que ha cometido una pequeña travesura y pide excusas—. Con más de un año de retraso —añadió—, pero aquí estoy.

—¿Y quién viene con Vos? —quiso saber el canario.

—Seis de los primitivos tripulantes con sus recién adquiridas esposas, y cinco nuevas familias campesinas con un total de catorce miembros.

—Desde aquí da la impresión de que hay más gente —le hizo notar
Doña Mariana
echando una ojeada al barco que aparecía fondeado a unos trescientos metros de la playa.

—El resto son inmigrantes que aceptaron trabajar a bordo a condición de que les desembarcáramos en La Española —fue la aclaración—. No tienen intención de seguir viaje. —Don Luis de Torres hizo una pausa y resultaba evidente que le costaba un gran esfuerzo lo que iba a decir, pero por último añadió—: Ni yo tampoco.

—¿Y eso? —se sorprendió el gomero.

—Conocí una mujer en Santoña; la viuda de un marino. Es agradable, culta y de desahogada posición económica. La perfecta compañera para el resto de mis días, pero tiene dos hijos y carece del espíritu necesario para lanzarse a colonizar islas desiertas. —Tomó con afecto las manos de Ingrid—. Espero que comprendáis mi posición —pidió—. También yo estoy cansado de tanto ir de un lado a otro, y mi ilusión es encerrarme en un caserón de Santoña a traducir a Erasmo y escribir cuanto he visto en estos años.

—¿Y habéis venido hasta aquí para decirnos eso?

El converso negó con un leve ademán de cabeza aunque sin soltarle las manos.

—He venido porque jamás podría dormir en paz si no veía por mis propios ojos que estabais bien, y me cercioraba de que el barco acudía a la cita. En nadie más podía confiar al faltar el Capitán Salado.

—Jamás existió un amigo semejante.

—Jamás existió quien mereciese tanto la amistad. —Sonrió con afecto—. ¿Es niño o niña? —quiso saber.

—Niño.

—Lo imaginaba. ¿Cómo se llama?

—Luis.

—Valió la pena el viaje —musitó el converso visiblemente conmovido—. ¡Por Dios que valió la pena! —Le besó las manos con afecto y apretó luego, la del canario—. ¿Cómo podría agradecéroslo? —quiso saber.

—¿Agradecer? —se asombró
Cienfuegos
—. ¡Oh, vamos! Os deberemos cuanto podamos ser de ahora en adelante, y aún pretendéis agradecer que le hayamos puesto vuestro nombre a un niño. ¡Qué tontería! —Le palmeó la espalda con afecto—. Y ahora subamos a bordo —añadió—. Estoy deseando conocer a quienes van a compartir el resto de nuestras vidas.

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