—Siempre lo tuve presente… —le confesó a Anacaona en una de las escasas ocasiones en que aceptó hablar sobre sí misma y sus problemas—. La diferencia de edad es algo que dormía en lo más profundo de mi mente como una amenaza que pugna por emerger, pero egoístamente me esforcé en rechazarla. Sin embargo, ahora ha florecido como una hedionda rosa negra y me resulta imposible ignorarla.
—Pero él te ama —musitó la Princesa—. Te ama más que a su propia vida.
—Lo sé —admitió la alemana—. Pero en ocasiones los sentimientos y la Naturaleza siguen caminos diferentes.
—No te entiendo.
—Sí que lo entiendes… —fue la firme respuesta—. Tienes la suficiente experiencia y eres lo bastante hermosa como para entenderlo. El amor que aún sientes por Alonso de Ojeda nada tiene que ver con las noches que pasas con los guerreros de tu guardia.
—Ojeda está lejos. Tú estás aquí.
—En cierto modo estoy tan lejos como el mismo Ojeda.
—¿Dónde?
—Lo ignoro —reconoció
Doña Mariana
con amargura—. Intento descubrir en qué lugar habita mi pensamiento cuando no está conmigo, pero no consigo averiguarlo.
—Los cristianos sois muy extraños.
Eludió responder que no era cuestión de religión, raza o cultura, sino que se trataba de algo mucho más íntimo, puesto que tenía la sensación de haber corrido locamente tras un sueño, y al atraparlo descubría que se le escurría de nuevo entre las manos.
Su felicidad había durado apenas un instante; el que medió entre encontrar a
Cienfuegos
, y el día en que la encarcelaron, y a pesar de que ya estuviera libre, una áspera voz le gritaba en su interior que todo estaba a punto de terminar.
A menudo se sentaba en el porche, a ver cómo el gomero jugaba con los niños, o incluso se pasaba gran parte de la noche velando su sueño y admirando la soberbia belleza de una criatura que parecía recién salida del cincel de un escultor, y aunque se sabía dueña absoluta de aquel cuerpo, al igual que sabía que él estaba sediento de ofrecérselo, se sentía incapaz de disfrutarlo, como si el simple gesto de acariciarlo constituyese un sacrilegio o un pecado impropio de una mujer demasiado madura.
Le agradaba contemplarlo cuando la primera claridad del alba desvelaba cada uno de sus miembros como si los fuera despojando de un velo tras otro hasta dejarlo desnudo por completo, y se extasiaba entonces al recordar los lejanos días en que le hacía el amor junto a una laguna, aunque ni aun entonces osaba alargar la mano y rozar una piel y unos músculos que habían sabido transportarla al paraíso.
Y es que aquellos recuerdos se le antojaban tan hermosos porque en ellos veía su propio cuerpo, firme y brillante, vibrando mientras él la penetraba, y le dolía el alma al advertir que, cuando ahora la poseía, era ella la que ya no experimentaba lo mismo que en aquellos lejanos días, ni se entregaba de idéntica manera.
No era la misma su piel, ni sus carnes, ni sus muslos cuando sus piernas se enroscaban a su cintura; ni era semejante su ansia, ni el calor de su sexo, ni aun la intensidad y alegría de su orgasmo.
A menudo le asaltaba la sensación de estar ofreciendo pedruscos al precio al que antes ofreciera diamantes, y en cierto modo consideraba que estaba estafando a quien amaba.
Sus pechos ya no eran tan firmes como antaño, y en su rostro habían hecho su aparición profundos surcos, pero no era la flaccidez ni las arrugas lo que más le inquietaba, sino el antiguo ardor y el entusiasmo que por desgracia le faltaban.
Era tal el amor que sentía por
Cienfuegos
, que experimentaba la acuciante necesidad de ofrecerle lo mejor de este mundo, pero sabía muy bien que ya lo mejor no era ella misma. Era tal la necesidad que tenía de verlo disfrutar como lo hiciera en la laguna, que se odiaba por no ser capaz de entregarse como se entregaba años atrás, y tal vez eso contribuía a hundirla aún más en una invencible depresión que acabaría por destruirla.
Por su parte el canario se mostraba paciente y resignado, confiando en que algún día un cuerpo en el que él continuaba sin descubrir defecto alguno respondería con la misma intensidad que respondiera antaño a sus caricias, pese a lo cual algunas noches no podía evitar sentirse sutilmente rechazado, como si la dulce y profunda cueva en que hubiera deseado habitar para siempre, no fuese ya el único hogar que tuvo nunca.
Eterno vagabundo, su más preciado sueño fue volver a refugiarse en el seno de Ingrid para reencontrar el calor y la paz que tanto ansiaba, pero ese calor y esa paz ya no estaban allí para acogerle.
Ninguna otra mujer contaba para él, pues vivía enamorado del recuerdo de lo que fuera Ingrid tiempo atrás, y sabía por experiencia que nadie le proporcionaría nunca ni sombra de la dicha que ella le daba cuando se conocieron.
No alcanzaba a distinguir las arrugas en su rostro, flaccidez en sus pechos o una piel menos tersa, pues todo cuanto seguía viendo al contemplarla era un semblante inimitable y unos ojos que semejaban las aguas del Caribe entre los arrecifes de una isla desierta.
Decidió limitarse a esperar a que se recobrara mientras el
Milagro
regresaba de España, pues aunque ya hubiera transcurrido el plazo que Ovando les diera para abandonar la isla so pena de ahorcarlos, agradecía que el altivo navío no hubiera hecho aún su aparición, consciente de que no era aquél el momento de lanzarse a la aventura de fundar una colonia lejos de La Española.
Resultaba evidente que los hombres del Gobernador nunca los encontrarían en pleno corazón de Xaraguá, y por lo tanto aquél era un buen lugar para permanecer a la espera de que la alemana volviese a ser la decidida mujer que siempre fuera, pasando a convertirse de nuevo en una ayuda, en lugar de la rémora que significaba en su estado actual.
El viejo Yauco inventó un brebaje a base de hongos que parecía tener la virtud de ayudarle a reaccionar durante algunas horas, pero tanto el gomero como Bonifacio Cabrera eran de la opinión de que semejante tratamiento no podía resultar beneficioso a largo plazo.
—Vive drogada —se quejaba
Cienfuegos
—. Y llegará un momento en que no conseguirá sentirse bien sin recurrir a esa porquería.
—Dale tiempo.
—No es cuestión de tiempo, sino de voluntad, y temo que lo que Yauco le ofrece anula aún más su voluntad —fue la convencida respuesta del cabrero—. Tengo que obligarla a reaccionar, pero no se me ocurre cómo.
—Engáñala.
—¿Cómo has dicho?
—Que la engañes —replicó con naturalidad el renco—. Engáñala haciéndole creer que te estás acostando con otra. Tal vez la posibilidad de perderte la obligue a reaccionar.
—O tal vez la hunda definitivamente —le hizo notar el otro—. A menudo tengo la impresión de que eso es precisamente lo que está esperando: que le demuestre que ya no me interesa como antes. Y no es así.
—Extraña situación en la que dos seres no pueden ser felices porque se aman demasiado —sentenció Bonifacio Cabrera—. La vida debería ser mucho más lógica.
—No es culpa mía.
—Nadie te culpa. Pero tampoco puedes culparla. A veces, cuando estáis juntos, pareces su hijo, y ella lo nota.
—¿Qué puedo hacer para evitarlo?
—Supongo que nada.
Pero el canario sí que lo hizo, puesto que al día siguiente, en el momento en que penetró en la cabaña y sorprendió a Ingrid mirándose en el pequeño espejo de plata que siempre llevaba consigo, se lo arrancó de la mano y lo arrojó por la ventana directamente al mar.
—¡Deja ya de buscarte arrugas y canas! —exclamó fuera de sí—. Deja de mirarte en el espejo. El único espejo que debe contar para ti soy yo, y lo que en verdad importa es cómo yo te veo.
—¿Y cómo voy a saber cómo me ves, si no tengo espejo? Es el único que me dice la verdad.
—¿La verdad? —se sorprendió el gomero—. ¿Qué verdad? ¿La verdad de un pedazo de metal pulido que nada entiende de sentimientos, o la verdad de lo que tú quieres ver en él?
—La única verdad que no existe, pues sabido es que los espejos no mienten.
—¿Quién asegura semejante tontería? —inquirió
Cienfuegos
, sorprendido—. En los espejos la derecha se refleja a la izquierda y la izquierda a la derecha. Esa es ya su primera mentira.
—¿Y la segunda?
—Pretender que una imagen plana representa a un ser humano —sentenció—. Puede que te muestre tus arrugas y tus canas, pero no sabe que cada una de esas arrugas tiene una razón de ser, y cada una de esas canas te ha salido por mi culpa. —Hizo una pausa en la que alargó la mano y le acarició con infinita ternura la mejilla—. Pero yo sí lo sé, para mí esas arrugas y esas canas lo significan todo, y te quiero más que cuando no las tenías. Antes no eras más que una muchacha muy hermosa; ahora eres la mujer a la que amo sobre todas las cosas.
—
¡Pico de oro!
—sonrió ella—. ¡Y pensar que cuando me enamoré de ti ni siquiera te entendía…!
—Si decir lo que se siente es tener pico de oro, me alegra que así sea. —El gomero tomó asiento frente a ella y la miró a lo más profundo de sus inmensos ojos—. Hay algo que debes tener siempre presente —añadió—. El hecho de que nos amáramos desde el primer momento, ha causado mucho dolor y muchas muertes. No debes permitir que todo ese sufrimiento y todas esas vidas humanas se pierdan sin motivo.
—No sé si entiendo bien lo que pretendes decirme.
—Pues creo que está muy claro. Si el día que nos conocimos en aquella laguna no nos hubiéramos entregado el uno al otro como lo hicimos, yo ahora estaría cuidando cabras en La Gomera, y tú seguirías siendo la rica y respetada Vizcondesa de Teguise. Me habría ahorrado diez años de penalidades por tierras desconocidas, y tu marido y cuatro o cinco desgraciados más, a los que tuve que matar, seguirían con vida. —Le cogió las manos y le besó las palmas con infinito amor para añadir con un susurro—: Menospreciar todo eso por el simple hecho de que ya no te sientes tan joven como entonces, se me antoja una crueldad impropia de alguien tan sensible como tú.
Lo que no habían conseguido los brebajes de Yauco, ni los consejos de Anacaona o Bonifacio Cabrera, lo consiguieron en cierto modo las palabras del isleño, puesto que la alemana pareció reaccionar, esforzándose por volver a ser la maravillosa criatura que siempre había sido.
Le rogó a Haitiké, que nadaba y buceaba como un pez, que recuperara el perdido espejo, pero ahora procuró no buscar en él nuevas canas y arrugas, sino que lo utilizó para acicalarse y aparecer lo más hermosa posible a los ojos del hombre que tanto amor le demostraba.
Fue por aquel entonces cuando recibieron la inquietante noticia de que el Gobernador Ovando acudía en visita de buena voluntad, acompañado por un nutrido séquito.
—¿Por qué? —se apresuró a inquirir
Cienfuegos
—. ¿Por qué alguien que tiene infinitos problemas que solucionar en Santo Domingo decide emprender de pronto un viaje tan largo y tan incómodo?
—Tal vez traiga la respuesta de mi carta a la Reina —aventuró Anacaona.
—España está muy lejos —le hizo notar el gomero—. Esa carta no ha tenido tiempo de ir y volver, teniendo en cuenta con cuánta parsimonia se toman las cosas en la Corte.
—Puede que lo único que desee sea conocerme —insinuó no sin cierta maliciosa intención la Princesa—. Al fin y al cabo es un hombre.
—No de ese tipo de hombres… —fue la desabrida respuesta—. Fray Nicolás de Ovando es ante todo Gobernador, luego religioso y, si le queda algo, el ser humano más frío que he conocido. ¡Desconfiad de él!
—¡Querido amigo…! —le hizo notar la Princesa sonriendo ladinamente—. Aprendí a desconfiar de los españoles el día que Alonso de Ojeda invitó a montar en su caballo a Canoabó y lo raptó ante las narices de sus guerreros. —Echó hacia atrás su espesa melena de color azabache y contempló el techo como si recordara momentos clave de su vida—. Y conocí muy bien, ¡demasiado bien!, a Bartolomé Colón, que es el hombre más falso que haya pisado jamás esta isla. Y a Francisco Roldán. Y a tantos otros cuyas traiciones y canalladas tardaría semanas en referir. ¡Quedad tranquilo! —concluyó—. Ovando nada podrá contra mí en pleno corazón de Xaraguá. Le brindaré la más fastuosa recepción que haya visto nunca, pero no me dejaré sorprender, tenedlo por seguro.
Al canario le hubiera gustado compartir la confianza de la altiva
Flor de Oro
, pero la experiencia le había enseñado que los hombres como Fray Nicolás de Ovando no solían dar pasos inútiles, sobre todo si esos pasos les obligaban a trasladarse al otro lado de una isla húmeda y tórrida para enfrentarse a un ejército de imprevisibles salvajes desnudos.
Por tanto, decidió tomar sus propias precauciones, trasladando a una escondida cala de la vecina isla de Gonave un buen número de provisiones y todo cuanto pudieran necesitar, en caso de que las cosas se pusieran difíciles.
—Ovando aseguró que nos ahorcaría si nos encontraba en La Española, pero no dijo nada de Gonave, pese a que esté a la vista de la costa —le comentó a Bonifacio Cabrera—. Supongo que incluso desconoce su existencia.
—Ovando te ahorcará dondequiera que estés si le apetece —le señaló su amigo con naturalidad—. Y no lo hará aunque te encuentre en el prostíbulo de Leonor Banderas si no está de humor para ejecuciones. Es lo bueno que tiene ser Gobernador; puede hacer lo que le venga en gana sin rendir cuentas a nadie.
Aquello era muy cierto y el gomero lo sabía. La Corona había establecido unas normas según las cuales lo único que importaba era lo que a la Corona le convenía, y sus súbditos no tenían más opción que aceptar sus decisiones por injustas que parecieran. Y como Ovando representaba a la Corona al oeste del Océano Tenebroso, sus órdenes o sus caprichos era una ley contra la que nadie osaría nunca rebelarse.
Gonave no era, por tanto, un lugar absolutamente seguro, pero sí constituía en aquellos momentos una isla lo suficiente agreste como para que ni todo el ejército del Gobernador pudiese dar con un puñado de fugitivos si éstos sabían cómo impedirlo.
Y era también un punto desde el que se avistaba cualquier nave que llegara de mar abierto, incluido el
Milagro
que tanto tiempo llevaban esperando, y a cuyo encuentro se podía salir fácilmente con una simple canoa.
Una vez satisfecho con respecto a la seguridad de su familia,
Cienfuegos
hizo lo que mejor sabía hacer: esperar.