—Quizás haya sido culpa de la guerra —insinuó sin la menor convicción el de Sigüenza—. Ya se sabe que…
—¿Guerra? ¿Qué guerra, padre? —le interrumpió el gomero—. Recuerde que yo fui de los primeros en pisar esta isla, y no recuerdo que nadie nos recibiese en son de guerra, del mismo modo que Anacaona tan sólo pretende que les dejen un rincón donde vivir en paz.
Reanudaron la marcha en silencio, sin volver a detenerse hasta que avistaron las primeras cabañas del villorrio, y en el momento de tener que separarse, el franciscano no pudo evitar abrazar con fuerza a
Cienfuegos
, sobre cuya frente trazó la señal de la cruz. «Que el Señor te proteja, hijo —musitó—. Y reza por mí. Reza para que ese maldito hipócrita no me encierre cuando oiga lo que voy a decirle.»
No exageraba un ápice el buen fraile, pues en cuanto se echó a la cara a Su Excelencia el Gobernador Ovando, le espetó de entrada que era un desgraciado hijo de puta, y de ahí en adelante se explayó aún más, a gusto, y sin medida.
De dónde sacó el recatado franciscano tal cantidad de epítetos, y de dónde sacó, sobre todo, el valor necesario como para endilgárselos a un superior de tan alto rango, es algo que aún permanece en el misterio, pues no lo aclaran las crónicas, pero lo que sí se sabe a ciencia cierta es que la tormentosa entrevista escandalizó incluso a los más broncos capitanes de la guardia, que se preguntaban cómo era posible que todo un Gobernador lo aceptase sin exigir que encerraran a semejante energúmeno.
Tal vez se debió a una simple cuestión de amistad; tal vez a que en el fondo de su alma Ovando sabía que estaba obrando erróneamente, o tal vez a que la sorpresa de descubrir que soldados a su mando se dedicaban a violar muchachitas le había dejado mudo, pero lo que resulta de todo punto indiscutible es el hecho de que por primera vez en la Historia, un mandatario español en las Indias Occidentales tuvo que aceptar las recriminaciones que un religioso le hacía en público por el injusto trato que estaban recibiendo los indígenas.
Con el tiempo tal enfrentamiento se convertiría en algo cotidiano y en el eje sobre el que habría de girar la política imperial en el Nuevo Mundo, pero cuanto se dijese más tarde no sería más que una repetición falta de originalidad de cuanto el franciscano Fray Bernardino de Sigüenza le planteara en Xaraguá al Gobernador Fray Nicolás de Ovando al día siguiente de la captura de la Princesa Anacaona.
Según él, los nativos no estaban siendo considerados como seres humanos, sino como bestias; no se respetaban sus derechos, y no se tenía en cuenta que eran tan hijos de Dios como pudiera serlo un andaluz, un catalán o un castellano.
En dos palabras: estaban recibiendo un trato propio de herejes o de infieles, y no de simples paganos.
Y ése era un concepto que había que tener muy presente en la España de los Reyes Católicos, y que a menudo olvidaban cuantos cruzaban el océano.
Herejes e infieles se constituían, casi por antonomasia, en los enemigos declarados de Isabel y Fernando, pero los paganos no, puesto que los paganos estaban considerados como pobres seres ignorantes que no habían dispuesto de la oportunidad de conocer al único y verdadero Dios, por lo que los españoles tenían la obligación de llevarles a la Fe de Cristo a base de paciencia y comprensión.
Había que odiar a moros, judíos o cátaros casi con idéntica fuerza con que había que amar a negros de Africa o cobrizos de las Indias, pues tanto mérito tenía a los ojos de los Monarcas cortarle el cuello a unos como salvar el alma de los otros.
Pero ésas eran normas que no se estaban cumpliendo, y Fray Bernardino de Sigüenza no parecía dispuesto a consentirlo. La Princesa Anacaona aún no había sido bautizada, y, por lo tanto, no había tenido ocasión de renegar de la fe en Cristo y transformarse en hereje. Tampoco había proclamado públicamente formar parte de la comunidad judía o musulmana, y por idéntica razón tampoco podía ser considerada infiel. Era, pues, una simple y sencilla «pagana», lo cual significaba que había que protegerla, defenderla y darle la oportunidad de bautizarse, en lugar de tenderle una trampa y pretender ajusticiarla.
—¿Lo habéis entendido? —fue lo último que se le ocurrió añadir a Fray Bernardino cuando por fin se le acabaron los insultos.
—Lo he entendido —admitió el Gobernador con sequedad—. Pero lo que Vos no entendéis es que «Con Reyes no cuentan Leyes».
—¿Y qué intentáis decir con semejante mamarrachada?
—Que si Anacaona se empeña en considerarse «Reina de Xaraguá» no puede pretender que se le apliquen unas normas dictadas para el común de los mortales. Es su propio empecinamiento el que les pierde, no mi falta de comprensión.
—Es lo más hipócrita que he oído en mucho tiempo —sentenció el de Sigüenza—. Y lo más rastrero.
—Empiezo a cansarme de vuestras palabras y vuestro tono —le hizo notar Ovando—. Abusáis de mi paciencia y mi amistad, pero todo tiene un límite.
—¿Y qué pensáis hacer? —La agresividad del franciscano no disminuía lo más mínimo—. ¿Ahorcarme?
¿Encerrarme tal vez? Sabéis muy bien que no tenéis atribuciones para ello, y no creo que deseéis enfrentaros a la Santa Madre Iglesia. La primera obligación de un siervo de Cristo es defender a su rebaño, y eso es lo que estoy haciendo, puesto que esas desgraciadas a las que violan vuestros soldados son parte de mi rebaño mal que os pese. ¡Alzad un dedo contra mí y conseguiré que os excomulguen!
—¿Os habéis vuelto loco? —se escandalizó el Gobernador palideciendo—. ¿O es que acaso El Maligno se ha apoderado de Vos?
—Ni loco, ni poseído más que por la justa ira de Dios —fue la respuesta—. La misma ira que os invadiría si bajarais de vuestro pedestal y vierais las marcas que los dientes de soldados españoles dejan en la entrepierna de niñas inocentes. ¡Esos son a los que tenéis que ahorcar, no a la Princesa!
—Que los busquen y los ahorquen —sentenció el otro volviéndose apenas al Capitán de su Guardia—. Y Vos, padre, salid de aquí y que no vuelva a veros nunca.
—No volveréis a verme —señaló Fray Bernardino de Sigüenza convencido—. Pero tened por seguro que si vuestro comportamiento sigue siendo el mismo, me oiréis con harta frecuencia.
—¿Os atrevéis a desafiarme?
—Decididamente, sí.
Dio media vuelta y se alejó con tanta altivez que podría pensarse que había dejado de ser el maloliente hombrecillo que siempre deseó pasar inadvertido, para transformarse en un llamativo gigante, y su antiguo compañero de Salamanca no pudo por menos que aceptar que tal vez sus amenazas se cumplieran y se vería obligado a seguir escuchando lo que quisiera decirle aunque nunca tuviera ocasión de volver a verle.
Cienfuegos
comprendió bien pronto que, por el momento, resultaba imposible intentar liberar a la Princesa Anacaona por medio de la fuerza.
O de la astucia.
Fuerzas no tenía, puesto que la mayoría de los guerreros habían desaparecido en la espesura y los que quedaban no parecían dispuestos a fiarse de un español, por más que dijera ser canario, y en cuanto a su reconocida astucia, de poco valía frente a los veinte soldados que custodiaban a
Flor de Oro
, y a los que se diría dispuestos a cortarle su hermoso cuello antes de permitir que recobrara la libertad.
El gomero tampoco dispuso de tiempo para madurar un plan de acción mínimamente viable, dado que al amanecer del día siguiente un navío poderosamente armado fondeó a media milla de la costa, lo que demostró sin lugar a dudas que la traición que acabó con la captura de la Princesa había sido cuidadosamente estudiada en todos sus detalles.
Apenas las falúas tocaron la playa, Anacaona fue embarcada en una de ellas, y el cabrero sintió un nudo en la garganta al advertir que aparecía encadenada con gruesos grilletes que la obligaban a sangrar por muñecas y tobillos.
—¡Hijos de puta! —masculló para sus adentros—.
¡Malditos hijos de puta!
Recordó con cuánto afecto y dedicación aquella altiva mujer que ahora semejaba un cervatillo apaleado había acudido en ayuda de Ingrid cuando ésta se encontraba en trance de muerte, y con cuánta paciencia se había esforzado por ayudarla a vencer su terrible depresión, y llegó al convencimiento que si la alemana hubiese asistido a aquella inhumana escena, habría acabado por hundirse para siempre en su profundo abismo mental.
Ya con su prisionera a bordo, y como si de una estratégica retirada militar se tratara, los soldados protegieron la marcha del Gobernador Ovando, aunque resultaba a todas luces evidente que el grueso de la tropa, se quedaba en el lugar y se disponía a fortificar el poblado en previsión de un posible ataque, pese a que hubiera resultado extremadamente difícil establecer qué clase de ataque cabía esperar de la docena escasa de abatidos indígenas que observaban desde lejos cómo les arrebataban su última esperanza de libertad e independencia.
Al poco un hombrecillo avanzó hasta la orilla del agua para contemplar cómo se retiraban los soldados, y cómo las velas comenzaban a izarse al tiempo que el navío levaba anclas.
Fray Bernardino de Sigüenza se había negado en redondo a continuar formando parte de la expedición que había llevado a cabo una de las más infames acciones de la historia de España, y cuando al fin quedó solo, erguido en su pequeña estatura pero aún desafiante, como si se hubiera erigido en la representación viviente de aquellos que jamás estarían de acuerdo con semejante forma de actuar,
Cienfuegos
abandonó su escondite y fue a colocarse a su lado.
—¡Hola, hijo! —fue lo único que dijo el religioso sin volverse apenas a mirarle—. Me alegra saber que no estoy solo.
—Solo o acompañado poco podrá hacer frente a semejantes canallas.
—Puedo luchar —fue la firme respuesta del frailuco—. Luchar por la justicia.
—¿Qué justicia, padre? —quiso saber el otro—. Aquí no hay más «justicia» que la que dicta el Gobernador.
—¡No, hijo, no! —replicó el franciscano en un tono de voz que sonaba muy diferente al habitual en él—. La auténtica «Justicia» es algo que siempre tendrá vida propia, independientemente de las leyes que impongan hombres como Ovando. Es algo que está en el corazón de quienes creen en el derecho de todos los seres humanos a ser considerados iguales, y que prevalece del mismo modo que la fe en Cristo prevaleció pese a las persecuciones. Se la puede herir, pero jamás conseguirá matarla nadie.
—¿Y cómo piensa luchar?
—Volviendo a Santo Domingo para tratar de impedir que ahorquen a esa mujer. Alguien me escuchará.
—¿Quién?
—Mis hermanos y mis superiores; todos aquellos que opinan, como yo, que no hemos venido a colgar cuerpos, sino a salvar almas.
—¿Acaso espera que se opongan a Ovando?
—No lo sé, pero mucho menos lo sabré si no lo intento.
El gomero se acuclilló, y con ayuda de una rama comenzó a trazar dibujos en la arena, mientras observaba cómo las velas del navío tomaban el viento y éste comenzaba a alejarse muy despacio hacia el Oeste con la intención de sobrepasar la punta más occidental de la isla y poner luego rumbo a levante; hacia la capital.
—En cuanto salgan a mar abierto le soplarán vientos contrarios —musitó al fin—. Si tiene buenas piernas podríamos llegar a Santo Domingo antes que él.
—Mis piernas son tan buenas como las tuyas, hijo —fue la seca respuesta—. Y si acaso me flaquean, el Señor me dará fuerzas para seguir adelante. Lo único que necesito es un pedazo de cuerda.
—¿Cuerda? —se sorprendió el gomero—. ¿Para qué quiere una cuerda?
El otro no respondió, limitándose a arrancar una liana del árbol más cercano, y arremangándose los faldones de la blanca túnica hasta más arriba de las rodillas, la utilizó a modo de cinturón, lo que le dio un extraño y cómico aspecto, con dos piernas que parecían palillos, enormes botas de fuerte cuero negro, y lo que le sobraba de hábito colgándole a modo de improvisado delantal.
—¡Cuando quieras! —dijo—. Y patéame el trasero si me retraso.
Emprendieron la marcha, primero hacia el Sur, en busca de la costa por el mismo camino que habían traído los hombres de Ovando, para torcer luego hacia el Este, cortando campo a través a paso de carga.
Fray Bernardino de Sigüenza era en verdad uno de los individuos más enclenques y esmirriados que cupiera imaginar, pero parecía animado por tal fuerza interior y tal convicción en sus acciones, que ni por un instante dio la impresión de sentirse fatigado, y el atlético cabrero, que tan a prisa y a fondo había recorrido el Nuevo Mundo, fue el primero en alzar la mano para dejarse caer soltando un resoplido.
—¡Caray, padre! —exclamó asfixiado—. Ni que le hubieran metido una guindilla en el culo. Deme un respiro o hecho los hígados.
—¡Cinco minutos! —fue la respuesta—. Cinco minutos, pues cada uno de ellos cuenta. ¿Cuánto tardaremos en llegar?
—A este ritmo cuatro días.
—¿Cuatro días? —se horrorizó el otro—. ¡Diantres! Eso sí que no creo que lo aguante.
Pero tuvieron suerte, porque al segundo avistaron la hacienda de un colono que respondía al curioso nombre de Deogracias Buenaventura, quien por cien maravedíes aceptó conducirles personalmente por intrincados senderos que tan sólo él conocía sobre su viejo y traqueteante carromato.
Lo más duro del viaje se centró sin embargo en el hecho de que como por lo visto hacía meses que no hablaba con «cristianos», no paró de parlotear desde el momento mismo en que emprendieron la marcha, y resultaba evidente que aborrecía a la veintena de salvajes que le servían de peones.
—Son los seres más vagos que existen sobre la faz de la tierra —aseguraba con auténtico rencor en la voz—. Los más inútiles, y los únicos capaces de negarse en redondo a aprender cualquier cosa «civilizada» que intente enseñarles.
—¿Como qué?
—Como tejer vestidos «decentes», curtir pieles, hacer ladrillos, construir muebles. ¡Cualquier cosa que incluso el negro más selvático aprendería de inmediato!
—Tal vez se deba a que consideran que son conocimientos inútiles —le hizo notar el cabrero—. Nunca han necesitado ropa, ni zapatos, ni casas, ni mucho menos muebles y han vivido felices durante siglos.
—¿Felices? —rió irónico Buenaventura—. ¿Se puede ser feliz como las bestias?
—La diferencia entre un hombre y una bestia no está en lo que use exteriormente, hijo, sino en lo que encierre el corazón y la cabeza —intervino Fray Bernardino de Sigüenza a quien el colono no parecía haberle caído bien desde el primer momento—. Conozco muchos nobles que afirman que no vivir entre sedas, en palacios con las paredes cubiertas de cuadros y con vajillas de oro, no merece la pena.