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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (2 page)

BOOK: Y pese a todo...
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No voy a morir, claro que no. Mi alma hace ya tiempo que murió. Mi cuerpo sólo es una rémora que acarreo. Puedo seguir haciéndolo, no importa lo que le ocurra. Yo seguiré vivo. Mi voluntad podrá con todo.

Ahora la bruma verde vaga entre las calles. Muy pronto lo haré yo. Aspiro de nuevo con más fuerza. Y el picor de mis vías respiratorias ya es demasiado. Caigo al suelo. Mi cabeza golpea contra el terrazo, con la leve amortiguación de la sábana que amortajó a mi hijo. Noto que la sangre comienza a brotar y se mezcla con las manchas resecas. No importa la fractura.

Mi piel pierde el color y mis músculos se sacuden víctimas de espasmos irrefrenables.

Puede que ya esté muerto, pero sé que no moriré.

Por David Jasso

«A menudo, el temor de un mal nos lleva a caer en otro peor.»

Nicolas Boileau

1

Y pese a todo, el mundo todavía giraba. Aún había estaciones y, por supuesto, aún había días con sus correspondientes noches.

El invierno en Maine era crudo; en Bangor, cruel. Las horas de luz solar pasaban con la misma rapidez con la que prende y se esfuma el papel de fumar, dando paso a noches gélidas, cargadas de ruidos inciertos y mustios sentimientos. Durante la estación de fríos, la vida parecía pararse y no tener sentido. El ánimo era embargado hasta la primavera, coincidiendo su libertad con las primeras briznas verdes de hierba.

El blanco de la nieve convertía aquella lujosa urbanización de casas en una enorme y monocromática habitación acolchada de manicomio.

«Soledad y aislamiento», pensó Patrick. Así era el invierno en aquella parte de Estados Unidos. Más aún, después de la guerra. Ya ningún medio de transporte llegaba a la ciudad. El puerto, antaño tan vivo, yacía ahora tan inútil como los restos de un cadáver. Los dos aeropuertos no eran más que las ruinas de lo que fueron y las carreteras permanecían sepultadas bajo la nieve sin que los camiones quitanieves hicieran ya nada por remediarlo.

Patrick Sthendall agarró una lata de Budweiser de la nevera, la cual renqueaba trabajando al mínimo. Su perro le observaba con la cabeza girada y con unos enormes ojos azules cargados de deseo.


Doggy,
esta noche no ―le dijo con tono autoritario.

El husky siberiano giró la cabeza hacia el ángulo contrario, meneó la cola brevemente y se escondió detrás del sofá, mirándole con sus enormes ojos claros. Era un ejemplar joven y precioso, con pedigrí. Patrick no quería convertir al perro en un alcohólico. Ya era suficiente con un borracho en casa.

El hombre arrastró las roídas pantuflas por la moqueta y se sentó pesadamente en el sillón. Puso los pies encima de una pequeña y baja mesa de madera tirando dos o tres latas arrugadas de cerveza. El ruido le molestó. Cualquier sonido estridente había llegado a importunarle hasta el punto de hacerle perder los estribos, y en cierto modo comenzaba a odiarse por ello. Él siempre había sido un tipo con buen humor. Al menos antes de que Bangor redujese su población de treinta y un mil ochocientos habitantes a tres.

―Mierda ―dijo casi en un susurro, malhumorado.

Se incorporó con cierto esfuerzo. Había olvidado algo y estaba cansado. De nuevo arrastró las pantuflas, y el perro, que permanecía echado y con la cabeza entre las patas delanteras, le siguió con curiosidad.

―He dicho que hoy no toca, borrachín ―le recriminó Patrick ante la mirada inquisitiva del can.

Éste volvió a menear el rabo, adoptó la posición anterior y se echó a dormir.

Su dueño apagó la luz. No podía permitirse el lujo de tenerla muchas horas encendida. No por la factura ―hacía muchos meses que habían dejado de llegar―, sino por no gastar la batería conectada a los paneles solares. Muchas noches, para tener algo de luz y dar un mínimo de calor a la casa, hacía fuego en la chimenea. En Bangor, encontrar leña era sumamente fácil, aun cuando la guerra había acabado con su producción en serie. No tenía más que salir al bosque y talar los árboles que le viniese en gana.

También había otro motivo para abrazar la oscuridad, aparte del ahorro energético. La luna llena dominaba esa noche el firmamento, y si alguien o «algo» intentaba acceder a su casa, él podría ver su sombra o silueta a través de los enormes ventanales del salón.

Y actuar. Vaya que si actuaría…

Aunque hacía poco más de un año del último ataque ―y fue aéreo―, a él le gustaba sentirse protegido. Había visto y oído demasiado para no estarlo. Tanto la casa como él estaban bien equipados para repeler cualquier ataque. Miró hacia el armero situado a su derecha, sintiéndose seguro. La luz de la luna, que se filtraba entre las finas cortinas blancas, bañaba varias escopetas y pistolas de diferentes calibres y les otorgaba un aura extraña, casi mística.

En la acera de enfrente, a través de las rejas de hierro que había instalado en el ventanal del salón, observó cómo la luz de la habitación superior de sus vecinos se apagaba. Tampoco a ellos les gustaba gastar energía sin necesidad. La guerra les había vuelto muy ahorrativos en todo.

―Buenas noches ―dijo en la distancia a las dos únicas personas que, como él, no habían abandonado la ciudad o muerto durante los ataques.

Se acopló en el sillón, acolchándolo con el trasero hasta sentirse medianamente cómodo. Dio otro trago a la cerveza, dejando la lata casi vacía, y la arrojó a un lado. Frunció el ceño cuando vio al perro salir de su escondite y lamer los pequeños charcos de cerveza que había provocado. Le dijo algo y el can volvió a su sitio.

Cerró los ojos y se dispuso a dormir.

Hacia las tres de la madrugada algo lo despertó. Aguzó el oído; el ulular del gélido viento por entre los árboles arrastraba otros sonidos, desconcertantes la mayoría.
Doggy
alzó un poco la cabeza y gruñó. Se levantó y después de un rato se apostó junto a la puerta.

Alguien o «algo» intentaba entrar y la alambrada que había colocado alrededor de toda su propiedad se lo impedía.

Patrick se giró hacia un lado y volvió a dormirse.

Estaba cansado y el mundo se había ido a la puta mierda.

2

Peter Staublosky también había escuchado los ruidos. Se encontraba en su cama, abrazando a su hijita, cuando éstos habían comenzado.

Ris, ras, ris, ras.

Emergieron a través de sus pesadillas y al poco dominaron la realidad de aquel cuarto angosto y frío donde dormían. Peter permaneció unos instantes con los ojos clavados en el techo, intentando averiguar quién era o dónde estaba. En ocasiones le ocurría aquello, aunque no tardaba más de unos segundos en responderse a aquellas dos preguntas.

«Soy Peter Staublosky y estoy en el infierno», se decía mentalmente.

Ris, ras, ris, ras.

Su hija farfulló algo, se revolvió y Peter pudo contemplar a la luz de la luna el suave rostro de la niña. En un momento dado, éste se contrajo en un gesto agrio, fruto de una posible pesadilla. La pequeña solía tenerlas, y a él no le extrañaba, no, sabiendo lo que aquella cría de cinco años había vivido durante la guerra.

A veces él también soñaba.

Volvió a oír algo. Con movimientos suaves deshizo el paternal abrazo, apartó la tupida cantidad de mantas que les arropaban y se levantó de la cama, vestido sólo con la parte de abajo del pijama y una camiseta interior blanca de manga corta. No se calzó; agarró la escopeta recortada que descansaba en una silla infantil rosa con ositos de colores y se dirigió a la ventana de la habitación, desde la cual se dominaba un tramo amplio de su nevado jardín, la calle y varias casas más. Apartó suavemente la cortina blanca con el cañón del arma y miró hacia abajo.

Nada. Sólo la nieve presidiendo majestuosamente todo aquel lugar.

El sonido volvió a repetirse y esta vez escudriñó bien la zona de donde parecía proceder. Pese a que la luz de la luna llena bañaba la amplia calle que daba acceso a la urbanización, él no conseguía identificar el origen de aquellos ruidos.

Pensó que sería algún animal en busca de comida. Se quedó un rato allí. De vez en cuando echaba una ojeada al terreno de Patrick Sthendall, pues el ruido se reproducía cerca de aquella propiedad con bastante frecuencia. Observó cómo los ventanales del salón de Sthendall reflejaban la luz de la luna como si se tratase de un gran foco de circo. Nada hacía intuir que su vecino estuviera sentado en el sillón del salón, pero él sabía que allí lo encontraría y que, con toda probabilidad, estaría durmiendo la borrachera.

―Que se pudra ―murmuró soltando la cortina y sentándose en la silla.

Quince minutos más tarde no se habían vuelto a producir ruidos sospechosos en la calle. Volvió a la cama pero no se acostó, sino que agarró la chaqueta de lana que reposaba colgada de la puerta del ropero, se la puso y se sentó a hacer guardia allí.

De vez en cuando echaba ojeadas al pequeño bulto en la cama que era su hija. De este modo, si se despertaba, podría tranquilizarla rápidamente. Solía despertarse gritando y llorando, aunque no lo recordaba por la mañana. Era mejor así, y en cierto modo la envidiaba.

Peter pensó que no podría dormir. Las noches solían ser tranquilas, sin ruidos, y cualquier cambio en el monótono transcurrir de una de ellas bastaba para despertar su insomnio. El instinto, la premonición de saber que algo acechante permanecía entre las sombras y podía destrozar la alambrada y vencer así la inexpugnabilidad de la casa le aterraba. Aún no se había dado el caso; además, los ataques habían cesado desde el día de las evacuaciones. Pese a eso, se sentía intranquilo. Sus ojos habían visto ya tanto…

Arropó mejor a Ketty y la contempló con una sonrisa agridulce en el rostro. Se parecía tanto a su madre… La similitud de sus rasgos le provocaba a Peter en muchas ocasiones la sensación melancólica y agria de estar criando a una pequeña Helen. Y eso era doloroso.

Pensó que podría llorar. Sería un llanto silencioso, cargado de un torbellino de sentimientos contradictorios, reproches y recuerdos. De esperanzas rotas, de rabia e impotencia contenida, de recriminaciones y lamentos. Pero no lo hizo: el pozo de lágrimas se había secado.

Dos horas después sucumbió al frío y al sueño y volvió al calor de las sábanas y de su hija con agrado. Y, aunque pensó que no podría volver a dormirse, lo hizo.

La noche de Bangor recuperó su mutismo acostumbrado, arropando bajo su silencioso seno a la urbanización Longfellow.

El peligro parecía haber pasado. Si es que alguna vez lo hubo.

3

El rasgueo de las patas de
Doggy
contra la puerta de la calle lo despertó. El perro necesitaba salir a mear. Aquello era ya una rutina diaria. El can arañaba, él refunfuñaba unas palabras y al final se levantaba a abrirle, comenzando así un nuevo día. Al menos agradecía que el husky siberiano no se meara por todas las esquinas de la casa.

Patrick tenía la cabeza embotada por la resaca, y el cuerpo dolorido por la posición. Se dijo que no era de las peores resacas que había tenido y se apretó las sienes intentando aliviar, o al menos encauzar, parte del dolor de cabeza.

Fue inútil.

El sol no bañaba su rostro, pero ya hacía rato que había amanecido. El cielo, contemplado desde el ventanal del salón, no se diferenciaba apenas del color blanquecino de la nieve del suelo. La línea divisoria entre firmamento y tierra era imposible de discernir en aquella época del año. El invierno en Maine era perpetuo, más desde que se habían usado armas climáticas durante la guerra.

Y pese a todo aquel frío, Sthendall se negaba a dormir en la cama, y no era por miedo. Simplemente, no quería que la muerte le encontrara allí, espatarrado y empapando la almohada con sus babas. Para él, aquélla sería una muerte sin dignidad. Por eso, desde que la guerra comenzara, había elegido el viejo y pequeño sillón marrón de orejas del salón para dormir. Desde allí dominaba toda la perspectiva de la parte delantera de su casa, que consistía en un jardín de diez por diez y en una pequeña caseta de madera para las herramientas. La calle y la casa de enfrente también quedaban claramente a su vista.

Además, tenía acceso rápido a las armas; eso cuando no dormía abrazado a una de ellas.

Ya nunca o casi nunca ocurría nada, pero más valía estar preparado. La guerra había dejado muchas hendiduras en la realidad y por ahí podía colarse cualquier cosa, estuviera o no en el imaginario del hombre; rescoldos humeantes que Dios sabe cuánto tiempo permanecerían encendidos. El recuerdo de todo lo vivido, visto u oído hasta la fecha le impediría volver a dormir jamás en una cama.

Se encontraban en una situación extraña. Antes de que todos los medios de comunicación dejasen de emitir, aún no se había proclamado el triunfo de ningún bando. Así que no sabía exactamente qué ocurrió al final. Sólo sabía que un año después de las evacuaciones nadie había vuelto a Bangor para explicar nada.

Se desperezó, haciendo crujir como ramas secas casi todo su delgado cuerpo. Había perdido mucho peso en ese tiempo. Su ex mujer habría estado contenta, si viviera.

Dormía vestido ―a veces ni se quitaba el abrigo―, y estar desaliñado era ya para él ley de vida. Además, la situación actual, sin agua corriente y calentando trozos de hielo en un hornillo de gas, no favorecía una buena higiene continuada. Por eso, y por vaguería, se había dejado crecer una frondosa barba, teñida de gris pese a no haber entrado aún en los cuarenta.

Lavaba la ropa, cuando se acordaba, en un barreño de agua templada, para no helarse las manos, y la tendía en el sótano. En cierta ocasión había tendido una camisa y unos pantalones vaqueros fuera, en el jardín delantero. Dejó las prendas tanto tiempo a la intemperie, que cuando recordó recogerlas ya se habían congelado y eran inservibles.

―Espera,
Doggy,
que este borracho necesita ponerse las botas para salir ―dijo al perro, que seguía arañando la puerta, mirándole con impaciencia.

Por costumbre, dejaba las botas en el baño de abajo; le resultaba más cómodo puesto que apenas utilizaba las habitaciones de la segunda planta. Entró y tuvo que encender la luz para ver algo. Maldijo a los arquitectos de aquella urbanización por no haber dado algo de luminosidad a aquellos baños. No le gustaba gastar luz: nunca se sabía cuándo habría que encender los potentes focos delanteros del porche.

Una larga hilera de botas camperas y zapatillas de deporte le recibió. Patrick las había ido trayendo con el paso del tiempo de sus escapadas a la ciudad. Sabía que tener un buen calzado en aquellas condiciones climatológicas era importante. Por eso no dejaba de recoger botas o zapatillas en sus incursiones; nunca estaba de más tener reservas. Y los saqueadores ―apenas los hubo― habían olvidado hacer acopio de calzado, como si pensaran que toda aquella guerra se fuese a resolver antes de que las fábricas de calzado dejaran de funcionar.

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