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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (5 page)

BOOK: Y pese a todo...
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Siguió caminando pensativo y un poco aterido por las calles desiertas de Bangor, paseando junto al campo de béisbol de Mansfield, que había financiado Stephen King, vecino de la ciudad y «rey» de la novela barata. Ahora el estadio permanecía sepultado por la nieve y abandonado, en lugar de colorido y jubiloso; y Stephen King podría estar criando malvas o encontrarse en cualquier búnker para personas VIP que hubiera en el jodido país.

Buscó con la vista algo que le permitiera hacerle creer que los colores existían y no eran cosa del pasado. Los tonos sepias ya no eran bonitos ni en las fotografías.

Bordeó el puerto, tan populoso antaño y centro de la mayoría de negocios de Bangor. Allí, algunos viejos cargueros oxidados se repartían el muelle con varios yates de lujo anclados, vestigios de otra clase social extinguida. Vio a lo lejos el aeropuerto internacional de Bangor, que antes de la guerra comunicaba la ciudad directamente con Boston, Newark, Filadelfia, Detroit, Cincinnati, Atlanta y Orlando y de forma estacional con Nueva York, pero que ahora dormitaba tan inútil como su torre de control convertida en escombros… Todo era tan inútil en Bangor como escupir hacia arriba pensando que el salivazo no te caería encima.

Enfiló hacia el ayuntamiento, más en concreto hacia la calle comercial de St. Clement, donde estaba el supermercado de Gordie’s Hancok. O Gordie’s Hancok el muerto. Los árboles, desnudos y esqueléticos, suplicaban por un pijama verde que aún tardaría en llegar. También las ardillas y los pájaros parecían haberlos dejado abandonados a su suerte.

―Chucho, ven aquí o a la vuelta no te doy cerveza ―dijo cuando se paró enfrente de Gordie’s.

Entró en el que era uno de los supermercados más grandes del pueblo. Había varios más distribuidos por Bangor, pero a él le gustaba recorrer los pasillos anaranjados de aquél, porque le transmitían cierta serenidad. Había sido tranquilo en sus mejores días y era tranquilo en sus peores; eso le hacía olvidar durante unos momentos lo que había ocurrido.

Al principio, y durante varios días enteros, se entretuvo limpiando aquello de material propenso a pudrirse con rapidez, al igual que sabía que Peter lo había hecho en otras grandes superficies de la ciudad. La verdura, la fruta, el pan mohoso… todo lo había arrojado a los enormes contenedores metálicos de la calle trasera de Gordie’s. Allí podían pudrirse tranquilamente y así evitaba malos olores dentro del supermercado o que todo el ambiente se volviera insalubre. Tanto Peter como él tenían una especie de acuerdo tácito para no desvalijar los supermercados o sus almacenes.

Iban, se aprovisionaban de comida para una semana y de otros utensilios necesarios y regresaban. Simplemente lo necesario. Al menos así lo hacía él, obligándose a adentrarse en el pueblo y así de paso verificar si había novedades; «algo que nunca ocurría y que con toda probabilidad nunca ocurriría», pensó.

Se dirigió a la parte trasera del supermercado. Allí estaba el almacén, que era de donde sacaban las latas de conservas que no caducarían en años. Atún, caballa, calamares, sardinas, mejillones en escabeche… Se habían acostumbrado a comer pescado o moluscos a todas horas, y la verdad es que a Patrick le daba igual. Nunca había tenido un estómago exquisito y, pese a que siempre había tenido dinero, prefería frecuentar la sucia tasca de Joe Sillock, donde le servían las mejores costillas a la barbacoa de todo Maine y podía verle el escote a Marie Sue, que el restaurante de cuatro tenedores Gino’s, donde sin duda no sabría apreciar un buen pichón de Bresse asado con salsa de foie ni el orondo culo del maître a la naranja.

Llenó de latas la pequeña mochila oscura que llevaba. Añadió también comida de perro ―que incluso una vez probó (y que le hizo vomitar)―, cervezas y algunas pilas para escuchar el radiocedé en el porche y para la linterna.

―Vámonos, Milú ―le dijo a
Doggy,
que correteaba por todo el supermercado con la lengua fuera y olisqueando todas las esquinas en busca del meado de algún otro congénere.

Patrick enfiló el pasillo central casi hasta llegar a la salida. Rozaba con la mano todos los artículos, aunque ya se conocía la situación de todo el supermercado de memoria. Cuando se volvió, observó a su perro apostado junto a la puerta trasera que daba al estrecho callejón de contenedores. Gruñía.

―¡Chucho, vamos! ―le gritó desde los mostradores.

El perro siguió allí, con el pelo del lomo erizado, lanzando gruñidos intermitentes y con el cuerpo tenso, a punto de saltar.

Deshizo el camino y se acercó a
Doggy,
que se había separado de la puerta metálica, reculando un poco.

―¿Qué te pasa,
Doggy?
―le preguntó con cierto reproche en su voz, creyendo que el perro habría olido el rastro de alguna rata.

Al otro lado se oyó algo. Un tufo a carne podrida o a algo muerto inundó sus fosas nasales. Mandó callar al perro y aguzó tanto el oído como el olfato. «Están rebuscando en la basura», pensó. De repente, en la parte trasera algo gruñó. Patrick supo que nunca había escuchado un gruñido semejante en su vida.

―Salgamos de aquí ―susurró al perro mientras lo levantaba en vilo.

No podía dejar de mirar aquella puerta y caminó hacia atrás. Imaginó que en cualquier momento podía combarse o salirse de sus bisagras empujada por una fuerza que escapaba a su capacidad de entendimiento.

Levantó la escopeta en dirección a la puerta, con el gatillo presionado. El silencio ahora era absoluto. La tranquilidad que precede a la tempestad en alta mar. Algo se acercó a la puerta, lo podía oír. Lo podía… oler.

Pero no sucedió nada y Patrick salió de espaldas, sin dejar de apuntar, por la parte delantera. No se giró hasta que salió de aquella calle. De regreso a su casa se convenció de que aquello que gruñía en el callejón era un oso negro.

Un gran oso negro.

Era perfectamente normal que se adentraran en la ciudad en busca de comida, sobre todo en la temporada de fríos, cuando les costaba encontrar comida en el bosque y vagabundeaban de aquí para allí. De hecho, él había visto unos cuantos osos antes de la guerra paseando por calles de la periferia, y había ayudado a Stratham, Durham y a sus chicos alguna que otra vez a devolverlos a su hábitat.

―Menudas alfombras tendría yo en mi casa si pudiera ―decía el viejo sheriff cada vez que capturaban a uno de esos osos, y se echaba el sombrero hacia atrás, rascándose la frente ante la mirada de enfado del veterinario y las risas de sus dos ayudantes.

Cuando Patrick llegó a su barrio, bajó por la calle principal, una calle de postal navideña, le gustaba decirle al perro. Peter no estaba en la zanja, aunque se veía que había comenzado a cavar, y a buen ritmo. Un montón de nieve y tierra descansaba a la derecha del agujero y la pala se erigía triunfante encima de él.

―Si Holleman viera que estás buscando lombrices en su jardín… ―murmuró con una sonrisa en los labios.
Doggy
lo miró con la cabeza girada y él también la giró hacia el otro lado, haciendo una mueca con la boca.

La niña, sentada en el porche, jugaba con unas muñecas harapientas mientras lo miraba con disimulo. Hizo amago de levantarse, pero la voz de Patrick la impulsó a detenerse.

―¡Hola, guapa! ―la saludó levantando la mano―. ¿Eres nueva en el barrio?

Ella lo miró con ojos entornados, juntando las cejas. Después bajó la mirada, se levantó y se metió en la casa sin decir nada. No había cerrado la puerta del todo y asomó su cabecita cuando creyó que su vecino no podría verla. Sonreía y se parecía tanto a Helen que durante esos segundos a Patrick se le encogió el corazón en el pecho.

―¿Te gusta mi perrito? ―preguntó Patrick sonriendo e intentando parecer simpático.

Ketty asintió: le encantaba aquel perro. «Ojalá tuviera uno igual», pensó.

―Entra en la casa ―le dijo su padre, que salía al umbral con una botella de agua pequeña y aspecto sofocado. Ella le hizo caso y Peter se quedó mirando a Patrick, desafiante. El sudor frío le recorría las sienes y bajaba por sus pómulos. Sintió que una ráfaga de aire helado hacía el sudor aún más molesto. El largo y canoso pelo de Patrick onduló durante unos momentos y volvió a caer sobre sus hombros.

―¡Hey!, esta noche haré una barbacoa en mi jardín ―dijo éste, sonriendo―, y habrá baño en mi piscina. He contratado a Neal Diamond para que nos dé un concierto. También vendrá ese imitador de Elvis tan malo, Bruce Nye. Y un par de tías buenas y algo calentorras que conocí la otra noche en el Angelus. Espero que vengáis a cenar, polaco. ―Levantó un brazo en señal de hastío y se retiró. Ya de espaldas, exclamó―: ¡Va a venir todo el barrio, tú sabrás!

Luego desapareció dentro de su casa, con el perro siguiéndolo.

8

Peter volvió a la zanja. Estaba cansado, pero le gustaba mantenerse entretenido en algo. Si ejercitaba los músculos, no pensaba tanto. Y pensar se había convertido en un acto demasiado doloroso. Agarró la pala y comenzó a clavarla con fuerza en la tierra mientras intentaba recordar el estribillo de aquella canción que no paraba de venirle a la mente.

―¿Qué será, será? ―canturreaba entre nubecillas de vaho mientras arrojaba las paladas a su derecha.

Llevaba así más de una hora. Ya no cantaba y, debido al desgaste físico, no pudo impedir que un recuerdo cruzase la frontera que lo mantenía confinado en la parte oscura de su cerebro. De no haber estado tan cansado, el guardia mental de su cabeza lo habría abatido de un disparo, sin dudar, ya lo había hecho muchas veces; pero el guardia mental llevaba demasiadas horas en su garita, y ya no se mostraba tan efectivo.

Su familia había llegado en barco a Estados Unidos proveniente de Varsovia. Desembarcaron en la isla de Ellis, que tantos millones de inmigrantes había recibido a finales del siglo xix y principios del siglo xx.

Su abuelo Pavel Staublosky, su abuela Mitra y su padre Krisha, apenas un niño. Todos huían del pasado en busca del sueño americano. Acostumbrados al frío y a la tala de árboles en su país, emigraron al condado de Maine, famoso por sus bosques. Le contaba su padre que desembarcaron sin dinero y que llegar hasta Bangor se convirtió en toda una odisea. Los años cuarenta fueron duros, pero los Staublosky encontraron trabajo mal pagado en Bangor, en una serrería ya desaparecida a orillas del Penobscot, donde su abuelo trabajaba más de doce horas diarias descargando troncos de los camiones o recogiendo los que bajaban del río y cortándolos en las sierras. Eran inmigrantes, apenas dominaban la lengua más allá de dos o tres palabras básicas y la gente de allí se mostraba reticente con los extranjeros; pero, pese a ello, los Staublosky eran felices porque ganaban más de lo que jamás habrían soñado en Varsovia, y además no tenían que temer las duras represalias políticas de un país convulso donde la muerte dejaba alargar su larga sombra sobre ellos en más ocasiones de las deseadas.

Para cuando Peter nació, su abuelo ya había muerto de un ataque al corazón. La gente había asumido la presencia de los Staublosky en lo que todavía era una ciudad en ciernes. Krisha, con treinta y cinco años, se había casado con Lisey Kunt, una joven y hermosa rubia de Minnesota que iba de vacaciones a Bangor a ver a su tía Cindy Kunt. Y fruto de ese matrimonio nació Peter, el primer Staublosky estadounidense. Decidieron ponerle un nombre típico del país porque así, seguramente, tendría un futuro más fácil. Y aunque esto funcionaba al principio, cuando la gente oía su primer apellido retrocedía un poco en sus buenas intenciones y preguntaba desconfiada: ¿Eres judío?

Es lo primero que querían saber de él, y era algo que ya había llegado a odiar siendo niño.

Su abuela murió cuando él tenía cuatro años; a ella se la llevó un cáncer de mama. Apenas recordaba nada de Mitra, sólo imágenes sueltas en las que se la veía sentada en un gran sillón marrón, con dos enormes pechos, rebosando kilos por los costados, con un pañuelo en la cabeza cubriendo sus canas y mirándole muy seria con sus oscuros ojos; y hablándole en un idioma que no acababa de comprender del todo porque en casa apenas se utilizaba. Cuando Peter se lo hacía entender, ella contestaba en un inglés tosco de acento duro:

―No olvides nunca tus raíces, niño. Tu abuelo era polaco, yo soy polaca y tu padre es polaco; así que tú eres polaco.

Y no lo olvidaría nunca, porque se lo harían recordar toda la vida. No es que le molestara al principio. Pero cuando en el colegio de primaria le llamaban «polaco» con el mismo tono que si le llamaran «cabrón», decidió que prefería mantener sus raíces europeas en el anonimato, una actitud que molestaba a su padre, cuando éste todavía se contaba entre los vivos.

Fue en el colegio, en sexto curso de primaria, cuando conoció a Patrick Sthendall. Los demás niños del Husson también la tenían tomada con él, pero de diferente manera. De Patrick se hablaba a sus espaldas, nunca a la cara. Según se decía, era hijo de un asesino que cumplía condena en la penitenciaría de Portland, cadena perpetua por doble asesinato. Su madre, Patricia Sthendall (aún conservaba el apellido de casada), trabajaba en la pequeña tienda de alimentación del padre de Gordie ―también se decía que el padre de Gordie se la tiraba en la parte trasera de la tienda aprovechando los viajes de la señora Gordie a la capital― cuando aquello todavía no era un supermercado.

La primera vez que Peter y Patrick se dirigieron la palabra fue el día de Halloween.

El día de los muertos. La noche en la que los espíritus volvían para amedrentar a los vivos.

Todos en el colegio se preparaban para celebrar la fiesta cosiendo disfraces, pintando caretas o vaciando el interior de las calabazas. Los niños reían, los profesores reñían, pero Peter estaba enfadado, y mucho. Quería disfrazarse de zombi, pero la profesora le obligó a prepararse un traje de Peter Pan.

―¿Tú eres polaco? ―le preguntaron a su espalda.

Cuando se giró, se encontró de frente al repetidor oficial de curso de aquel año, un Patrick alto, que ya lucía una melena leonina castaña y unos ojos grises que volverían loca a más de una chica en años venideros.

Un Patrick al que todo el mundo respetaba.

―¿Y tú eres un asesino como tu padre? ―le espetó Peter sin pensarlo dos veces.

Patrick abrió los ojos desmesuradamente mientras propinaba un puñetazo en la nariz del renegado Peter Pan. Luego se le echó encima, pero una patada en los huevos le detuvo y cayó de lado al suelo agarrándoselos y aullando, presa de un dolor que no había sentido hasta entonces.

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