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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil (19 page)

BOOK: Yo y el Imbécil
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Y la contestación de la Luisa fue la que mi abuelo había previsto:

—No quiero que me devolváis nada. Con esto ya está todo devuelto. Venid aquí, cariños míos, que vuestra Luisa os dé un beso.

No fue un beso, serían lo menos veinticinco, y de esos que te dejan la mandíbula desencajada y la piel roja. Pero eso era lo de menos; lo más importante era que estábamos quedando como Dios. Tenía razón mi abuelo cuando nos dijo:

—Hacedme caso, niños, que yo entiendo de mujeres.

La mamá de Manolito

Mi abuelo salió del hospital el sábado por la tarde. Fuimos a recogerle mi padre, mi madre, yo y el Imbécil. Ya le habían quitado la sonda y estaba vestido de abuelo normal. Se despidió de todos sus colegas de la planta, incluido el señor de la cama de al lado, y de la enfermera giganta, porque mi abuelo toma cariño a cualquier persona, aunque sean personas que a mí me caen fatal. Eso a él no le importa. Y eso que a mí me gustaría que siempre pensara lo mismo que yo de la gente.

Mi abuelo andaba mucho más lento porque todavía le tiraban un poco los puntos. Iba apoyado en mi padre y en mi madre, y yo y el Imbécil nos íbamos turnando porque los dos queríamos llevar la maleta con ruedas. El guarda jurado le preguntó al Imbécil:

—¿Ya se va tu abuelo, niño?

—Sí.

—¿Y sigues robando?

—No, ya no, el nene ya no quiere robar.

—Eso está muy bien —dijo el guarda jurado.

—Porque luego el nene lo tiene que devolver, y eso al nene no le gusta.

Como verás, el Imbécil no había aprendido nada de la bronca que nos habían echado. Es un niño sin moral. Pero mi abuelo dice que no hay que preocuparse, que ya aprenderá a distinguir el bien del mal. De momento, el bien es lo que a él le apetece, y el mal es lo que no le gusta. Y para de contar.

Yo y el Imbécil quisimos hacer de enfermeros todo el rato con mi abuelo. Le llevamos la cena al sofá, y le pusimos una servilleta atada al cuello, y le quisimos dar la cena a cucharadas; pero él, de vez en cuando, decía:

—Bueno, ya está, no me aturdáis, que me mareo.

Luego le ayudamos a acostarse. Nos hubiéramos querido meter con él en la cama, pero mi madre dijo que ni hablar, que no fuéramos moscones, que el abuelo tenía una herida y había que dejarlo tranquilo.

Lo mejor de todo fue que, aprovechando que ya teníamos a nuestro vigilante nocturno en casa (el abuelo), mis padres, como hace muchos viernes, pudieron irse a dar una vuelta. Yo y el Imbécil les dijimos adiós desde la ventana. Iban con la Luisa y Bernabé.

Ya estábamos los tres solos, como todos los viernes. Nosotros nos acostamos en la cama de al lado. Mi abuelo me dijo:

—Ay, se me olvidaba, Manolito: tu madre me dijo que antes de dormirte miraras debajo de la almohada.

Miré debajo de la almohada. Había un paquete alargado. Lo abrí. No lo podía creer: era un reloj sumergible
water resist
. Mucho mejor que el de la comunión. Éste se podía sumergir a ochocientos metros de profundidad acuática. Quién sabe si yo alguna vez en mi vida estaría a esa profundidad.

No me había dado cuenta de que al lado del paquete del reloj había un papelito que decía:

«Con todo mi cariño,

la mamá de Manolito.»

Apagamos la luz, y los números del reloj y las agujas brillaban en la oscuridad. Oí a mi abuelo roncar. Ya se había dormido. A mi lado, el Imbécil, muy apretado a mí, me había puesto los pies en la barriga, como hace siempre para que se los caliente, y miraba el reloj mientras daba vueltas al asa de su chupete, que es su forma de concentrarse antes de dormir. Se lo apartó un momento de la boca, y dijo, ya con la voz del sueño:

—Mola.

Y yo pensé, mientras miraba cómo se movía la aguja del segundero, que yo y el Imbécil éramos bastante diferentes. El Imbécil no se había enfadado, y eso que mi madre sólo había dejado un regalo para mí. Yo, en su caso, me hubiera enfadado muchísimo.

Tampoco se enfadó cuando le leí la frase que mi madre había escrito en el papelillo. Y yo me hubiera enfadado también muchísimo, porque siempre me enfado cuando él dice eso de «la mamá del nene».

Pensé que todo volvía a ser como antes con mi abuelo en casa. Los ronquidos de fondo y también, de fondo, un canto extraño que hace el Imbécil cuando se está durmiendo:
«Mrnmmmmmmm»
. Con la luz que entraba de la farola, pude ver que los ojos se le estaban cerrando. Sus pies seguían en mi barriga, ya se habían calentado; menos mal, porque los pies del Imbécil siempre entran en la cama como dos barritas de hielo, y sus manos me agarraban muy fuerte la camiseta, como si le diera miedo que me pudiera levantar y marcharme a otra cama.

Creo que me dormí, porque no sé lo que pasó entre las 12 y 37, que era la hora que marcaba el reloj la última vez que lo miré, y las 2 y 14, que era la hora que marcaba cuando lo volví a mirar. Mis padres habían llegado. Oí a mi padre, que decía en voz muy baja:

—Es precioso, cómo me gusta…

Y la mamá de Manolito, más bajo todavía:

—¿Y las zapatillas, es que no son bonitas?

Y mi padre:

—Mucho, y tú más…

Y ya no oí nada, porque cerraron la puerta de su habitación.

Eran tantas las cosas que nos habían pasado esa semana que mi abuelo había estado en el hospital, que más que una semana parecía que había pasado un año. No había visto casi a mis amigos, pero la verdad es que no me había dado tiempo para aburrirme. Ahora todo parecía como una aventura espeluznante en la que había dos protagonistas principales. Esos dos protagonistas éramos: yo y el Imbécil.

(Cuando pensé esto último, eran las 2 y 27; luego debí de dormirme, porque ya no me acuerdo de más.)

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