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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Yo y el Imbécil (2 page)

BOOK: Yo y el Imbécil
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El dependiente de aquella librería me tenía agarrado por el hombro, y me dijo que yo era un niño chorizo sin vergüenza ninguna porque me llevaba las cosas por todo el morro y sin esconderme.

—¡Deja ahora mismo ese libro en la mesa, choricillo!

Dejé el libro en la mesa muerto de miedo.

—¿Dónde está tu madre?

—Mi madre está en Carabanchel Alto. Lo dice en el libro que usted no me deja llevarme.

—Niño, no te hagas el gracioso conmigo.

—Si no es que me haga el gracioso, es que es verdad. He venido con mi abuelo Nicolás, pero mi abuelo está ahora comprando un décimo de lotería aquí al lado y me ha dejado en esta librería, pero no para que compre ningún libro, sino para que esté caliente.

—Pues hay que leer, niño, y hay que comprar libros en vez de robarlos, como a ti te gusta.

—A mí no me gusta robar. Yo ya robé una vez, en la tienda de la panadería de la Porfiria, y me pillaron.

Le conté a aquel dependiente rabioso la vez que robé en la panadería con el Orejones y Yihad, y que no había vuelto a robar porque cuando te pillan es bastante desagradable, te castigan y no puedes salir en todo el domingo al parque del Ahorcado. El dependiente rabioso me pegó un tirón y me quitó el libro, y yo me quedé allí, apoyado en el montón de libros sobre mi vida, muy triste porque aquel hombre no quisiera creer que yo era el protagonista de aquellas historias. Lo reconozco: me eché a llorar.

Mi abuelo llegó cuando ya había derramado tres lágrimas y estaba a punto de salir la cuarta. Me dijo:

«¿Qué te pasa, Manolito, majo?», y yo le señalé al dependiente rabioso, que nos miraba con una cara que daba miedo. Mi abuelo le dijo al dependiente que qué había pasado, que yo era un niño que daba gloria verme de lo bueno que era, que era un niño que sólo daba problemas con lo vago que era en el colegio, con lo celoso que era con el Imbécil y con que a veces no había quien me callase y que ponía a mi madre de los nervios (de punta), pero que, quitando esas dos o tres tonterías, era el niño 10, el nieto perfecto, y que él, como mi abuelo que era, no podía consentir que alguien me hiciera llorar al lado de unos libros sobre mi vida.

Un amante de los niños

—¿Pero usted sabe la de niños que vienen aquí a diario diciendo que son de los que salen en esos libros? Si tuviera que regalarle un libro a cada uno que me ha venido contando pamplinas: que si soy el Orejones, ¡el Orejones!, cómo va a salir uno con semejante nombre en un libro, por Dios. Que si soy Yihad… Hasta vino una niña un día diciendo que se llamaba la Susana, pero que era más conocida en el mundo mundial como Bragas-sucias. Parece que todo Carabanchel Alto sale en esos libros, menos yo, claro. Será porque soy de Carabanchel Bajo.

—Si quiere le tomamos el nombre y mi nieto hará lo imposible porque salga en el próximo.

—Llevo el nombre en la chapa.

El dependiente rabioso nos señaló la chapa que llevaba en la camisa. Se llamaba Sánchez.

—Mi nombre es Sánchez. Jaime Sánchez.

—Manolito —me dijo mi abuelo—, deja de llorar, tontorrón, y apunta el nombre de este señor, Jaime Sánchez.

—Ya le digo que soy de Carabanchel, pero del Bajo, que tengo esa pega.

—No se preocupe, que por una vez mi nieto puede hacer una excepción.

Aunque el hipo que me había dado no me dejaba escribir muy bien, apunté en un papel: «Jaime Sánchez».

—Con que ponga Sánchez es suficiente. Aquí, en la librería, por Sánchez me conoce todo el mundo.

—No, señor, mi nieto le dice a la escritora que le saque con el nombre completo. ¿Quiere que le ponga también el segundo apellido, no vaya a ser que su madre se moleste?

—Es que mi segundo apellido es Bobo, y como se enteren mis compañeros puede ser un cachondeo.

—Manolito, no le pongas Bobo a este señor.

Hice como que lo tachaba.

Sánchez Bobo dijo que no tenía muy claro que yo fuera el verdadero Manolito Gafotas, pero que por si las moscas lo fuera, que no dejara de escribir que Jaime Sánchez era un hombre honrado y amante de los niños de la infancia. Yo apunté: «Sánchez Bobo: honrado y amante de los niños de la infancia».

A Sánchez Bobo le estaba encantando la idea de salir en un libro, y siguió dictándome que si era socio del Madrid y que era poeta, que tenía varias poesías dedicadas a jugadores del Real Madrid, que si yo quería también podía sacarlas en uno de mis libros. Parecía que Sánchez Bobo se había hecho superamigo nuestro, hasta que mi abuelo le dijo:

—Bueno, Sánchez, ha visto usted que mi nieto no es ningún choricillo, así que dele usted uno de sus libros, que a la criatura le hace ilusión, y a mí, compréndalo, no me apetece gastarme los cuartos en historias que ya me sé de memoria.

—Don Nicolás, perdone, pero yo regalar no puedo. Además, que no, que no me fío yo del todo de que su chiquillo sea el verdadero. No es por usted, don Nicolás, que tiene toda la pinta de ser legal, pero actualmente no se puede fiar uno de la gente. La gente es muy mala.

Como la gente era tan mala, Sánchez Bobo no nos regaló el libro y mi abuelo lo compró porque a mí me había dado el antojo, y cuando me da el antojo me pongo la mar de insoportable. Según salimos de la tienda, yo taché de mi papel «amigo de la infancia», y dejé lo de honrado, que no sé lo que es.

Mi abuelo me compró
Pobre Manolito
porque siempre nos reímos cuando nos acordamos de aquel día en que Bernabé entró a su casa y se empezó a tirar unos pedos monstruosos por el pasillo, sin saber que toda mi familia, y yo y la Luisa estábamos allí esperándole para darle una cena sorpresa. Cuando salió el libro, la Luisa estuvo un mes sin hablarnos, pero luego se le pasó porque todo el mundo en la peluquería, en la Porfiria y en mitad de la calle le decía: «Qué gracioso tu Bernabé, Luisa, pero qué gracioso», y «el libro se salva por la gracia que tuvo tu Bernabé con aquellos pedos gloriosos», y «tu Berna es un humorista, Luisa. Qué gracia tiene». Y a la Luisa se le fue quitando el mal rollo que le daba salir en un capítulo llamado «Los Cochinitos», y ahora, cuando se reúnen con mis padres los domingos en El Tropezón, dice con el vermú en la mano:

—Es que hay que reconocerlo: el que nace con gracia, nace con gracia, y mi marido ha nacido con ese don. Tu marido tiene otros dones, no digo yo que no, pero desde luego gracioso no es.

Y mi madre le da la razón porque dice que es mucho mejor tener a la Luisa dando la lata y contenta que dando la lata y mosqueada.

Nos volvimos a casa en otro taxi porque a mi abuelo le había dado en la nariz que su décimo nos iba a tocar, y en el taxi fui leyendo el capítulo de los pedos de mi padrino Bernabé. Mi abuelo se durmió, pero seguí leyendo en voz alta porque el taxista se partía el pecho con la historia de los cochinitos. Me dijo el taxista: «Niño, qué bien lees», y yo le dije que eso lo leía bien porque me lo sabía porque era la historia de mi propia vida. Tampoco se lo creyó. Estaba visto que nadie estaba por la labor de creerme. A los grandes personajes les pasa eso; mira a Superman, que en cuanto se quita la capa no lo conoce ni su novia. A mí me dan ganas de meterme en la pantalla grande y decirle a la novia esa tan lista: «Pero ¿es que no lo ves, pedazo de novia, que éste de las gafas que tienes delante de tus narices es Superman?».

Le dije al taxista ahora por aquí y ahora por allá, y luego le dije, como si fuera un niño de mundo: «Aquí es, en la calle de Mario Conde, 4. La calle donde vive uno que se llama Manolito García, donde vive su hermano el Imbécil, su madre Catalina, su padre Manolo, la Luisa y Bernabé (el de los pedos), y mi abuelo Nicolás», le dije, «que es éste al que se le ha descolgado la cara del sueño que ha pillado».

—En los libros lo llamo Superpróstata, pero pronto dejará de serlo porque le van a operar.

Y aquel taxista me miró raro, raro, pero que muy raro.

Un abuelo hueco

Subimos a mi casa muy despacio porque mi abuelo estaba medio dormido, pero, cuando íbamos a la altura del segundo, me dijo:

—No le voy a decir a tu madre todavía que me operan de mi superpróstata hasta después de cenar, porque la conozco y sé que se pondrá de los nervios.

La Luisa, que estaba limpiando la mirilla, como siempre, abrió la puerta:

—Pues yo pediría referencias de quién le opera, Nicolás, porque los médicos, ya sabe, van a quitarte la próstata, y se animan, se animan, y te dejan hueco por dentro. En eso, yo los tengo comparados a los peluqueros.

—Gracias, Luisa, por darme ánimos.

—Yo, por ayudar, ya me conoces.

La Luisa se metió para dentro, y no habíamos llegado al tercero, cuando mi madre nos abrió la puerta con el Imbécil en brazos. Nos dijo lo de siempre, que qué tarde y que había estado a punto de llamar a la policía, que tenía ya el dedo en el teléfono. Primero la tomó con mi abuelo diciendo que siempre la tiene con el alma en un hilo y que para qué sirven las cabinas, que si uno va a volver tarde a casa, que llama y en paz, pero que no es plan eso de tener a una madre con el come come. Y luego la tomó conmigo, porque yo le dije que nadie se quería creer que yo era el niño protagonista de unos libros, y ella me dijo que me dejara de tonterías, porque todos los niños protagonistas de la historia habían acabado medio drogadictos por las esquinas, porque un niño lo que tiene que hacer es estudiar y darle alegrías a su madre. Ni tan siquiera me dejó el año pasado mandar la carta que habíamos escrito yo y el Orejones al programa de la tele
Lluvia de estrellas
. La cosa fue que como nunca me ha visto escribir una carta en mi vida, menos las que le mando en verano al Orejones a Carcagente, se extrañó de verme escribir una. Entonces empezó a pasar por mi lado y a mirar disimuladamente a ver lo que escribía. Ya te he dicho que mi madre es como la mujer-policía. Y según se acercaba, yo tapaba la carta con el brazo. Me estaba poniendo de los nervios y yo la estaba poniendo de los nervios, que es algo que hacemos todos los días de nuestra vida; y ya me dijo:

—¿A quién le escribes con tanto misterio?

—Al Orejones, como siempre.

—Pero si estamos en pleno abril, y todo el mundo sabe en España que el Orejones sólo se va en verano a Carcagente.

—Bueno, pero es que le estoy escribiendo aquí, a Carabanchel. Hay cosas que se dicen mejor por carta.

Esta última frase fue una gran inspiración que me vino de momento. Pero a mi madre las grandes inspiraciones no la impresionan. Y me dijo: «¡Vamos a ver qué es eso tan importante que le dices a tu amigo!». Entonces fue cuando leyó la carta que enviamos a
Lluvia de estrellas
para imitar, a las Azúcar Moreno, el Orejones y yo como un par de niños
drag-queen
. No había sido idea mía, había sido idea del Orejones, que le gusta bastante ser un niño
drag-queen
. Eso se ve a la legua en todas las fiestas de carnaval. A mí, la verdad, es que me daba un poco de corte, pero el Ore me convenció porque dice que con esa imitación íbamos a dar el pelotazo. Mi madre se lo tomó fatal, no hacía más que decir: «¡Ay, qué disgusto más grande que te salga un hijo
drag-queen
!». Y me rompió la carta y me dijo que ojalá que nunca se enterara mi padre, y también me dijo que los niños no podían salir por la tele haciendo de
drag-queen
porque estaba prohibido por la Constitución española.

El caso es que estaba mi madre echándonos la bronca a mi abuelo y a mí, cuando llamó la Luisa a mi casa y asomó la cara por la cocina y nos dijo que si ya le habíamos dicho a mi madre lo que teníamos que decirle. Así es la Luisa: te chafa en un pispás las mejores sorpresas. Mi abuelo le contó a mi madre que tenían que operarlo de la próstata, y mi madre empezó a gritar: «¡Hasta las vecinas se enteran de las operaciones antes que yo!». La Luisa estuvo a punto de enfadarse, pero mi abuelo consiguió que no se enfadara diciendo que se había enterado de casualidad y porque estaba limpiando la mirilla, como siempre, al oír pasos por la escalera, que es un tic que tiene la Luisa bastante incontrolable. Además, no hay conversación que le guste más a la Luisa que la de enfermedades e intervenciones quirúrgicas. Se sabe todos los errores médicos que ha sufrido la población entera de Carabanchel Alto y dice que algún día lo escribirá en un libro, y le dijo a mi abuelo que si a él le pasaba cualquier cosa en el hospital, aunque fuera una cosa chica, que lo metía en su libro
best-seller
. Mi madre le dijo a la Luisa:

—Por favor, Luisa, deja ya el tema, que estoy cenando, y no sé qué me está pareciendo esta salchicha con tomate que tengo en el plato.

—Mamá, mamá —dije yo—. Y dice la Luisa que igual, en uno de esos errores, al médico cirujano le da por cortar, y se pone, se pone, y le deja hueco al abuelo.

El Imbécil se puso a llorar de imaginar a mi abuelo hueco, un abuelo de esos que les das un toque en la tripa y suena como si estuvieras llamando a una puerta. Mi madre dijo: «¡Ya estás haciendo llorar a tu hermano, precisamente ahora que se tiene que ir a dormir, y ya sabes que luego sueña!». Es verdad, cuando el Imbécil tiene pesadillas, da unos alaridos de terror que me ponen los pelos que parezco un erizo. Mi madre se lo llevó a la cama y le decía por el pasillo: «Ay, qué rarillo se pone mi niño por la noche». Y le daba unos besos por las distintas partes de su cuerpo, que no es porque yo sea un niño celoso, como dice mi madre; es que, cuando se empiezan a besuquear por la noche, me ponen también los pelos de punta, como un erizo. Como verás, yo, por unas cosas o por otras, me paso hecho un erizo la mayor parte de mi vida.

El día que yo falte

Todas las noches anteriores a que operaran a mi abuelo de su próstata gigantesca hablábamos en la cama de varios temas relacionados con la terrible operación. Los fines de semana, cuando mis padres se marchaban por ahí a sus bares y a sus cines, el Imbécil se metía con nosotros en la cama y así hablábamos los tres. Mi abuelo le había dicho al Imbécil que mientras estuviera en el hospital, él podía dormir en la terraza de aluminio-visto conmigo, siempre que no se meara, porque el olor del
meao
se agarra al colchón y luego no hay forma de que se quite. Le advirtió que si pensaba mearse, que no se le olvidara poner el plastiquillo debajo de la sábana. Ante las caras bastante estupefactas de mi abuelo y yo, el Imbécil se fue corriendo a la habitación de mis padres, donde él tiene su cuna gigantesca, volvió con el plastiquillo y lo metió como pudo en el cajón de la mesita.

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