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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (4 page)

BOOK: Zombie Island
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Osman se rió.

—Pero Mama Halima no tiene sida. Te debes de haber confundido.

Ya había pensado que cuando nos acercáramos a la ciudad le debía a Osman una explicación de por qué habíamos cruzado medio mundo para llegar a una ciudad tomada. Él y Yusuf —y las chicas soldado, naturalmente— estaban a punto de arriesgar sus vidas por mi misión. Se merecían saber la verdad.

—Éstas son mis órdenes. Pero leedlas si queréis.

Mama Halima era lo único que se interponía entre la familia de Osman y una horda de no muertos. Si quería creer que ella estaba por encima de contraer el VIH, yo estaba dispuesto a permitírselo. Deseaba poder ignorar los hechos yo también: Sarah también dependía de Halima. Somalia resistía sólo por el carisma feroz de una sola mujer. Si Halima moría en esos momentos, las facciones rivales reclamarían su legado. Los temperamentos estallarían, los viejos feudos volverían al primer plano. Somalia se desgajaría. ¿Cómo podría un país hacer frente a los muertos en medio de una guerra civil?

Yusuf nos llevó por el borde de Battery Park, más allá de los muelles de los ferris de Staten Island. Habían desaparecido todos los barcos; lo más probable es que hubieran sido tomados por los refugiados. Navegábamos a unos cien metros de los muelles, rumbo nordeste, remontando el East River, dejamos Governors Island a nuestra derecha. Brooklyn era una sombra marrón al este.

—Pero esto es una locura. Esos medicamentos se pueden encontrar en cualquier parte. Déjame llevarte a otro sitio —propuso Osman, que sonaba infinitamente razonable.

—Ya me han dicho eso antes —suspiré—. Cuando me reclutaron ya habían peinado todas las ciudades de África, habían enviado escuadrones suicidas a Nairobi, Brazzaville y Johannesburgo. Yo sugerí una media docena de lugares más: campos de refugiados, centros médicos de la ONU de los que no podían haber oído hablar. Todos habían sido asaltados o destruidos. Entonces se me ocurrió esta brillante idea. No creí que fuera a llevarse a la práctica de verdad.

Los agentes de Mama Halima suponían que se podían conseguir medicamentos para el sida en cualquier farmacia de Nueva York. Sin embargo, por lo que yo tenía entendido, sólo había un lugar en el mundo en el que estaba garantizado que podría encontrar todo lo que había en la lista. La quinta planta del edificio de la Secretaría de Naciones Unidas, en las oficinas médicas. Y la Secretaría estaba al lado del agua, se podía acceder en barco, Las tropas de Mama Halima no perdieron ni un instante. Se incautaron del barco de Osman, le pintaron un nuevo nombre en la proa y ya estábamos en camino. Si a Osman no le gustaba la misión —y no le gustaba—, era demasiado inteligente para decirlo en voz alta.

Yusuf dejó salir un poco más de vapor cuando viramos al norte y entramos en el canal del East River. Se dirigió recto a la oscura y sólida masa del puente de Brooklyn, todavía envuelta en niebla. Osman se frotó la cara afeitada, tenía pinta de estar a punto de tener una idea genial en cualquier momento.

—Creo que ya sé —dijo finalmente—. Creo que ahora sé.

Lo observé expectante.

—Ella quiere los medicamentos para dárselos a otra gente. Personas que están infectadas de sida. Mama Halima es una mujer muy generosa.

Me encogí de hombros sin más y me dirigí a la proa del pesquero, donde estaban apiñadas algunas de las chicas señalando edificios mientras pasábamos, como si fueran turistas buscando el Empire State o el edificio Chrysler. Yo no aparté la vista de la costa, de los numerosos pilotes y dársenas que formaban parte del puerto de South Street. Estaban abandonados, no había nada que pudiera flotar. Veía gente moviéndose por distintos sitios de los muelles. Personas muertas, lo sabía, pero en la niebla podía fingir que no era así. De otro modo hubiera pegado un bote cada vez que uno de ellos se movía.

«Todo habrá acabado en un par de horas», me dije a mí mismo. Entrar, coger los medicamentos, salir. Entonces podría volver y ver nuevamente a Sarah. De algún modo, supongo que comenzar mi vida otra vez. Sobrevivir era el primer punto del orden del día. Entonces podríamos empezar a pensar en cómo arreglar las cosas. Lo más duro y lo que más tiempo llevaría sería la reconstrucción.

Mi abdomen seguía tenso, como si estuviera absorbiendo mis propias entrañas. No era capaz de relajar los músculos.

Las chicas rompieron a parlotear agitadas, seguí la dirección de sus ojos cuando se asomaron por la proa. No era nada, sólo una boya amarilla. Alguien había pintado algo negro, un burdo dibujo que creí reconocer. Oh. Sí. El símbolo internacional de peligro biológico. Osman llegó a mi espalda y me agarró por el bíceps. Él también lo vio y le gritó a Yusuf que redujera la velocidad.

—No es nada —le dije—. Tan sólo una advertencia. Ya sabemos que este sitio es peligroso.

El negó con la cabeza, pero no dijo nada. Supuse que sabía más sobre señalización marítima que yo. Entonces, el pesquero avanzó hacia el norte, en silencio, tanto que oíamos el agua salpicar contra el casco. La sombra en el agua comenzó a distinguirse. Formaba una línea que atravesaba de un lado al otro el estuario, una mancha oscura flanqueada por pequeñas olas blancas. Había una especie de edificio grande en el muelle que sobresalía y sobre el agua cambiaba de textura. Nos acercábamos cada vez más a velocidad constante hasta que Osman dio la orden de dar marcha atrás. Nos estábamos acercando demasiado si era algún tipo de obstáculo. La mancha tomó forma cuando la bordeamos, se convirtió en pilas, montañas de algo tirado en el agua, muchas cosas pequeñas arrojadas en montones. Cuerpos.

No los podía ver muy bien. No quería. Osman me tendió unos prismáticos y, de todas formas, eché un vistazo. El East River estaba obstruido con cadáveres. Se me secó la boca, pero me obligué a tragar saliva y mirar otra vez. En la frente de cada cadáver (me fijé más o menos en una docena para asegurarme) había una herida roja con los bordes arrugados. Algo parecido a lo que se podría hacer con un picahielos.

Lo sabían, las autoridades de Nueva York sabían lo que les estaba pasando a sus muertos. Debían de saberlo y habían intentado detenerlo, o al menos ralentizarlo. Destruyes el cerebro y el cuerpo se queda quieto, ésa era la lección que todos habíamos aprendido pagando un alto precio. En Somalia, después quemaban los cuerpos y enterraban los restos en fosas, pero aquí, en una ciudad de millones de habitantes, no habría habido lugar donde ponerlos. Las autoridades debieron de tirarlos sin más al río esperando que la corriente se los llevara, pero había demasiados muertos para que incluso el mar los aceptara.

Miles de cuerpos. Decenas de miles y no había sido suficiente, quizá no se podía hacer el trabajo con la velocidad necesaria. Debió de ser un trabajo arduo y desagradable. Lo sentía en los brazos, como si lo hubiera hecho yo mismo. Clavar un pincho a través del hueso y la materia gris, una y otra vez. Y también debía de ser peligroso; el cuerpo del que te ibas a deshacer podía sentarse y cogerte del brazo, de la cara y sabías que a continuación tú mismo estarías en una pila. ¿Quién lo habría hecho? ¿ La Guardia Nacional? ¿Los bomberos?

—Dekalb —dijo Osman con suavidad—. Dekalb. No podemos pasar. No hay forma de pasar.

Miré al norte, más allá de la balsa de cadáveres. Se extendía hasta donde me alcanzaba la vista, pasado el puente de Brooklyn. Tenía razón. No podía ver la ONU desde allí, pero estaba muy cerca. Mi pecho empezó a subir y bajar, quizá con lágrimas y jadeos, o tal vez quería vomitar, no lo sabía. Los medicamentos, mi única oportunidad de volver a ver a Sarah, estaban allí mismo, pero era como si estuvieran a millones de kilómetros.

Yusuf dio la vuelta al
Arawelo
y regresó hacia la bahía mientras Osman y yo tratábamos de pensar en qué hacer a continuación. Se podía ascender, remontar el Hudson y dar la vuelta, a través del Harlem River, rodeando Manhattan, y después bajar por el East River. Osman descartó ese plan de inmediato.

—El Harlem River —dijo, señalando un estrecho cordón azul en su mapa— no tiene la profundidad suficiente. Hay demasiado peligro de chocar contra el fondo.

—Es la mejor opción que tenemos —dije, rodeándome el estómago con fuerza mientras estudiaba los mapas.

—Lo siento —replicó—, pero no es posible. Quizá hay otra alternativa. Algún otro lugar, un hospital. O una farmacia.

Miré los mapas una y otra vez. Conocía ese lugar. Lo conocía mejor que nadie en ese barco. ¿Por qué no era capaz de pensar en algo?

Capítulo 8

De vuelta en la sección de congelados de la pequeña tienda de ultramarinos, otra vez en la oscuridad, Gary encontró al fin lo que había estado buscando detrás del cristal. Sacó la caja de hamburguesas y la colocó sobre el mostrador de plástico que había al lado de los mecheros y la máquina de la lotería. Estaban frías al tacto en el congelador, totalmente descongeladas y con un poco de moho blanco por encima, pero aun así estaban bien, pensó. En cualquier caso, para él tenían buen aspecto. Estaba muerto de hambre. Valoró diferentes formas de cocinarlas hasta que reunió el valor suficiente para darle un mordisco a una cruda y ver qué pasaba.

Su boca se inundó de saliva y se obligó a masticar, a saborear la carne aunque se le hubieran llenado los ojos de lágrimas. La tensión de su estómago, el hambre insaciable, comenzó a remitir; se apoyó en el mostrador sobre las manos. Había caminado mucho desde su apartamento, en dirección norte hasta el West Village. Pero en todas las carnicerías y supermercados sólo había encontrado congeladores vacíos e hileras de ganchos de carne sin nada colgando de ellos. Estaba claro que no era el único que había ido a donde se solía encontrar la carne. Durante la última hora había peinado todas las pequeñas tiendas de veinticuatro horas del vecindario y las despensas de los restaurantes, esas del tamaño de una caja de zapatos; eso era todo lo que había encontrado. A juzgar por la forma en que su estómago se estaba distendiendo y la desaparición del temblor en las manos, el paseo había valido la pena.

Estaba devorando la segunda hamburguesa cuando oyó un ruido a su espalda, se dio media vuelta y descubrió que no estaba solo. Un tipo grande con una gorra de camionero y patillas había entrado a trompicones en la tienda y había tirado un expositor de SlimJims, los
snacks
cárnicos. Era el primer muerto viviente que Gary veía de cerca. La cabeza del intruso giró sobre su grueso cuello y la baba se deslizó por su laxo labio inferior mientras miraba a Gary con unos ojos que no daban la impresión de enfocar correctamente. Tenía las mismas venas muertas y la palidez azulácea que Gary había visto en el espejo de su baño, pero la cara del tipo estaba floja y suelta, la piel le colgaba formando pliegues en la papada y en el cuello. Le faltaba un buen trozo del muslo izquierdo. Sus vaqueros estaban salpicados de sangre coagulada, y cuando se encorvó hacia delante, la pierna se dobló mal, amenazando con hacerlo caer sobre el pecho de Gary.

Lenta y dolorosamente, Gorra de Camionero recolocó su pierna y se tambaleó a lo largo del mostrador. Sin mediar palabra, el hombre muerto se abalanzó y extendió las manos cogiendo las hamburguesas que quedaban. Antes de que Gary pudiera detenerlo, el tipo se metió una de las hamburguesas en la boca y alargó la mano para coger otra, la última de las cuatro. —Eh, venga, ésa es mía —dijo Gary, y agarró la parte de atrás de la camisa de franela del hombre para alejarlo de la comida, pero era como intentar mover una nevera. Intentó coger el brazo del tipo, pero lo empujó hacia atrás, golpeándolo contra un mostrador de latas de atún que cayeron estrepitosamente. Lentamente, el tipo se volvió para mirar cara a cara a Gary con sus ojos inertes y vidriosos. Gary bajó la vista y vio que todavía tenía un trozo de su hamburguesa en la mano izquierda.

La mandíbula del hombre se abrió como si fuera a tragarse a Gary, igual que una serpiente engulle un huevo. Todavía no había emitido ningún sonido. Dio un tembloroso paso adelante sobre su pierna mala y estuvo a punto de caerse. Corrigió su posición. Cerró las manos.

—No. —Gary gateó para ponerse en pie, pero tropezó con las latas—. Aléjate de mí. —El tipo seguía acercándose—. ¡No te atrevas! —chilló Gary, lo que le sonó absurdo incluso a él mismo, pero se le escapó—. ¡Para!

El tipo se quedó parado a medio camino. La expresión de su cara cambió de furia hambrienta a confusión pura y dura. Miró a su alrededor durante un instante y Gary notó la fría masa del hombre cernirse sobre él, una sombra mortal flotando en el aire preparada para caer como una tonelada de ladrillos, para aplastarlo, para hacerlo papilla a puñetazos.

Y se quedó allí sin más, no se acercó.

—¡Jódete y muere! —gritó Gary aterrorizado.

Sin hacer ningún ruido, el tipo se giró sobre su talón bueno y salió de la rienda. No volvió la vista atrás.

Gary lo observó marcharse, después se puso de pie. Otra vez sentía temblores. Prácticamente tenía nauseas. Se terminó la hamburguesa que tenía en la mano, pero no le supo tan bien como la primera. La pelea con el tipo lo había dejado agotado. Se pasó una mano por el pelo, echó la vista atrás y observó la sección de congelados. Estaba vacía. Se agachó y recogió los SlimJims que el tipo había tirado. Eso también era carne, pensó. Quizá le servirían.

Cuando Gary salió arrastrando los pies de la tienda, el pitido de sus oídos volvió sin previo aviso y más alto que nunca. Sabía que tenía que moverse, alejarse de la zona antes de que el tipo volviera a por más, pero apenas podía mantenerse erguido. Se agarró la cabeza mientras el mundo le daba vueltas y se apoyó contra el cristal frío del escaparate de la tienda. Un estallido de ruido blanco atravesó su cerebro como un chorro helado de agua y se tambaleó hasta el medio de la calle… ¿Qué demonios estaba pasando? Sintió que sus piernas se movían, se sintió propulsado en el espacio, pero no veía nada, era incapaz de enfocar la vista.

¿Qué estaba pasando? Su formación médica era inútil para describir lo que le estaba sucediendo. ¿Un aneurisma? ¿Una isquemia? Tenía la sensación de que el cerebro se le estaba secando y encogiendo: ¿eso era todo lo que había conseguido por sus esfuerzos? ¿Medio día de raciocinio? ¿Iba a perderlo?

Sintió que algo duro de metal chocaba con sus muslos y se obligó a dejar de moverse. Se agachó y tocó una barandilla, una barandilla a la que se agarró cuando cayó postrado sobre las rodillas. Hizo un gran esfuerzo para abrir los ojos. Allí arrodillado miraba, miraba con una intensidad desesperada el Hudson River, que estaba ante él. Si hubiera dado tres pasos más, se habría caído al agua.

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