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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (6 page)

BOOK: Zombie Island
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El mostrador de admisiones estaba medio enterrado bajo una masa de trípticos de papel satinado sobre las enfermedades cardíacas y los fumadores pasivos. Los pisé con cuidado de no resbalar y encontré la fotocopia de un directorio pegado a la pared.

—Por aquí —dije, señalando unas puertas giratorias por las que se salía del vestíbulo principal. La clínica de VIH estaba en el corazón del edificio. Podía llevarnos diez minutos llegar allí en la oscuridad, y más o menos lo mismo regresar. Ifiyah nos había dado noventa minutos para completar la misión y emprender la retirada hacia el barco.

Sólo tenía que hacerlo una vez, me dije a mí mismo. Una vez y entonces podría ir a ver a Sarah. La idea de mi hija de siete años pudriéndose en una escuela religiosa en Somalia hizo que el corazón me martillease en el pecho, súbitamente vacío.

Pateé las puertas e iluminé el pasillo sumido en la oscuridad que había al otro lado. El haz de luz cayó sobre un par de camas de hospital pegadas contra la pared. Una montaña de sábanas sucias en el suelo. Dos hileras de puertas, docenas de ellas, que podían esconder cualquier cosa.

—Vamos a acabar con esto —dije. Ayaan frunció los labios como si le doliese recibir una orden de un civil, pero subió el rifle hasta su hombro y accedió al pasillo.

Capítulo 11

Gary meneó la cabeza con fuerza y, lentamente, se puso en pie. Al mirar al otro lado, Hoboken, no vio más que edificios vacíos y calles desiertas. Habían desaparecido los géiseres de gases venenosos. Nunca habían estado ahí. Era sólo una alucinación.

Estiró las manos, se observó a sí mismo por un instante. Todo estaba en orden y funcionando correctamente. De hecho, se sentía mejor que nunca: había desaparecido el pitido y las manos ya no le temblaban como antes. Y lo más importante, el hambre se había disipado. No del todo, la sentía avecinarse por el horizonte de su conciencia, sabía que volvería con más fuerza que nunca, pero por lo menos de momento, su estómago estaba en paz.

Se volvió sobre sí mismo con lentitud, inseguro de cuánto duraría ese estado recién hallado de bienestar o cuán frágil sería. Comprobó que nada había cambiado a su espalda: Nueva York estaba igual que siempre, sólo que sumido en el silencio. Divisó un cuerpo tendido al lado de la tienda donde había tenido la pelea con el tipo de la gorra de camionero y decidió investigar.

Lo que encontró no respondía ningún interrogante. El tipo de la gorra estaba muerto. No no muerto, no muerto viviente, sólo muerto, tirado allí, descomponiéndose al sol. Se suponía que eso no sucedía. Los muertos seguían volviendo a la vida hasta que destruías su cerebro; todo el mundo lo sabía, lo había dicho el vicepresidente en directo en la televisión. Gary no halló ninguna herida ni signos de traumatismos, pero por algún motivo el hombre se había detenido. Por lo que parecía, se había caído y parado para siempre.

Gary cogió la gorra y le dio la vuelta. Entonces la dejó caer sobresaltado e inspeccionó la zona alrededor del cadáver. Lo había olvidado: él era uno de los muertos. Lo que fuera que le había hecho esto al tipo podía seguir por allí, y él podía ser vulnerable a ello también. ¿Y si un francotirador esperaba apostado en los tejados? ¿Y si el Apocalipsis había terminado y los muertos habían dejado de volver a la vida? ¿Y si un nuevo y pernicioso virus se había adaptado para atacar a los muertos?

No, no podía ser un virus, un virus necesitaba células vivas para replicarse. Podía ser una bacteria o era aún más probable que se tratara de algún tipo de infección micótica, claro, los hongos se propagaban por esporas aéreas…

¿Acaso las esporas habían actuado en el mismo segundo que había tenido lugar la oscura epifanía de Gary? No tenía sentido. Gary le había dicho al tipo que se jodiera y se muriera. Pensar que algún hongo, que precisamente contrarrestaba los efectos de la Epidemia, había aparecido flotando en ese mismo instante era absurdo. Pero algo había abatido al tipo de la gorra, algo había sucedido justo después de que Gary le dijera que…

Gary habría reflexionado más sobre aquello si no hubiera escuchado disparos. Armas, lo que significaba que había un superviviente cerca. Los muertos carecían de la coordinación motriz para utilizar armas de fuego. Algún superviviente, desesperado y solo, debía de estar oponiendo una última resistencia en dirección al norte. A juzgar por los sonidos, en el Meatpacking District. No duraría mucho. Gary tenía que ignorarlo sin más, ir a casa, a su apartamento y empezar a hacer planes para el futuro, porque tenía un futuro otra vez.

Sin embargo, nunca había sido capaz de vencer su propia curiosidad. Fue la razón principal por la que acabó en la facultad de Medicina, el deseo de saber qué hacía las cosas palpitar.

A pesar de que iba en contra de sus intereses, se encontró corriendo hacia el norte, en dirección al sonido de los disparos. Se detuvieron de repente cuando estaba a medio camino de allí, pero dedujo que procedían de las proximidades del río, quizá de uno de los muelles.

Avanzando cautelosamente estuvo a punto de ser alcanzando por un tiro. Una chica negra con uniforme escolar y una bufanda alrededor de la cabeza estaba apuntando con un rifle hacia donde estaba él. Se escondió detrás de un coche abandonado y cerró los ojos, se aferró a sus rodillas, intentando hacerse pequeño e insignificante. Parecía que manejaba el arma en serio. Como un soldado, un policía o algo por el estilo. Absurdo…, pero, al parecer, ése era un día para lo absurdo. Había más personas con ella. Un equipo entero, a juzgar por los ruidos. Cuando se movían, sus armas hacían un ruido metálico. Oyó a una de ellos hablando: tenía una voz dura, fría, con acento. Debía de ser de Brooklyn. — He visto algo moverse dentro —dijo ella. «No. No no no no no». —Si disparas ahora, el ruido puede atraer a otros —dijo otro de ellos, un hombre.

«Gracias, seas quien seas», pensó Gary.

Esperó en una desesperante quietud durante un buen rato, mucho después de oírlos alejarse. Por el sonido, parecía que se dirigían al antiguo trabajo de Gary. Ya había saciado bastante su curiosidad. Los dejaría en paz de una vez. Cuando estuvo seguro de que estaban fuera de su campo visual, se puso de pie y se encaminó al río tan rápido como fue capaz, lejos de ellos. Trató de correr, pero lo máximo que pudo hacer fue trotar. Sin embargo, cuando llegó al río se encontró con otra sorpresa.

Había un barco en el Hudson, más o menos a cien metros del dique. Se trataba de una barcaza vieja, de casco oxidado y con una superestructura improvisada de madera. El nombre del barco en la proa era ilegible, escrito en un alfabeto que Gary no reconoció: era un poco parecido al hebreo, quizá, y recordaba mucho a la caligrafía medieval. Echó un vistazo desde más cerca y comprobó que había gente a bordo. Dos hombres negros apoyados en la barandilla escudriñaban los muelles mientras una chica con el mismo uniforme de colegial y con la cabeza cubierta estaba en la superestructura con un rifle exageradamente grande en las manos.

Para entonces ya era consciente de que le convenía mantener la cabeza agachada.

Había… supervivientes, pensó. Supervivientes organizados con un plan para salir de Manhattan. No tenía ni idea de qué estaban haciendo en Nueva York, pero su presencia significaba al menos una cosa ineludible y atroz. Su decisión de transformarse en uno de los muertos vivientes, convertirse en esa criatura muerta, se había basado en el hecho de que Nueva York estaba acabado, extinguido, derrotado; de que no había esperanza para la raza humana.

Todo apuntaba a que si hubiera esperado un par de días más, lo habrían rescatado.

Capítulo 12

Di un paso adelante y mi cadera contactó con algo duro y plano que se alejó disparado de mí. Oí girar el rifle de Ayaan con un sonido metálico y levanté la linterna rápidamente, pero el objeto con el que había chocado en la oscuridad no era más que un armario con ruedas. Un carro de plástico lleno de material médico. Los pasillos estaban plagados de carros iguales. Rodó sin dirección unos cuantos metros más y después se detuvo en medio del pasillo. Lo aparté tímidamente de nuestro camino. Notaba la presencia de las chicas detrás de mí, Ayaan y sus tres compañeras de escuadrón, desplegándose mientras avanzaban tensas, alerta.

Yo por mi parte era incapaz de relajarme. Nunca me habían gustado los hospitales: en realidad, ¿a quién le gustan? Tienen esa peste química de desinfectante. El utilitarismo desolador de los muebles. La persistente sensación de decadencia y disolución. Tuve la sensación de que algo reptaba por mis hombros, uno de esos ciempiés largos, de aspecto húmedo, recubiertos de pelos tan finos y curvos como las pestañas.

Pateé una montaña de sábanas ensangrentadas casi esperando que apareciera algo de debajo y me mordiera la pierna. Nada. Ayaan me echó una mirada y seguimos adelante. Debido a la precaución estábamos tardando muchísimo. Los pasillos del hospital abandonado y a oscuras estaban llenos de cosas con las que tropezar, como yo acababa de comprobar, y cada diez metros el pasillo estaba interrumpido por puertas. Cada una podía ocultar una muchedumbre de muertos, así que las chicas desarrollaron una estrategia para abrirlas. Dos de las chicas se arrodillaban a cada lado con los rifles preparados y las linternas enfocando a las puertas. Ayaan se quedaba unos metros más atrás lista para responder a un ataque frontal. Después, yo empujaba las puertas y me retiraba rápidamente cuando se abrían. En teoría, encontrábamos algo, yo tenía tiempo de apartarme del medio antes de que comenzaran los disparos. Estaba seguro de que éste era mi castigo por no haber disparado mi arma en el muelle.

Cubrimos toda una planta del hospital de esa manera. Cuando llegamos al descansillo de los ascensores, el sudor me había empapado la camisa a pesar de que en los pasillos oscuros hacía frío. Me seguían temblando lo músculos de la cara. Cada vez que pasábamos una puerta lateral que estaba ligeramente entreabierta yo sentía, literalmente, como el vello del cuerpo se me erizaba por la espalda. Cada vez que el pasillo se abría a los lados tenía la sensación de que entrábamos en un abismo de proporciones ciclópeas donde algo horrible y enorme podía haber estado esperándonos durante años, esperando precisamente esa oportunidad para atacar.

En el vestíbulo del ascensor leí los carteles de las paredes, sobreexpuestos por la fuerte claridad de mi linterna y traté de comprender qué había sucedido. Sabía que estábamos perdidos, de eso no cabía duda alguna. También era consciente de que no podía decirlo en voz alta. Se suponía que ése era mi papel en la misión, hacer las veces de guía nativo. Reconocer que había fallado en ese punto podría haber instigado a las chicas a salir y abandonarme allí solo. Solo y perdido, incapaz de encontrar el camino de salida. Y la verdad, yo no quería eso.

Ayaan se aclaró la garganta. Iluminé su rostro con la linterna haciendo que sus ojos destellaran como canicas con luz interior. Ella no parecía estar asustada, lo que irracionalmente interpreté como una señal de desprecio hacia mí. ¿Cómo se atrevía a estar tan tranquila cuando yo estaba a punto de vomitar de puro terror? Enfoqué la linterna sobre los códigos de colores otra vez y después la dirigí hacia la escalera de emergencia.

—Por allí —les dije, y las chicas procedieron furiosas por las puertas como si estuvieran asaltando una fortaleza enemiga.

¿Acaso no era más que un cobarde?, me pregunté. Durante el ejercicio de mi carrera profesional había ido directamente a algunos de los peores lugares de la Tierra (al menos lo eran antes de que los muertos volviesen a la vida ahora todos los sitios se parecían en maldad), buscaba activamente criminales de guerra y psicópatas armados hasta los dientes para pedirles casi por favor cae entregasen sus armas para desactivarlas y destruirlas. Por entonces, nunca estaba especialmente asustado, a pesar de que sabía cuándo debía insistir y cuándo debía marcharme con o sin lo que había ido a buscar. Una vez, en Sudán, iba en un convoy de comida y suministros sanitarios en dirección a un pueblo situado en el extremo sur del país. Precisamente, ése fue el día en que los rebeldes decidieron tomar esa carretera en particular, Un centenar de hombres vestidos con pijamas verdes de hospital (no se podían permitir uniformes, aunque podían comprar muchísimas armas) nos detuvieron y nos pidieron que les entregáramos los contenidos de nuestros camiones. Hubo algunas discusiones sobre si, además, debían o no dispararnos. Al final, nos dejaron con nuestras vidas y un camión intactos y regresamos a toda velocidad a Jartum. Recuerdo que en aquel momento el corazón me latía un poco más de prisa. No tenía nada que ver con esto, este horripilante terror, este miedo creciente.

Por entonces, no importaba lo mal que fueran las cosas, siempre existía la posibilidad de la seguridad. Siempre habría unas Naciones Unidas, una Cruz Roja, una Amnistía Internacional. En algún lugar había gente que trabajaría día y noche para liberarte del cautiverio o lograr un traslado a un centro médico limpio y bien organizado o sacarte en un avión y alejarte del peligro. Desde la Epidemia todo eso había desaparecido. Mi ciudadanía norteamericana no me garantizaba nada: ni ayuda ni auxilio. Incluso en medio de la ciudad de Nueva York carecía de recursos.

Ayaan y su escuadrón podrían haberlo entendido, ése era el único tipo de vida que habían conocido, incluso antes de que el mundo muriese. Cuando accedimos a la escalera de incendios y comenzamos a subir, pensé en lo mucho que había aprendido de ellas, en cuánto iba a tener que cambiar para sobrevivir. Intenté no odiarlas tanto por jugar con ventaja.

Clanc, clanc, clanc, clanc.
Los escalones repiqueteaban y hacían ruido. El eco subía y bajaba por el hueco de la escalera, que parecía infinito, el sonido agitaba el aire frío a través del cual ascendíamos. Era lo bastante alto para despenar a los muertos, bueno, si no estuviesen ya… maldita sea. Era inevitable pensar en bromas tontas.

Estaba cagado.

Entonces me llegó algo de ayuda, cuando entramos por la puerta del segundo piso y señalé justo a un cartel que nos dirigía hacia el centro de VIH. Lo habíamos logrado. Casi habíamos llegado a nuestro destino. Sólo nos quedaba hacernos con los medicamentos y volver por donde habíamos venido.

Nos abalanzamos sobre otra puerta y, como en los otros casos, no había nada detrás, aparte de oscuridad y el desagradable olor a hospital. Más carros con ruedas y más montañas de sábanas sucias. Nada se movía, nada anhelaba silenciosamente nuestra carne. Ni un ruido. Entré en el pasillo y vi el mostrador de recepción del centro de VIH delante del haz amarillo de mi linterna. Di un paso más, pero noté sin lugar a dudas que las chicas no me habían seguido. Me di media vuelta para preguntarles por qué. —
Amus!
—susurró Ayaan. Cerré el pico.

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