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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (7 page)

BOOK: Zombie Island
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Nada. Silencio. Una falta absoluta de sonido tan distintiva que podía oír mi propia respiración haciendo subir y bajar mi pecho. Y debajo, algo amortiguado y atonal, y muy muy distante. Pero cada vez era más alto. Más alto e insistente.

Clanc. Clanc. Clanc clanc clanc. Clanc.
Igual que el ruido que habíamos hecho subiendo la escalera metálica, pero sin el ritmo de las pisadas. El sonido que hace un puño al golpear una superficie de metal, pero sin orden ni propósito.
Clanc. Clanc clanc.
Oímos un chasquido y un ruido, tal vez era el sonido de un pestillo al abrirse. Me vino una imagen a la cabeza, no sé por qué, puños golpeando la puerta de un armario de metal cerrado y la puerta cediendo finalmente. Seguro, pensé. Como la puerta de metal de una nevera o de una cámara para conservar carne. O la puerta aislante que debe de separar la morgue del hospital del aire más cálido del exterior.

Esa era otra de las cosas que odiaba de los hospitales: la gente moría allí. A otros los llevaban para guardarlos. Gente muerta.

Escuchamos el silencio durante un rato. Ninguno de nosotros se movió. Entonces oímos que el sonido volvía. Lento, dolorosamente lento, pero fuerte. Muy fuerte.
Clanc, clanc.
Pausa.
Clanc, clanc. Clanc, clanc.
Algo estaba subiendo la escalera en pos de nosotros.

Capítulo 13

—Primero localizamos los medicamentos —dijo Ayaan, señalándome con el rifle—. Después podemos huir. —Intenté coger la boca del cañón y apartarla, seguro de que no me dispararía, pero ella retrocedió con agilidad y me dejó dando un manotazo al aire—. Son lentos. Todavía tenemos tiempo.

Con un par de linternas por toda luz, no podía interpretar su cara demasiado bien. Pero oía a los muertos subiendo hacia nosotros a la perfección.

Me abrí paso entre las chicas y fui hasta el vestíbulo del centro de VIH, la luz de mi linterna cortaba el polvo que se arremolinaba por el pasillo. A la derecha, un ala de habitaciones dobles —¡no tenía tiempo para eso!— se extendía hasta donde un puesto de enfermeras que conectaba dos pasillos. Muévete, me dije a mí mismo, muévete. Y rompí a correr. Iluminé cada puerta que vi. Sala de aseo. Sala de espera de pacientes. Lavandería. Dispensario. Vale. Vale. Sí.

La puerta tenía un buen cierre, de los que necesitan una tarjeta electrónica para abrirlos. Sin luz, era probable que la puerta se hubiera sellado automáticamente. Pasé la mano por el umbral con la esperanza de que hubiera algún tipo de mecanismo de apertura de emergencia y estuve a punto de soltar un aullido cuando la puerta se abrió al tocarla.

No, comencé a jadear en mi cabeza, pero aparté el pensamiento, no tenía por qué significar nada. Quizá la puerta se abrió automáticamente cuando se fue la luz. Entré en la habitación, tenía el tamaño de un armario, y algo crujió bajo mi píe. Apunté con la linterna al suelo y vi unas píldoras de color naranja brillante y amarillo apagado, así como ese rosa palo que tanto les gusta a las compañías farmacéuticas. Al levantar la vista descubrí los armarios vacíos con las puertas abiertas, algo nada halagüeño.

Registré todos los armarios con dedos torpes a causa del estrés para asegurarme. Encontré una caja de Tylenol en uno. Tylenol.

—Saqueadores —le dije a Ayaan al doblar la esquina corriendo, le tiré la caja. La cogió al vuelo sin apartar la vista de mi cara—. Tiene sentido, aquí había pacientes, pacientes vivos. No podrían sobrevivir mucho tiempo sin su tratamiento. Cuando los evacuaron debieron llevárselo todo con ellos. —Ella no se inmutó—. Aquí no hay medicamentos —le grité, tratando de cogerla por el brazo. Ella se apartó de mí otra vez.

El ruido de los muertos subiendo por la escalera se había vuelto ensordecedor, sus pesados pies golpeaban contra los escalones de metal. Iban a llegar en cualquier momento.

—¿Hay aquí alguna otra habitación donde puedan estar almacenados los medicamentos? —me preguntó Ayaan—, ¿Un dispensario principal?

—Pero yo estaba ocupado recorriendo con la linterna las paredes del pasillo norte-sur que se alejaba del puesto de enfermeras. Según el directorio que había visto en el piso de abajo había otra escalera en el otro extremo del edificio y tal vez estaba despejado. De lo contrario tendríamos que saltar por la ventana.

—No te preocupes, americano —dijo una de las chicas. Soltó el seguro y me dedicó una dulce sonrisa—. Nosotras luchamos contra ellos por ti.

La apunté con la linterna a la cara. Las espinillas de su barbilla eran lo único que delataba que era una chica de dieciséis años.

Sucedió como si fuera una escena subacuática. Con la gracilidad lenta y líquida de una pesadilla en la que caes pero nunca llegas al fondo.

Mientras yo miraba horrorizado a la chica, una mano con jirones de piel colgando le tapó la boca y tiró de ella hacia atrás, sumiéndola en la oscuridad que había fuera del haz de luz de mi linterna. Oí su chillido amortiguado en el mismo momento en que se cerró la puerta y se oyó un ruido como si estuvieran rasgando una sábana. Corrí.

El pánico me poseyó, la adrenalina fluía en mi sangre mientras corría por el pasillo. Ante la luz danzante de mi linterna aparecieron carritos y montañas de sábanas por todas partes, esquivé uno y salté por encima del último, y supe con toda seguridad que de esa forma me iba a romper una pierna, pero la otra opción, la única otra opción era detenerme y dejar que me alcanzaran.

Oía disparos a mi espalda, el zumbido del disparo automático. La disciplina que las chicas habían demostrado en el muelle desapareció ante un pasillo a oscuras lleno de muertos. ¿Era a Ayaan a quien oía disparar o ya la habrían cogido?, me pregunté. Me sumergí a toda velocidad en la oscuridad y empujé unas puertas, me hallaba en el otro vestíbulo de ascensores, enfrente de la otra escalera de incendios.

Miré atrás. Abrí las puertas e iluminé el pasillo buscando alguna señal de actividad.

—¿Chicas? —grité, consciente de que atraería a los muertos, pero también de que no era capaz de abandonarlas sin más, no si existía la posibilidad de reunirme otra vez con ellas—. ¿Ayaan?

A lo lejos oí a alguien gritando en somalí. Hablaba a gritos demasiado rápido para que distinguiera alguna de las palabras de mi limitado vocabulario. Escuché, echando la cabeza hacia delante, como si pudiera oír mejor sí me acercaba más al sonido, pero no hubo ningún disparo ni grito. Sólo silencio. —¡Ayaan! —grité, aún sabiendo que estaba solo.

Le di el tiempo que me llevó hacer diez largas inspiraciones y después intenté abrir la puerta de la escalera. Opuso resistencia, así que la empujé con el hombro y finalmente cedió, quizá se abrió unos dos o tres centímetros. Debía de estar bloqueada desde el otro lado. La pateé con furia lo que no pareció de gran ayuda.

A medio pasillo, a mi derecha, oí que algo se aproximaba a mí. Le lancé un rayo de luz y divisé un carrito rodando lentamente hasta que chocó contra una pared. Más lejos, la linterna iluminó una pila de ropa de cama llena de sangre seca.

No. No eran sábanas. Era una mujer con la bata azul del hospital. Muerta, por supuesto. Sus cabellos eran tan finos y escasos que parecían hebras de seda unidas a su cráneo. Con el destello amarillo de la linterna, su piel parecía de color verde pálido. No tenía ojos. En un segundo me di cuenta de lo que había pasado. Al venir por el pasillo hacia mí había chocado contra el carrito y se había caído al suelo. Aunque no podía verme, sabía que yo estaba allí. Quizá me olía.

Lenta y dolorosamente, comenzó a levantarse apoyándose contra la pared con un brazo insensible.

Empujé otra vez la puerta cerrada que daba acceso a la escalera de incendios, pero no se movía. Deslicé mi AK-47 por la rendija y traté de hacer palanca para abrir. Cedió un poco… y después, un poco más. En ese momento, la mujer ya estaba de pie y caminando en dirección a mí. Estaba encorvada y se movía con una notoria rigidez en la pierna. La apunté con la linterna sin cesar, mientras empujaba con la culata del rifle. Finalmente la puerta se abrió y descubrí lo que la había estado bloqueando: una pesada estantería de metal. A juzgar por las manchas de sangre que había en el descansillo alguien se había atrincherado en la escalera. Sin éxito.

No me preocupé por eso. Atravesé la puerta y corrí escaleras abajo hacia el pasillo de la planta inferior.

Capítulo 14

Una bala impactó en la puerta del acompañante y el coche se sacudió sobre las ruedas. El parabrisas del Volkswagen tenía una larga grieta plateada que se extendía por toda su superficie, pero aún no se había roto. Gary se puso en posición fetal en el hueco para las piernas del lado del conductor y trató de no hacer ni el más mínimo ruido.

Las
girl scouts
dementes —o lo que fueran— lo habían descubierto a lo lejos y habían abierto fuego antes de que pudiera articular palabra. Había intentado huir, pero estaba atrapado entre dos peligros: el barco atracado en el río con su francotiradora preparada para disparar contra cualquier cosa que se moviera, y esas colegialas armadas hasta los dientes que habían tomado la mitad de West Village. Era inevitable que lo descubrieran. Apenas había tenido tiempo de esconderse en el coche abandonado cuando las chicas comenzaron a sembrar de plomo el vecindario. Estaba casi seguro de que él no era el objetivo exclusivo, sino que estaban disparando a ciegas. También estaba prácticamente convencido de que si se quedaba quieto del todo y no se delataba, antes o después se marcharían. Era algo que teniendo en cuenta su actual estado de salud (no muerto) parecía totalmente asequible.

Si no fuera por la maldita mosca.

Su compañera de habitáculo zumbaba furiosa cada vez que el coche se movía. La mosca se paseaba por el salpicadero durante un rato, después levantaba el vuelo con un salto repentino y giraba por el circuito que le permitía el espacio cerrado antes de aterrizar una vez más en el reposacabezas.

Gary lamentaba implicarla en el peligro que él corría: era evidente que la mosca había encontrado algo bueno allí. El asiento de atrás del coche estaba lleno de comida podrida. Gran parte de lo que en su día había sido comida se había transformado en moho blanco, pero quizá la mosca también comía eso. En cualquier caso, la mosca estaba rolliza y satisfecha. Rezumaba vida, vida de verdad, no la farsa que estimulaba a Gary. Un rayo dorado destello alrededor de la mosca, en su interior, como si brillara con un rayo de sol puro. Era la primera cosa viva (aparte de las chicas de los rifles) que Gary veía desde su resurrección. Era hermosa, exquisita. Su inmunidad a la muerte, su existencia continúa no tenían precio.

En su interior, desde el alma de Gary, surgió una necesidad profunda urgente y del todo insoportable de meterse, de alguna manera, esa mosca en la boca.

Una bala impactó en una de las ruedas del Volkswagen y el coche se inclinó hacia un lado con un ruido que rebotó en las fachadas de ladrillo de los edificios de alrededor. Gary, cuya mano se movía lentamente hacia la mosca, se hizo una bola aún más compacta en el suelo del coche, trató de no pensar en nada. No funcionó.

La mosca se posó en el cierre del cinturón de seguridad y aleteó brevemente sus alas prismáticas bajo la luz del sol. Todo su cuerpo parecía brillar con la luz de su salud. La mosca se frotó las patas como un personaje de dibujos animados a punto de sentarse para dar cuenta de una hamburguesa, lo único que le faltaba era un mínibabero. ¿No sería monísimo? Oh, Dios. Gary deseaba tanto comerse la mosca. Su mosca, había decidido. Era suya. La mosca levantó el vuelo una vez más haciendo una floritura con las alas y las manos de Gary salieron disparadas tras ella. La mosca lo esquivó y él se abalanzó hacia arriba, cazándola entre las manos. En un momento se la había llevado a las fauces y sentía sus alas rozarle frenéticamente el paladar. Masticó y notó cómo sus jugos se esparcían sobre su lengua seca. Le recorrió un latigazo de energía incluso antes de que hubiera tragado el bocado, una descarga de bienestar ardía en su interior como una llama que lo alimentaba en lugar de consumirlo. Si las hamburguesas que había ingerido antes le habían calmado el hambre, la mosca lo había dejado completamente satisfecho, infundiéndole una euforia que la minúscula masa del insecto no justificaba de ninguna de las maneras. Se sentía bien, se sentía cálido, seco y satisfecho, se sentía de maravilla.

La sensación apenas había remitido cuando se dio cuenta, sobresaltado, de que estaba sentando, estaba en el borde del asiento delantero, totalmente visible por las ventanillas. Oyó disparos y supo que lo habían descubierto. Desesperado, pero sintiéndose seguro y cargado de energía, Gary abrió la puerta del conductor y salió del coche. Apoyó los pies sobre el asfalto y comenzó a alejarse al trote del Volkswagen, seguro de que se pondría a salvo si se daba un poco de prisa, si sus piernas se movieran un poco más La hoja de una bayoneta le atravesó la espalda hasta el corazón.

Menos mal que no lo utilizaba.

Intentó darse media vuelta, pero se halló traspasado —literalmente— por la bayoneta. Levantó las manos, la señal universal de rendición.

—¡No dispares! —gritó él—. ¡No soy uno de ellos!


Kumaad tahay?
—Una de las chicas avanzó hasta entrar en su campo visual y levantó el rifle. Jadeaba a causa del esfuerzo, o tal vez del miedo, su rifle se bamboleaba arriba y abajo. Veía el oscuro círculo de la boca moviéndose ante él, el espacio entre la bala y su cerebro. Accionó la palanca lateral del arma y dobló el dedo en el gatillo.

—¡Por favor! —gritó Gary—. ¡Por favor! ¡No soy como ellos!


Joojin!
—gritó alguien. Oyó pisadas de botas corriendo a su espalda—.
Joojin
! —El rifle que lo apuntaba ganó firmeza en las manos de la chica. ¿Estaría recibiendo la orden de disparar o de no disparar? Gary sintió la frente caliente, anticipando la llegada de la bala.

Otra chica se plantó frente a él. Ladró órdenes a sus compañeros y Gary notó como salía la bayoneta de su cuerpo. Las chicas discutieron entre ellas, seguía oyendo la palabra
«xaaraan»,
pero estaba claro que las órdenes eran retirarse.

—Tú hablas —dijo la chica que había dado las órdenes. Ella estudió su rostro, confusa por las venas muertas en sus mejillas.

—Yo hablo —confirmó Gary.

—¿Eres un
fekar
?

—No sé qué significa eso.

Ella asintió e hizo un complicado gesto con la mano a sus soldados. Gary se percató por los galones dorados que había en su chaqueta azul marino de que debía de ser algún tipo de oficial, aunque eso no tenía sentido. ¿Qué ejército del mundo tenía chicas adolescentes como oficiales? Gary no podía dejar de pensar que lo habían capturado los componentes de una excursión escolar que había salido terriblemente mal.

BOOK: Zombie Island
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