La casa tenía la estructura típica de una construcción de comienzos de los años setenta. En la planta baja un largo pasillo, del que salía la escalera al piso superior; a la izquierda un aseo, a la derecha el cuarto de estar, al final del pasillo la cocina. Un espacio alargado, a la izquierda los armarios con el frente rústico, de imitación de madera oscura, en el suelo baldosas con dibujos de flores en tono marrón y naranja. Una mesa, cuatro sillas con asiento de tela, diseños de flores en los azulejos de la pared, junto al fregadero.
Lo más llamativo era una gran foto que cubría la pared derecha. Un bosque de abedules, verde, con árboles delgados que se estiraban hacia arriba como si quisieran escapar del agobiante ambiente de la habitación. Cuando lo vi por primera vez me pareció grotesco que alguien que podía salir en cualquier momento a la naturaleza, que podía sentir la vida cuando quisiera, se rodeara de naturaleza artificial, muerta. Mientras tanto yo intentaba con desesperación poner algo de vida en mi zulo. Aunque sólo fuera en forma de un par de hojas arrancadas del seto.
No sé cuántas veces fregué y pulí el suelo y los azulejos hasta que brillaron impolutos. Ni la más mínima mancha ni la miga más diminuta debían alterar el brillo de las superficies. Cuando creía haber terminado, tenía que tirarme al suelo para poder controlar bien cada rincón desde esa perspectiva. El secuestrador estaba siempre a mi lado, dándome instrucciones. Para él nada estaba nunca lo bastante limpio. Infinidad de veces me quitó el trapo de las manos para demostrarme cómo se limpia «de verdad». Perdía los estribos cada vez que yo dejaba la huella de mis dedos grasientos en una superficie limpia y destruía con ella la fachada de lo intacto, lo puro.
Pero lo peor era limpiar el cuarto de estar. Una gran habitación de aspecto sombrío que no se debía sólo a las persianas cerradas. Un techo de casetones oscuro, casi negro; paneles oscuros en la pared, tresillo de cuero verde, suelo de moqueta marrón claro. Una librería oscura en la que había títulos como El proceso o Nur Puppen haben keine Tränen. Una chimenea que no se usaba, con un juego de atizadores; encima, una repisa con una vela en un portavelas de hierro forjado, un reloj, una miniatura del yelmo de una armadura. En la pared, encima de la chimenea, dos retratos medievales.
Si me quedaba mucho tiempo en esa habitación me parecía que la tenebrosidad se iba a colar, a través de mis vestidos, en cada poro de mi cuerpo. El cuarto de estar era para mí como el perfecto reflejo de la «otra» cara del secuestrador. Sencillo y normal en la superficie, debajo el lado oscuro, oculto a duras penas.
Hoy sé que durante años Wolfgang Priklopil apenas había cambiado nada en aquella casa que habían construido sus padres en los años setenta. Sólo quería renovar totalmente el piso superior, en el que había tres habitaciones, y cambiar el desván según sus propias ideas. Quería abrir una buhardilla para que entrara más luz, cubrir el polvoriento suelo con madera y el techo inclinado con paneles, transformar el espacio en un cuarto de estar.
Los meses y años siguientes sería la obra del piso superior el sitio donde yo pasaría la mayor parte de mi tiempo. En aquel entonces Priklopil ya no tenía un trabajo fijo, sólo desaparecía a veces para dedicarse a algún «negocio» con su amigo Holzapfel. Más tarde me enteré de que reformaban viviendas para luego alquilarlas. Pero no debían de tener mucho trabajo, pues el secuestrador pasaba casi todo el tiempo reformando su propia casa. Yo era su única obrera. Una obrera a la que él podía sacar del zulo cuando quisiera, que tenía que hacer el trabajo duro para el que normalmente se emplea personal cualificado y que «al salir del trabajo» tenía que cocinar y limpiar antes de ser encerrada de nuevo en el zulo.
Por aquel entonces era demasiado pequeña para todos los trabajos que él me obligaba a hacer. Hoy no puedo dejar de sonreír cuando veo a los niños de doce años que se quejan y se resisten cuando se les encargan pequeñas tareas. Me alegro de que disfruten de ese pequeño acto de rebeldía. Yo nunca tuve esa oportunidad: yo tenía que obedecer.
El secuestrador, que no quería tener trabajadores desconocidos en casa, se ocupó de toda la obra y me obligó a hacer cosas para las que yo no tenía fuerzas suficientes. Le ayudé a cargar planchas de mármol y puertas robustas, arrastré por el suelo sacos de cemento, taladré hormigón con pesadas herramientas. Hicimos la buhardilla, aislamos y revestimos las paredes, pusimos el suelo. Instalamos tubos para la calefacción y cables eléctricos, hicimos una abertura desde el primer piso hasta el nuevo desván y construimos una escalera con baldosas de mármol.
Luego le llegó el turno al primer piso. Quitamos el suelo viejo e instalamos el nuevo. Retiramos las puertas, lijamos los marcos y los pintamos. Hubo que arrancar todo el revestimiento marrón de las paredes, poner uno nuevo y pintarlo. En el desván hicimos un cuarto de baño con azulejos de mármol. Yo era ayudante y esclava a la vez: tenía que ayudar a arrastrar, alcanzar herramientas, taladrar, lijar, pintar, o sujetar durante horas el cubo con el emplaste mientras él alisaba las paredes. Cuando él hacía una pausa y se sentaba, yo tenía que llevarle una bebida.
El trabajo tenía su lado bueno. Tras dos años en los que apenas me había podido mover en mi diminuto refugio, ahora disfrutaba de la agotadora actividad física. Vi aumentar el volumen de los músculos de mis brazos, me sentía fuerte y útil. Al principió me gustaba el hecho de poder pasar entre semana varias horas al día fuera del zulo. No es que el muro que me rodeaba allí arriba fuera menos infranqueable, la cuerda invisible era más fuerte que antes. Pero al menos tenía algún cambio.
Aunque allí arriba me veía más expuesta al lado oscuro, malo, del secuestrador. Con el incidente del taladro me había quedado claro que si yo no era «buena» le darían ataques incontrolados de rabia. En el zulo apenas había tenido oportunidad para ello. Pero ahora, mientras trabajaba, yo podía cometer un error en cualquier momento. Y al secuestrador no le gustaban los errores.
«Dame la espátula», dijo uno de los primeros días en el desván. Yo le pasé la herramienta equivocada. «¡Eres tonta hasta para cagar!», me soltó. Sus ojos se oscurecieron de golpe, como si una nube hubiera cubierto su iris. Tenía el rostro desencajado. Cogió un saco de cemento que estaba a su lado, lo elevó por los aires y lo lanzó contra mí con un grito. El saco me golpeó sin que me diera tiempo a reaccionar, con tanta fuerza que me tambaleé.
Me quedé petrificada. Pero no a causa del dolor. El saco era pesado y me dolía el golpe, pero eso podía soportarlo. Fue la desmedida agresividad del secuestrador lo que me dejó sin respiración. Era la única persona en mi vida, yo dependía totalmente de él. Ese ataque de furia era una amenaza existencial. Me sentí como un perro apaleado que no puede morder la mano que le golpea porque es la misma que le da de comer. La única salida que me quedaba era refugiarme en mi interior. Cerré los ojos, olvidé todo y me quedé quieta sin moverme.
La agresividad del secuestrador desapareció tan deprisa como había aparecido. Se acercó a mí, me sacudió, intentó alzarme los brazos y me habló con suavidad. «Escucha, lo siento —me dijo—, tampoco era para tanto.» Yo seguí sin moverme, con los ojos cerrados. Me dio un pellizco en la mejilla y me rozó los labios con los dedos, alzándome las comisuras. Una sonrisa forzada en el más estricto sentido de la palabra. «Vuelve a ser normal. Lo siento. ¿Qué puedo hacer para que seas normal otra vez?»
No sé cuánto tiempo estuve allí sin moverme, en silencio, con los ojos cerrados. En un momento dado venció el pragmatismo infantil. «¡Quiero helado y ositos de goma!»
Por un lado aproveché la situación para conseguir golosinas. Por otro quería, con mi petición, darle al ataque menor importancia de la que tenía. Me dio el helado al momento, por la noche me trajo los ositos de goma. Insistió de nuevo en que lo sentía mucho y en que no volvería a pasar nada así… como hace todo maltratador con su mujer, con sus hijos.
Pero algo cambió tras esta salida de tono. Empezó a maltratarme con regularidad. No sé cuál fue el detonante o si es que, en su omnipotencia, sencillamente creía poder permitirse cualquier cosa. El cautiverio duraba ya más de dos años. No le habían descubierto, y me tenía tan controlada que sabía que no iba a escapar. ¿Quién iba a castigar su comportamiento? En su opinión, tenía derecho a pedirme lo que fuera y a infligirme castigos físicos si no cumplía sus deseos al momento.
A partir de entonces reaccionó con fuertes ataques de furia al más mínimo descuido por mi parte. Un par de días después del incidente con el saco de cemento me pidió que le pasara una placa de yeso. Le pareció que yo era demasiado lenta: me cogió la mano, me la retorció y la frotó con fuerza contra la placa hasta que se me hizo en el dorso de la mano una herida que tardó años en curarse. Me frotaba con tanta furia el dorso de la mano contra la pared, contra las placas de yeso, incluso contra la superficie lisa del lavabo, que acababa sangrando. Todavía hoy tengo esa parte de la mano rugosa.
Cuando en otra ocasión reaccioné demasiado despacio a su petición, me lanzó un cúter. La afilada cuchilla con la que cortaba la moqueta como si fuera mantequilla se clavó en mi rodilla. El dolor fue tan brutal que me mareé. Sentí la sangre corriendo por mi pierna. Cuando lo vio, empezó a gritar fuera de sí: «¡Déjalo, vas a dejar manchas!». Luego me agarró, me arrastró hasta el cuarto de baño para cortar la hemorragia y tapar la herida. Yo estaba en estado de shock y apenas podía respirar. Me mojó la cara con agua fría mientras me decía: «¡Deja de llorar!».
Más tarde me dio un helado.
Luego empezó a cargarme también con el trabajo de la casa. Él se sentaba en su sillón de cuero y me observaba mientras yo fregaba el suelo de rodillas, comentando con observaciones despectivas cada movimiento que hacía.
«¡Eres tonta hasta para fregar!»
«¡Ni siquiera sabes quitar una mancha!»
Yo miraba fijamente el suelo, hirviendo por dentro, y seguía limpiando con doble energía. Pero eso no bastaba. De pronto recibía, sin previo aviso, una patada en el costado o en la pierna. Hasta que todo brillaba.
Una vez cuando tenía trece años no había limpiado la encimera de la cocina lo bastante deprisa y me dio tal patada en el coxis que me golpeé contra un borde y se me levantó la piel en la cadera. Aunque sangraba bastante, me mandó al zulo sin curarme la herida, enfadado por el fastidio que suponía una herida abierta. Tardó semanas en curarse, en parte también porque él no paraba de empujarme contra el borde de la encimera en la cocina. Sin previo aviso, como de pasada, a propósito. Cada poco se volvía a levantar la fina piel que se iba formando sobre la herida de la cadera.
Lo que menos soportaba era que yo llorara de dolor. Entonces me agarraba del brazo y me limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano con tal brutalidad que el miedo me hacía dejar de llorar. Si eso no servía de nada, me cogía del cuello, me arrastraba hasta el fregadero y me metía la cabeza dentro. Me tapaba la nariz y me echaba agua fría por la cara hasta que yo casi perdía el sentido. Odiaba tener que enfrentarse a las consecuencias de su maltrato. No quería ver lágrimas ni hematomas ni heridas con sangre. Lo que no se ve no existe.
No eran golpes sistemáticos que en cierto modo pudiera prever, sino ataques repentinos cada vez más violentos. Tal vez porque veía que cuando traspasaba un cierto límite no había consecuencia alguna. Tal vez porque no podía hacer otra cosa que acelerar la espiral de violencia cada vez un poco más.
Creo que resistí todo ese tiempo porque aparté esas experiencias de mí. No por una decisión consciente propia de un adulto, sino por un instinto infantil de supervivencia. Cuando el secuestrador me maltrataba, yo abandonaba mi cuerpo y miraba desde lejos a la niña de doce años que estaba tirada en el suelo recibiendo patadas.
Todavía hoy veo esos ataques desde la distancia, como si no estuvieran dirigidos contra mí, sino contra otra persona. Recuerdo el dolor que sentía mientras me golpeaba y el que me acompañaba en los días siguientes. Recuerdo que tenía tantos hematomas que ya no había ninguna postura en la que pudiera estar tumbada sin sentir dolor. Recuerdo el suplicio que esto me suponía muchos días, y lo mucho que me dolió el hueso del pubis después de una patada. Los arañazos, las contusiones. Y el crujido de mi cuello cuando una vez me golpeó con furia con el puño en la cabeza.
Pero no sentía nada en el plano emocional.
La única sensación de la que no conseguí apartarme fue el miedo mortal que me invadía en esos momentos. Se metía en mi cabeza, me nublaba la vista, me pitaba en los oídos, hacía correr la adrenalina por mis venas y me ordenaba: ¡Huye! Pero yo no podía huir. La prisión que al principio era sólo exterior se había convertido también en una cárcel interna.
Pronto bastaron las primeras señales de que el secuestrador podía golpearme en cualquier momento para que el corazón empezara a latirme con fuerza, me faltara la respiración y me quedara paralizada. Incluso cuando estaba en mi zulo, en comparación más seguro, me invadía un miedo mortal en cuanto oía a lo lejos que el secuestrador desatornillaba la caja fuerte que tapaba el pasadizo. La sensación de pánico que el cuerpo ha experimentado tras una experiencia con miedo mortal y que revive a la más mínima señal de una amenaza similar ya no es controlable. Me atenazaba con fuerza.
Al cabo de dos años, cuando tenía catorce, empecé a defenderme. Al principio fue una especie de resistencia pasiva. Cuando él me gritaba y me levantaba la mano, yo me pegaba en la cara hasta que me pedía que parara. Quería obligarle a mirar. Quería que viera cómo me trataba, que aguantara los golpes que yo había tenido que soportar. No hubo más helados ni ositos de goma.
Con quince años le devolví el golpe por primera vez. Me miró sorprendido y algo confuso cuando le di un puñetazo en el estómago. Me sentía como sin fuerzas, mi brazo se movió demasiado despacio y no fue muy firme. Pero me había defendido. Y volví a golpearle. Me agarró y me hizo una llave hasta que paré.
Es evidente que físicamente yo no tenía muchas posibilidades frente a él. Él era más alto, más fuerte, me agarraba sin esfuerzo y me mantenía a la distancia suficiente para que mis puñetazos y patadas se quedaran casi siempre en el aire. Pero, para mí, el hecho de defenderme era muy importante. De este modo me demostraba a mí misma que era fuerte y no me había perdido el respeto. Y a él le hacía ver que no iba a permitir que siguiera traspasando ciertos límites. Fue un momento decisivo para mi relación con el secuestrador, con la única persona que había en mi vida, la única persona que se ocupaba de mí. ¡Quién sabe de lo que habría sido él capaz si yo no me hubiera defendido!