3.096 días (23 page)

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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

BOOK: 3.096 días
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Después de oír aquel programa, mi situación me pareció más desesperada que nunca. Me senté en la cama y de pronto lo vi todo muy claro. No podía pasarme así la vida entera, eso lo sabía. También sabía que no iba a ser liberada jamás. Y una huida me parecía imposible. No había salida.

El de aquel día no fue mi primer intento de suicidio. Escapar a una nada lejana en la que no existen los sentimientos ni el dolor ya me parecía entonces una forma de tomar el control de mi vida. Apenas podía disponer de ella, de mi cuerpo, de mis actos. Quitarme la vida me parecía el último triunfo.

Con catorce años intenté varias veces estrangularme con la ayuda de algunas ropas. A los quince quise cortarme las venas. Me arañé la piel con una aguja de coser y seguí hurgando hasta que no aguanté más. El brazo me quemaba de forma insoportable, pero al mismo tiempo calmaba el dolor interno que sentía. A veces todo resulta más fácil cuando el dolor físico eclipsa el sufrimiento psíquico por un momento.

Esta vez quería elegir otro método. Esa tarde el secuestrador me había encerrado pronto en el zulo y yo sabía que no regresaría hasta la mañana siguiente. Recogí la habitación, puse en un montón las pocas camisetas que tenía y lancé una última mirada al vestido de franela que llevaba puesto el día del secuestro y que ahora colgaba de un gancho debajo de la cama. Me despedí mentalmente de mi madre. «Perdóname por marcharme. Y por irme otra vez sin decir una sola palabra», susurré. ¿Qué va a pasar?

Luego fui lentamente hasta la placa de cocina y la encendí. Cuando se calentó, puse encima unos papeles y los cartones de unos rollos de papel higiénico vacíos. Pasó un rato hasta que empezó a salir humo, pero funcionó. Subí por la escalerilla hasta mi cama y me tumbé. El zulo se llenaría de humo y yo me iría desvaneciendo poco a poco, por decisión propia, abandonando una vida que hacía tiempo que no era mía.

No sé cuánto tiempo estuve echada esperando la muerte. Me pareció como la eternidad hacia la que me dirigía, aunque todo debió de suceder muy deprisa. Al principio, cuando el humo llegó a mis pulmones, seguí respirando con normalidad. Pero luego surgió con toda su fuerza el instinto de supervivencia que creía apagado. Cada fibra de mi cuerpo se preparó para escapar. Empecé a toser, me puse la almohada delante de la boca y bajé la escalerilla. Abrí el grifo, puse unos trapos debajo del agua y los lancé sobre los tubos de cartón que rodaban por la placa. El agua borboteó, el humo se hizo más denso. Tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas, moví una toalla en el aire para dispersar el humo. Pensé con pavor cómo podría ocultarle al secuestrador mi intento de asfixiarme con fuego. Suicidio, la mayor desobediencia, la peor conducta imaginable.

A la mañana siguiente el zulo olía como una cámara de ahumado. Cuando bajó, Priklopil inspiró el aire, irritado. Me sacó de la cama, me zarandeó y me gritó. ¡Cómo podía haber intentado escapar de él! ¡Cómo me había atrevido a abusar así de su confianza! En su rostro se reflejaba una mezcla de rabia infinita y miedo. Miedo a que yo pudiera echar todo a perder.

Capítulo 9. Miedo a la vida. La prisión interna perdura

Puñetazos y patadas, ahogar, arañar, apretar las muñecas, aplastarlas, empujar contra el marco de la puerta. Golpear con los puños y con un martillo (martillo pesado) en la zona del estómago. Tenía hematomas por todas partes: en la cadera derecha, en el brazo (cinco de un centímetro) y el antebrazo derechos (de unos 3,5 centímetros de diámetro), en la parte exterior de ambos muslos (en el izquierdo, de unos nueve o diez centímetros de largo, de un tono negro violáceo, unos 4 centímetros de ancho), así como en ambos hombros. Rasponazos y arañazos en los muslos, en la pantorrilla izquierda.

I want once more in my life some happiness

And survive in the ecstasy of living

I want once more see a smile and a laughing for a while

I want once more the taste of someone's love.

Anotación en el diario, enero de 2006

Cuando tenía diecisiete años el secuestrador me llevó al zulo una cinta de la película Pleasantville. Trataba de dos hermanos que viven en los Estados Unidos de los años noventa. En la escuela los profesores les hablan de oscuras perspectivas laborales, el sida y la amenaza del cambio climático. En casa los padres, divorciados, discuten por teléfono por ver quién se queda el fin de semana con los niños, y también surgen problemas con los amigos. Uno de los chicos se refugia en el mundo de una serie de televisión de los años cincuenta: «¡Bienvenidos a Pleasantville! Moral y decoro. Saludos amables: "¡Cariño, ya estoy en casa!". Correcta alimentación: "¿Queréis galletas?". Bienvenidos al mundo perfecto de Pleasantville. Sólo en televisión». En Pleasantville la madre siempre sirve la comida justo en el momento en que el padre llega a casa después del trabajo. Los niños siempre van bien vestidos y en el baloncesto siempre meten el balón en la canasta. El mundo se compone sólo de dos calles, y los bomberos tienen una única misión: bajar gatos de los árboles. Pues en Pleasantville no existe el fuego.

Después de una pelea por el mando a distancia ambos hermanos aterrizan de pronto en Pleasantville. Quedan atrapados en ese extraño lugar en el que no existen los colores y en el que los habitantes viven según unas reglas que no siempre pueden cumplir. Cuando se adaptan, cuando se integran en esa sociedad, las cosas pueden ser muy bonitas en Pleasantville. Pero si no cumplen las reglas, los amables habitantes se convierten en una turba furibunda.

La película me pareció una parábola de la vida que yo llevaba. Para el secuestrador el mundo exterior era comparable a Sodoma y Gomorra, por todos lados acechaban peligros, suciedad y vicio. Un mundo al que culpaba de su fracaso y del que quería mantenerse —y también me mantenía a mí— alejado. Nuestro mundo tras las paredes amarillas debía ser como el de Pleasantville: «¿Más galletas?». «Gracias, cariño.» Una ilusión que siempre repetía: ¡podía ser todo tan bonito para nosotros! En esa casa, con todo tan limpio que incluso brillaba demasiado, con esos muebles que tanto agobiaban. Pero él seguía trabajando en la fachada, invertía en su nueva vida, en nuestra nueva vida, que un instante después golpeaba con los puños. En una escena de Pleasantville dicen: «Sólo lo que conozco es mi realidad». Cuando hoy hojeo mi diario, a veces me estremezco de lo bien que me adapté al guión de Priklopil con todas sus contradicciones:

Querido diario: ha llegado el momento de que te abra mi corazón del todo y sin reservas, con todo el dolor que ha sufrido. Empecemos por octubre. Ya no sé bien cómo ocurrió todo, pero no estuvo bien lo que pasó. Él había plantado unas tuyas. Crecen muy bien. Él no estaba demasiado bien, y cuando no está bien convierte mi vida en un infierno. Cuando le duele la cabeza y se toma unos polvos siempre le da una reacción alérgica que le provoca una fuerte rinitis. Pero el médico le ha mandado unas gotas. En cualquier caso, fue muy difícil. Se produjeron escenas desagradables. A finales de octubre llegó la nueva decoración del dormitorio con el sonoro nombre de Esmeralda. Mantas, almohadones y colchón llegaron algo antes. Naturalmente, todo antialérgico y esterilizado. Cuando llegó la cama nueva tuve que ayudarle a desmontar la mesilla. Tardamos casi tres días. Tuvimos que desmontar las piezas, subir al cuarto de trabajo las pesadas puertas de espejo, bajar la estructura y el somier. Luego fuimos al garaje y desembalamos todas las cajas y una parte de la cama. El mobiliario se compone de dos mesillas con dos cajones cada una y tiradores de latón dorados, dos cómodas, una alta con… [se interrumpe aquí].

Tiradores de latón dorados pulidos por el ama de casa perfecta, que pone sobre la mesa comida preparada según las recetas de su madre aún más perfecta. Si yo lo hacía todo bien y me mantenía en mi papel entre bastidores, la ilusión funcionaba un momento. Pero cada vez que me apartaba de ese guión que nadie me había dado a leer era castigada de forma brutal. La imposibilidad de preverlo se convirtió en mi peor enemigo. Aunque estuviera convencida de haberlo hecho todo bien, aunque creyera saber qué requisitos se necesitaban en un momento dado, ante él nunca estaba segura. Una mirada mantenida demasiado tiempo, un plato sobre la mesa que ayer estaba en la posición correcta, y perdía los estribos.

Algo más tarde aparece entre mis anotaciones:

Puñetazos brutales en la cabeza, el hombro derecho, la tripa, la espalda y la cara, así como en los ojos y los oídos. Ataques de rabia incontrolados, imprevisibles, repentinos. Gritos, humillaciones. Empujones por la escalera. Intentos de estrangularme, sentarse encima de mí y taparme la boca y la nariz, ahogarme. Sentarse en mi codo, apretarme con la rodilla en la muñeca, apretarme los brazos con las manos. Tengo en los antebrazos hematomas con la forma de sus dedos, y arañazos y rasponazos en el antebrazo izquierdo. Se sentaba sobre mi cabeza o me golpeaba, arrodillado sobre mi espalda, la cabeza contra el suelo. Esto varias veces y con todas sus fuerzas, hasta que yo sentía dolor de cabeza y mareos. Luego una lluvia incontrolada de puñetazos, lanzamiento de objetos, golpes brutales contra la mesilla […].

La mesilla con los tiradores de latón.

Luego me permitía hacer cosas que me transmitían la ilusión de que lo importante era yo. Me permitió, por ejemplo, dejarme crecer el pelo, aunque también eso era parte de la puesta en escena. Pues debía teñírmelo con agua oxigenada para responder a su ideal de una mujer: sumisa, trabajadora, rubia.

Cada vez pasaba más tiempo arriba, en la casa. Dedicaba horas a quitar el polvo, recoger y cocinar. El, como siempre, no me dejaba sola ni un segundo. Su deseo de controlarme totalmente llegó a tal extremo que retiró las puertas de los cuartos de baño de la casa: no podía escapar a su mirada ni siquiera durante dos minutos. Su continua presencia me llevó a la desesperación.

Sin embargo también él era prisionero de su propio guión. Cuando me encerraba en el zulo, tenía que abastecerme. Cuando me subía a la casa, estaba cada minuto controlándome. Los medios eran siempre los mismos. Pero la presión fue aumentando sobre él. ¿Y si ni siquiera cien golpes bastaban para dejarme en el suelo? Entonces él también fracasaría en su Pleasantville. Y ya no habría marcha atrás.

Priklopil era consciente de ese riesgo. Por eso hacía todo lo posible por dejarme bien claro lo que me esperaba si me atrevía a abandonar su mundo. Recuerdo una escena en la que me humilló tanto que tuve que meterme despavorida en casa.

Una tarde estaba yo trabajando arriba y le pedí que abriera una ventana; simplemente quería un poco de aire, oír el canto de los pájaros. El secuestrador me reprochó: «¡Lo único que quieres es empezar a gritar y salir corriendo!».

Yo le pedí que me creyera, que no iba a huir: «Me quedaré, lo prometo. Jamás saldré corriendo».

Me miró dubitativo, luego me agarró del brazo y me arrastró hasta la puerta de la casa. Era un día resplandeciente, la calle estaba vacía, pero no obstante su maniobra resultaba muy arriesgada. Abrió la puerta y me empujó fuera sin dejar de agarrarme el brazo. «¡Venga, sal corriendo! ¡Márchate! ¡Mira lo lejos que llegas con esa pinta!»

Me quedé tiesa de miedo y vergüenza. Apenas llevaba ropa e intenté taparme el cuerpo con la mano que me quedaba libre. La vergüenza de que me viera algún desconocido en mi absoluta delgadez, llena de hematomas y con el pelo cortado a cepillo fue mayor que la esperanza de que alguien pudiera observar la escena y sentirse extrañado.

Eso lo hizo un par de veces, lo de empujarme desnuda por la puerta y gritar: «¡Corre, mira lo lejos que llegas!». Y cada vez el mundo exterior me parecía más amenazante. Me vi en un gran conflicto entre mis ganas de conocer ese mundo y el miedo a dar ese paso. Le pedí durante meses que me dejara salir un rato al aire libre, y siempre recibía la misma respuesta: «¿Qué quieres? No te pierdes nada, ahí afuera es todo exactamente igual que aquí dentro. Además, seguro que gritas, y entonces tendré que matarte».

Él también oscilaba entre la paranoia patológica, el temor a que se descubriera su delito y la idea de una vida normal, en la que era inevitable que hubiera salidas al mundo exterior. Era como un círculo vicioso, y cuanto más arrinconado se sentía por sus propias ideas, más agresivo se mostraba conmigo. Se trataba, como antes, de una mezcla de violencia física y psicológica. Se recreaba sin piedad en los últimos restos de mi conciencia individual y me repetía las mismas frases sin cesar: «No vales nada, debes estarme agradecida por haberme hecho cargo de ti. Nadie habría querido ocuparse de ti». Me contó que mis padres estaban en la cárcel y que ya no vivía nadie en mi antigua casa. «¿Adónde vas a ir si te escapas? Nadie te quiere ahí afuera. Volverías a mí arrepentida.» Y me recordaba con insistencia que mataría a cualquiera que fuera testigo casual de un intento de fuga. Lo más probable es que las primeras víctimas fueran los vecinos, me decía. Y yo no querría ser responsable de algo así, ¿verdad?

Se refería a sus parientes de la casa de al lado. Yo me sentía ligada en cierto modo a ellos desde que iba a nadar en su piscina de vez en cuando. Como si fueran ellos los que habían hecho posible esa pequeña huida de la rutina diaria de la casa. No los vi nunca, pero a veces, cuando estaba en la casa por la noche, oía cómo llamaban a sus gatos. Sus voces parecían agradables. Sonaban a personas que se ocupan con cariño de aquellos que dependen de ellas. Priklopil intentó minimizar el contacto con ellos. Ellos, por su parte, a veces le traían una tarta o un pequeño recuerdo de algún viaje. En cierta ocasión llamaron al timbre cuando yo estaba arriba, en la casa, y tuve que esconderme corriendo en el garaje. Oí sus voces mientras hablaban con el secuestrador en la puerta y le entregaban algo que habían preparado ellos mismos. Él siempre tiraba esas cosas a la basura; era tal su manía por la higiene que jamás habría probado un solo bocado, le daba mucho asco.

Cuando me llevó por primera vez con él al exterior, no sentí ninguna liberación. ¡Me había alegrado tanto de poder abandonar por fin mi prisión! Pero ahí estaba yo, sentada en su coche, muerta de miedo. El secuestrador me había aleccionado bien de lo que debía decir si alguien me reconocía: «Primero tienes que hacer como si no supieras de qué te están hablando. Si eso no sirve de nada, dices: "No, es una equivocación". Y si alguien te pregunta quién eres, dices que eres mi sobrina». Natascha no existía desde hacía mucho tiempo. Luego arrancó el motor y salió del garaje.

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