'48 (16 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: '48
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Antes de ponerme un pantalón y una camiseta militar que debía de haber lavado al menos cien veces, me aseguré de que todas las armas que guardaba en la habitación estuvieran limpias y cargadas, aunque siempre lo estaban. Supongo que, después de lo cerca que había estado de caer en manos de los Camisas Negras, me sentía un poco nervioso.

Saqué el Colt de la funda de la cazadora, me lo puse en la cintura del pantalón, salí de la suite y, descalzo y cojeando, recorrí los pasillos y los vestíbulos, sin olvidarme de comprobar las escaleras y las ventanas. Como el Savoy realmente constaba de dos edificios unidos, no podía ver la calle principal sin bajar al vestíbulo y volver a subir, pero eso tampoco tenía demasiada importancia. Estaba convencido de que el hotel era seguro; de no serlo, nos habríamos encontrado con un comité de bienvenida al llegar. Aun así, exploré el hotel a fondo y no volví a mi suite hasta que estuve convencido de que no había nadie escondido. Con el tobillo dándome punzadas y la mayoría de los músculos del cuerpo tan rígidos como si estuvieran hechos de metal, me serví un whisky, esta vez en un vaso, pero sin agua. Empecé a sentirme mejor en cuanto bebí el primer trago.

Fregué los vasos y los platos que había ido acumulando con el tiempo en el lavabo del cuarto de baño y empecé a preparar el rancho para mis huéspedes.

Creo que me habría quedado dormido si hubiera cerrado los ojos durante más de un segundo, pero no me permití ese lujo. Me obligué a seguir despierto porque eso era lo único que podía hacer; además, tenía tanta hambre que me hubiera comido un caballo de primer plato.

El alemán fue el primero en llegar. Llamó a la puerta educadamente y esperó a que yo le abriera. Había encontrado en alguna parte una camisa blanca y un pantalón oscuro. Y, aunque la ropa le quedaba un poco estrecha, la llevaba con elegancia. Se había afeitado y llevaba el pelo mojado y peinado hacia atrás. Aunque no se parecía en nada a Conrad Veidt, yo no podía quitarme de la cabeza la imagen de ese actor alemán; puede que fueran sus maneras, severas, vigilantes, arrogantes y, al mismo tiempo y de alguna extraña manera, seductoras. Aunque me costara reconocerlo, toda esa propaganda nazi había surtido efecto sobre mí, igual que lo había hecho sobre la mayoría de la gente.

Lo invité a pasar y le dije que se sirviera una copa. Stern abrió una botella de vino.

Apenas nos dirigimos la palabra, pero no dejé de notar su mirada mientras preparaba la comida. El siguiente en llegar fue Albert Potter. Entró sin llamar, con su mono azul de trabajo y el casco debajo del brazo. Fue directamente a la mesa baja y se sirvió un vaso del mismo whisky de antes. Incluso con su presencia, el ambiente seguía resultando tenso.

Las chicas llegaron diez minutos después y, desde luego, parecían otras. La mujer que había ocupado la suite contigua a la mía tenía muy buen gusto y, por lo que se veía, un marido dispuesto a gastar generosamente. Las dos chicas iban vestidas sin ostentación, pero con clase.

Muriel llevaba una falda hasta las rodillas y una blusa de color crema, ceñida en la cintura y con hombreras, que contribuían a acentuar la esbeltez de su figura. Cissie, en cambio, tenía una figura un poco más… rellenita. No me interpretéis mal, las dos chicas eran esbeltas, pero Cissie tenía más curvas. Llevaba una falda plisada por debajo de las rodillas y una chaqueta a juego encima de una blusa blanca; supongo que, a pesar del calor, había decidido sacarle el máximo provecho a la ropa que había encontrado. Ninguna de las dos llevaba medias, aunque apostaría a que había muchas en el armario de su habitación; supuse que ésa sería su única concesión al clima. Las dos entraron balanceándose sobre altos tacones que les sentaban de maravilla a sus piernas. El cabello les resplandecía después de un buen cepillado. Los claros bucles castaños de Muriel se ondulaban en la mejilla, mientras que el vibrante cabello oscuro de Cissie caía libre sobre sus hombros. La fina cicatriz que le atravesaba la cara apenas se notaba mientras nos sonreía. Desde luego, era fantástico ver a dos mujeres con tan buen aspecto, aunque en ese momento no le di demasiada importancia.

El alemán, que se había sentado en una silla, se levantó para recibirlas.

—Es maravilloso saber que sigue existiendo tanta belleza en el mundo —dijo dirigiéndose a las dos con sinceridad lisonjera.

Siguiendo el ejemplo del vigilante, Cissie se acercó directamente al bar: la mesa baja llena de botellas ante la que Potter parecía estar haciendo guardia. El vigilante levantó su vaso en señal de bienvenida.

—Deme algo fuerte, abundante y tonificante —le imploró la chica—. Algo de lo que me pueda arrepentir mañana.

—Veamos… Hay ginebra, pero no veo tónica por ninguna parte —dijo Potter mientras investigaba las etiquetas de las botellas.

Cissie me miró con gesto acusador.

Yo me encogí de hombros.

—Está bien —dijo ella—. El jugo de una lata de melocotones puede valer. Estoy acostumbrada a improvisar.

Por primera vez en todo el día, sonreí. Encontré la lata apropiada e hice un agujero en la parte superior. Después se la di a Potter, que ya había servido la ginebra.

—No vendría mal un poco de hielo —se quejó Cissie jocosamente—. Pero supongo que el Savoy ya no es lo que era. Mu, tú querrás champán, ¿no?

Fue como si una sombra hubiera cubierto el rostro de su amiga.

—Prefiero un vaso de vino —contestó ella rápidamente, y yo recordé que ella y su padre solían brindar con champán por la memoria de su madre en este mismo hotel.

—Marchando una copa de vino —exclamó Potter al tiempo que cogía la botella que había abierto Stern—. Una elección muy sensata, si me permite decirlo. Del alcohol duro ya me encargo yo.

—Y yo —exclamó Cissie.

Estuvieron unos minutos bebiendo en silencio mientras esperaban a que yo acabara de preparar la cena. Creo que la tirantez inicial se debía a algo más que a la falta de familiaridad; a pesar de lo que habíamos pasado juntos ese día, todavía no existía ningún lazo de confianza entre nosotros. Aunque formásemos parte de los escasos supervivientes de un mundo en ruinas, todavía no confiábamos los unos en los otros y nuestra mutua presencia nos incomodaba. El caso de las chicas era distinto, pues ellas ya eran amigas, pero los demás no nos conocíamos. Maldita sea, si hasta había un extranjero, un maldito nazi, entre nosotros. Y el mero hecho de compartir el mismo grupo sanguíneo no era suficiente, ni mucho menos. Para las chicas, parte del problema era que, en una sociedad diezmada, los papeles masculinos y femeninos cobraban un significado enteramente nuevo, y ellas todavía no estaban preparadas para asumir el suyo. Realmente, ninguno de nosotros lo estaba. Y, para empeorar las cosas, las chicas ni siquiera podían saber si los hombres con los que estaban compartiendo habitación estaban realmente cuerdos.

El hielo empezó a romperse cuando serví la cena.

Capítulo 9

La información no salió de forma tan fluida. No fue ni mucho menos un proceso tan conciso y tan desapasionado como el que voy a describir. Podría decirse que, aunque de forma interrumpida, las historias fueron saliendo solas. Al cabo de un rato, ya bajo los efectos desinhibidores del alcohol, y con el estómago lleno, empezamos a charlar. El ambiente pasaba rápidamente de la melancolía a la frialdad, en una mezcla de emotividad y crudo realismo. Abundaba el arrepentimiento y la nostalgia, que habían sustituido al dolor y la pena que probablemente nos había embargado a todos tres años atrás.

Empezaré por Cissie. Como yo, Cicely Rebecca Briley era de parentesco mixto: padre inglés y madre de origen judío. Sus padres regentaban un bar en Islington, y ella ayudaba detrás de la barra —ilegalmente, claro está— hasta que fue lo suficientemente mayor para encontrar otro trabajo. Eso ocurrió allá por el año 1941, cuando Cissie tenía dieciséis años. Durante la guerra, como la mayoría de los hombres estaban luchando en el frente, el país necesitaba que las mujeres ocuparan sus puestos de trabajo, así que Cissie comenzó su vida laboral en un torno de una fábrica.

El mismo día en que bombardearon la fábrica y una pieza de metal le cortó la cara de lado a lado, el bar de sus padres quedó destrozado por una de esas bombas voladoras, las primeras VI de la aviación alemana, que los nazis lanzaron contra Inglaterra y Bélgica en junio de 1944. El padre de Cissie, Henry Briley, ya estaba muerto cuando la brigada de rescate lo desenterró de entre los escombros. Su madre, Raquel, sobrevivió casi tres días más con un brazo amputado y las dos piernas y la pelvis aplastadas. Como había que dejar sitio para los heridos más graves, Cissie sólo pasó una noche ingresada en el hospital. Cuando salió, no tenía ningún sitio a donde ir. Tardó dos días en encontrar el hospital donde estaba su madre, pero, para entonces, Raquel ya había muerto. Sin casa, sin familia y sin trabajo, Cissie se fue a vivir con unos parientes y empezó a trabajar conduciendo ambulancias. Eso le permitió canalizar su rabia y su angustia y darse cuenta de que la suya no era ni mucho menos la única tragedia de esa terrible guerra. Un año después, cuando Hitler ya estaba perdiendo la guerra, las V2 sustituyeron a las VI. Fue entonces cuando todo cambió.

Ella no podía entender por qué la gente caía muerta a su alrededor cuando las bombas explotaban en otras partes de la ciudad, pero al principio nadie, ni siquiera los militares, ni el propio gobierno, lo entendía. Fue un auténtico infierno, aunque las escenas de pánico duraron poco, tan poco como las personas. Era una auténtica pesadilla, observar cómo la gente moría sin razón aparente a su alrededor pensando que ella podía ser la siguiente en caer. Al ver que la enfermedad no la afectaba, las autoridades la llevaron a un hospital para hacerle un análisis de sangre. Y, antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, estaba a bordo de un camión lleno de AB negativos de camino a una clínica de Dorset. Fue en ese camión donde conoció a Muriel Drake.

En el sanatorio les hicieron todo tipo de pruebas, aunque los científicos no consiguieron averiguar qué es lo que los hacía inmunes a lo que fuese que hubieran descargado las bombas V2. Para empeorar todavía más las cosas, los propios médicos fueron muriendo y la investigación tuvo que interrumpirse mientras buscaban investigadores médicos que también fueran AB negativos. Además, y por si eso fuera poco, los grupos sanguíneos no se habían empezado a investigar seriamente hasta la década de 1930, por lo que los conocimientos eran muy limitados en ese campo.

Por lo visto, la enfermedad —el gas o el veneno o el virus, todavía no se sabía lo que llevaban dentro esas últimas bombas V2— afectaba al sistema sanguíneo, estimulando una reacción química que aceleraba la coagulación de tal manera que, en tan sólo unos minutos, la sangre se solidificaba en los principales vasos sanguíneos del cuerpo, lo cual provocaba una tromboembolia; fue Muriel quien se acordó del término exacto. Por lo visto, las venas del corazón, de los pulmones y del cerebro quedaban completamente obstruidas, con lo que se producía una inmensa congestión en el resto de los vasos sanguíneos. Muriel también nos explicó que la oclusión venosa, o sea, la excesiva cantidad de sangre no coagulada sin ningún sitio a donde ir, provocaba las inflamaciones y las hemorragias masivas. Por lo visto, los dolores que resultaban de ello eran tan atroces que la mayoría de las víctimas perdían el conocimiento antes de morir.

Las terapias anticoagulantes no servían, porque incrementaban las hemorragias, mientras que los medicamentos coagulantes sólo intensificaban la trombosis. Los médicos no habían conseguido averiguar qué es lo que hacía que la sangre del grupo AB negativo no se viera afectada por la enfermedad, por qué eran inmunes a la enfermedad sus portadores. Todos los países desarrollados del mundo habían buscado desesperadamente una solución, un antídoto, pero nadie había conseguido dar con el remedio. Y así había ido transcurriendo el tiempo, hasta que, un día, el propio personal de investigación abandonó la clínica sin ninguna explicación; los médicos se habían dado cuenta de que no había solución.

Para las cobayas humanas que quedaban en la clínica en cierto modo fue un alivio. Ya no les harían más exámenes médicos, ni les extraerían más sangre ni más muestras de tejido. Tampoco habría más viajes al pabellón de acceso restringido de la clínica, donde se sospechaba que, además de operaciones quirúrgicas, se realizaban transfusiones experimentales de sangre, aunque nunca se pudo confirmar, porque ningún paciente volvió con vida. Pero, al desaparecer el personal de investigación, también desaparecieron los soldados que custodiaban a los «reclusos»; tras las primeras semanas, ninguno de los pacientes permanecía voluntariamente en la clínica. A esas alturas, todos sabían que iban a morir y no había ninguna razón para quedarse a esperar la muerte en la clínica.

Las cobayas humanas, unas cien personas en total, no tardaron en marcharse por distintos caminos, pero Cissie y Muriel decidieron seguir juntas.

Muriel Drake pertenecía a una clase social muy distinta de la de Cissie, aunque el hecho de ser hija de un lord no le había proporcionado ningún privilegio en la clínica; supongo que el pánico no entiende de clases. Por la razón que fuera, las dos chicas confraternizaron y se ayudaron mutuamente en esos tiempos de dolor e incertidumbre. Como casi todo el mundo, habían perdido a sus familiares y sus amigos, así que decidieron seguir juntas cuando la clínica empezó a vaciarse.

La madre de Muriel, lady Daphne Drake, había muerto durante el primer año de la guerra, aunque no precisamente por culpa del Führer. Un autobús de la línea 14 la había atropellado mientras cruzaba Picadilly Circus después de asistir al espectáculo musical
Debajo de tu sombrero,
en el que Jay Hullbert se enfrentaba a unos espías nazis bailando la conga. El autobús la mató en el acto, dejando a Muriel sola con su padre, lord Montague Drake, pues los dos hermanos mayores de Muriel se habían alistado, en contra de los deseos de su padre, y estaban en el frente, uno en la armada y el otro en un escuadrón de la RAF con base en Malta. Muriel no había tenido noticias de ninguno de ellos desde que sobrevino la Muerte Sanguínea, así que suponía que ambos estarían muertos. Aunque la casa de la familia estaba en Hampshire, ella había vivido la mayor parte de su vida en el piso que tenía su padre en Kensington. A los dieciséis años había entrado en el STA, el Servicio Territorial Auxiliar. Mientras nos lo contaba, Muriel insistió en que no había nada raro en ello; era lógico que todos los súbditos del rey ayudaran a la patria. ¿Acaso no había ingresado en el STA la mismísima princesa Isabel justo antes de cumplir los diecinueve años?

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