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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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Opuso resistencia, pero fue inútil. Los dos soldados eran mucho más fuertes que él y su tenaza inflexible. Lo levantaron por las axilas y lo llevaron casi a rastras por los pasillos de la planta hasta el laboratorio A-1. Allí lo tumbaron boca abajo en una mesa de operaciones, iluminada por dos grandes lámparas. Mientras uno de los soldados oprimía su espalda con todo su peso para inmovilizarlo, el otro comenzó a atarle los pies a la camilla con las correas fijadas al bastidor de la mesa de operaciones.

Ned no podía verla, pero la comandante entró en el laboratorio y contempló durante unos segundos la escena. Luego recorrió el espacio que había entre la puerta y la cabecera de la mesa de operaciones y se situó frente a él. Sólo podía ver sus pantorrillas y sus pies.

—La resistencia es inútil —sentenció.

Los gritos de Ned no la conmovieron en absoluto. Al contrario, la hacían disfrutar. A un lado, sobre una plataforma metálica con ruedas, había varios instrumentos médicos y una especie de cápsula transparente sobre un platillo. Ned volvió la cabeza y pudo ver a la comandante empujando la plataforma, hasta que quedó delante de sus ojos. Quería que Ned fuera capaz de distinguir el objeto del interior de la cápsula. Se trataba de una minúscula pastilla alargada de color oscuro, de la mitad de tamaño que un grano de arroz.

—Este microchip es el último desarrollo de nuestros científicos. Una maravilla que se inyecta en la médula, recorre por ella el espacio que la separa del cerebro, y se une a él como un parásito. Entonces puede causar placer o dolor, modificar el cóctel de sustancias químicas que lo vuelven a uno agresivo y rebelde o tranquilo y pacífico. En suma, es capaz de anular la voluntad y transformar al individuo en un juguete de control remoto. Lo mejor es que el sujeto portador ignora que su pensamiento está siendo controlado.

El soldado que aferraba las piernas de Ned se dispuso ahora a sujetarle la cabeza. Antes de que pudiera inmovilizarla con otra correa, la comandante le hizo un gesto para que esperara un momento. Realmente estaba disfrutando con aquello, llena de soberbia y complacencia.

Ése fue su error. Nunca habría imaginado que Ned se atreviera a obrar con tanta audacia. Subestimaba el peligro ante un animal herido. Aunque ese animal fuera aparentemente inofensivo.

Si meterse en la boca del lobo era lo que Ned había hecho para que lo atraparan, no había otra salida que usar al propio lobo como escudo. Con un movimiento en el que empleó toda la fuerza de que su cuerpo fue capaz, logró hacer que el soldado que lo sujetaba se desequilibrara. Ese instante inesperado le dio una fracción de segundo para agarrar a la comandante por la guerrera y atraerla hacia sí, haciéndola hincar las rodillas en el suelo. Cuando los soldados reaccionaron, Ned ya había cogido un bisturí de la mesa en que se hallaba el microchip y lo tenía en el cuello de la mujer.

—¡Soltadme o la mato! ¡Vamos!

Un hilo de sangre recorrió la garganta de la militar. Ned estaba dispuesto a matarla de verdad si no lo liberaban. Aunque él también resultara muerto, el mundo se libraría de un ser diabólico como Demelza Taylor.

—Haced lo que dice —les ordenó ella.

Sus ojos ahora mostraban al menos una emoción: miedo.

Sin dejar un instante de aferrarla, Ned esperó a que los soldados aflojaran las correas de sus piernas. Se incorporó de un salto sobre la mesa de operaciones y atrajo aún más hacia sí a la comandante. Después se puso en pie y se colocó detrás de ella.

Los soldados le apuntaban con sus armas.

—Tirad las pistolas y no se os ocurra salir de aquí; de lo contrario, ya sabéis lo que haré.

Una nueva presión en el cuello de la comandante bastó para que obedecieran.

—Tú y yo nos vamos juntos —dijo al oído de la mujer—. ¡Camina!

Siempre de cara a los soldados, Ned salió de la estancia y cerró la puerta con su mano libre, rompiendo luego de una patada el cerrojo electrónico. La comandante trató de zafarse, pero no era tan fuerte como él y no lo consiguió.

En el pasillo no había nadie más. Ned estaba seguro, sin embargo, de que el lugar estaba repleto de cámaras de vigilancia. Atravesaron varios controles de seguridad, usando la tarjeta magnética de la comandante, hasta llegar al núcleo de los ascensores.

—Ahora vamos a salir al exterior. Espero por tu bien que nadie intente impedírnoslo.

36

Las cámaras de vigilancia siguieron el camino de Ned y la comandante Taylor a lo largo del pasillo que desembocaba en los ascensores. Quienes vigilaban todos sus pasos le permitieron llegar a la zona superior sin intervenir. Pero arriba esperaba una legión de hombres armados, que apuntaron las armas a su cabeza en cuanto se abrieron las puertas.

—¡Bajad las armas si no queréis que ella muera! —gritó, escudándose con el cuerpo de la comandante, y apuntándoles a su vez con la pistola que había cogido de su cinto.

Ninguno de los soldados movió un músculo. Todos se mantuvieron con pulso firme apuntando hacia la cabina del elevador. Afuera, únicamente se oía el sonido de un avión despegando.

Ned apretó un poco más el filo del bisturí contra el cuello de la mujer y un nuevo reguero de sangre lo recorrió hasta el cuello del uniforme.

—¡Obedecedle, maldita sea! —dijo la comandante.

En otras circunstancias, el jefe de la base habría dado orden de abatir a Ned, aunque para ello tuviera que arriesgar la vida de su escudo humano. Pero la comandante Taylor era demasiado importante. La necesitaba para poner en marcha el programa de viajes en el tiempo.

Por el intercomunicador que llevaban en su oído, los soldados recibieron la orden de bajar las armas y apartarse. Pero Ned seguía acorralado. Poco importaba que tratara de huir, o incluso que consiguiera salir de la base. La cacería podía prolongarse un poco más o un poco menos, pero el resultado sería el mismo. Un solo hombre sin entrenamiento militar jamás lograría vencer una batalla como ésa.

Aunque eso era justo lo que él pretendía. Cuando Ned se vio libre de las armas que habían estado apuntándole, abandonó la cabina del ascensor con la comandante siempre por delante de él. Caminó muy despacio, pegado a ella y con la espalda contra una de las paredes, hasta la entrada del edificio. Allí volvió a usar la tarjeta de la comandante para superar el último control de seguridad.

Afuera lucía el sol del atardecer, próximo al horizonte. A un lado se encontraba una estación de comunicaciones, con su gran antena girando en lo alto. Enfrente había un hangar, separado por una vía de dos carriles del edificio que acababan de abandonar. Ned observó la zona tratando de descubrir con rapidez un modo de cruzar la carretera sin ofrecer un blanco fácil a un posible francotirador. Aprovechó el momento en que un camión la atravesaba para empujar a la comandante hacia el vehículo, a su paso.

Una detonación precedió al impacto de un proyectil en la pared del hangar. Ned notó el silbido muy cerca de su oído. Había estado a punto de alcanzarle. Aun así consiguió llegar al otro lado y situarse de nuevo con la comandante como escudo.

—¡Hijos de puta! —gritó Ned al invisible francotirador, y dio un tiro al aire.

No había tiempo para más precauciones. Allí fuera sólo era cuestión de tiempo que lo abatieran. Corrió de lado, con la comandante ante él, hasta la parte delantera del hangar. Por su boca asomaba el morro ancho y chato de una aeronave extraña. Sólo al entrar, a cubierto del fuego exterior, Ned pudo verla en su totalidad. Se trataba de un WEAV,[2] un aparato que conocía bien aunque era la primera vez que lo veía físicamente. Lo recogió en su último libro, en el capítulo dedicado a armas secretas, y podría definirse propiamente como un «platillo volante»: forma lenticular, abultada en su centro y afilada en los extremos. Pero su tecnología no era extraterrestre, ni mucho menos, sino que se basaba en un prototipo diseñado por la Universidad de Florida, y que empleaba el novedoso sistema de propulsión de plasma. Como sospechaba, habían construido un modelo plenamente operativo.

El piloto estaba debajo, vestido con el traje y a punto de subir por la escalerilla para realizar un vuelo de prueba. Ned le apuntó con la pistola y amartilló el gatillo.

—¡Quieto!

El piloto se volvió y levantó las manos.

—Nunca lo conseguirás —dijo la comandante entre dientes.

Ella parecía haber leído en la mente de Ned la loca idea que acababa de ocurrírsele.

—Eso lo veremos… Tú, entra en la nave —ordenó al piloto.

Ned lo siguió con la comandante firmemente asida. La cabina, situada en su centro, sólo disponía de dos plazas. Tenía que tomar una decisión. Si soltaba a la mujer, perdería su mejor seguro de vida. Pero necesitaba al piloto para salir de la base.

—Enciende los motores, o lo que coño sean…

El piloto cruzó una mirada con la comandante y obedeció. Después de pulsar varios controles en el cuadro de mandos, empezó a escucharse una especie de zumbido eléctrico que incrementó su intensidad rápidamente.

—Es hora de despedirnos, Karen —dijo Ned con desprecio, sobre todo al pronunciar la última palabra.

Antes de empujar a la comandante fuera de la cabina, le dio un bofetón como el que había recibido de ella cuando estaba en la celda.

—Espero que éste no se te olvide nunca —le dijo; y luego, dirigiéndose al piloto con el cañón de la pistola sobre su cabeza, añadió—: ¡Vamos, levanta este trasto y pisa el acelerador a fondo!

El WEAV se elevó, flotando en el aire como por arte de magia. Retrajo sus apoyos del suelo y salió del hangar a toda velocidad, entre destellos de aire ionizado.

La comandante corrió afuera, con los ojos encendidos de cólera y gritó como si su voz emergiera del Averno:

—¡Disparaaad!

A su espalda, una nube de soldados emergió de todas partes y abrió fuego contra la aeronave. Pero ésta se encontraba ya fuera de su alcance. A diferencia de la comandante, el piloto, e incluso el prototipo, sí debían de ser prescindibles.

Si todo lo que Ned había averiguado sobre aquella aeronave para su libro era cierto, su capacidad de maniobra y su velocidad superaban a las de cualquier avión convencional, hasta la de los más avanzados cazas.

—Pon rumbo a Las Vegas. Y no hagas ninguna tontería. No pienso dejar que me cojan vivo.

A miles kilómetros de allí, en Suiza, el profesor Stephen Lightman terminaba su almuerzo. Esa misma tarde iban a comenzar los ensayos que podrían confirmar sus teorías o desterrarlas para siempre. Un momento culminante de por sí, que, de resultar exitoso, culminaría a su vez dentro de tres días, cuando el profesor llevara hasta el extremo de su capacidad al acelerador de partículas LHC.

Entonces, y sólo entonces, casi a la velocidad de la luz, dos partículas muy especiales se harían colisionar. La energía liberada en semejante choque podría equipararse a la de un Boeing 747 impactando con un Airbus A-380 a cien veces su velocidad máxima de vuelo. Eso debería provocar la aparición de una nueva partícula. La partícula que Lightman estaba buscando; tan extraña que estaba libre de las clásicas limitaciones del espacio y el tiempo, en la más amplia extensión del concepto.

Si tal partícula existía en realidad, daría la llave capaz de abrir una puerta en la última frontera: la que liga la materia a su lugar en el universo y a su fecha temporal determinada.

El científico había comido a solas en uno de los comedores de las instalaciones del CERN. Dejó su bandeja en un carrito y se dirigió hacia el exterior. Afuera, un paisaje intensamente verde se entendía entre las fronteras de Suiza y Francia. Su corazón se llenó de gozo en la contemplación. No podía saber que su experimento era capaz de destruir toda aquella hermosura. Destruir su espacio y su tiempo y convertirlos en una singularidad de la que, ni siquiera una luz tan hermosa como aquella, podría escapar.

La carretera atravesaba el desierto como una línea gris en un océano pajizo. Sólo circulaba por ella, en varios kilómetros a la redonda, un viejo camión cisterna que se encargaba de abastecer varias estaciones de servicio en aquel paraje yermo y desolado. El conductor era un hombre casi anciano, que había nacido en México muchos años atrás, pero tuvo que emigrar a Estados Unidos en busca de una vida menos mala que la de sus padres.

De la radio emergía una ranchera de Vicente Fernández. El hombre la canturreaba con su voz rota por los cientos de miles de cigarrillos que había consumido, y que ahora le consumían a él, poco a poco pero con la misma avidez. Echó un trago de agua y encendió otro cigarrillo.

—Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera, sé que tendrás que lloraaar…

Tenía la mirada perdida en el horizonte. Primero vio un pequeño punto oscuro sobre el cielo anaranjado del atardecer, que se hizo más grande rápidamente hasta convertirse en un disco aplastado.

No pudo evitar callarse y torcer el gesto al pensar en las historias de ovnis y hombrecillos verdes que corrían por toda la región. Él no creía en esas majaderías. Carecía de estudios, pero no era tonto.

Sin embargo, el disco en el cielo seguía creciendo de tamaño y aproximándose a su posición. La pequeña imagen de la Virgen de Guadalupe, adherida al salpicadero del camión, vibró con un pequeño bache. El hombre la miró un momento, asustado. Encomendándose a ella, nada malo le podía ocurrir.

Sin darse cuenta, invadió el carril contrario. Por fortuna, no venía nadie, y siguió avanzando sin percances. Sólo cuando el platillo volante llegó a su altura y lo superó, el hombre perdió el control del vehículo por un momento. Lo mismo le ocurrió cuando dos cazas pasaron justo después sobre su cabeza, a toda velocidad. Su estruendo anuló el sonido de la radio y del motor.

El hombre siguió a las aeronaves por el retrovisor, con ojos muy abiertos y pasmados, hasta que los intensos botes de la suspensión fuera de la vía asfaltada le hicieron volver en sí. Pisó a fondo el pedal del freno y las ruedas patinaron en la tierra seca. Estuvo a punto de volcar, pero logró en el último momento dominar el camión, que quedó detenido entre una enorme nube de polvo.

El hombre bajó de la cabina a toda prisa y oteó el horizonte por donde había desaparecido la extraña nave perseguida por los cazas de la fuerza aérea. Se santiguó tres veces seguidas y pronunció un balbuciente «Jesús, María y José». Ya no pudo ver nada. Sólo apareció ante sus ojos, en el horizonte, la lejana figura de la ciudad de Las Vegas. El sol, en el oeste, se hallaba próximo al ocaso.

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