A bordo del naufragio (15 page)

Read A bordo del naufragio Online

Authors: Alberto Olmos

BOOK: A bordo del naufragio
3.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

... Tu estación. Las puertas se abren. Sales. Deseas volver a tu sótano, a tu pecera, a tu cama. Caminas mirando al suelo. No hay mucha gente a tu lado. La puerta que dice salida se abre sola y tú bendices el milagro aprovechándolo. Pero no hay milagro: un negro de pelo crespo, mirada de pan, sonrisa blanca, sujeta la puerta con la mano derecha y mantiene la izquierda mendicante. Te registras los bolsillos y encuentras una moneda de veinticinco pesetas y cuatro duros. Se lo entregas y sigues tu camino. En la calle vive el bullicio de la primera cerveza del día. El viejo de la bolsa de plástico no está. No te preocupes, mañana vuelve. Él no es como tú, es como el abuelo, un tipo duro; y seguro que también piensa, como él, que los jóvenes de ahora sois una mierda y que deberíais estar todos colgados por blandos y quejicas y maricones. Los hombres de antes eran más duros, esto también lo dice tu abuelo, aguantaban cualquier cosa que se les echase encima, nunca iban al médico, era el médico el que tenía que perseguirlos, sanarlos a la fuerza. Tú eres pueblo espurio, vergüenza para tu abuelo, el hombre de granito, que trató de hacerte pétreo a ti también, que lo intentó, Dios sabe que lo intentó, pero contigo no había ninguna posibilidad desde el principio. Tu vida consiste en dejarte vivir. Huyes del conflicto, huyes del futuro, acoges como puedes las puñaladas del pasado y sobrevuelas la realidad asido a tus libros alados. Tu capacidad para perder el tiempo es infinita. Te pasas las horas perdiendo minutos. Lamentas cada segundo que arde en vano, pero sabes, grandísimo bellaco, que en realidad te sobran horas para sufrir. No te importa que los días caigan imparablemente; lo que te jode es que caigan sobre tus espaldas, convirtiéndose en lastre adicional, nueva brecha, la peor en verdad, pues el tiempo cura todas las heridas salvo la que el propio tiempo produce. No pienses que por llegar a tu pecera el día se va a arreglar. Tú eres el peor enemigo de ti mismo. No hay nadie en esta calle, tu calle, que te odie tanto como te odias tú. ¿No te das cuenta de que tú sabes mucho más de lo que ellos te dicen, te gritan, te aseguran que sabes? ¿No ves cómo te engañan, cómo ante ti mismo adulteran lo que tú eres? ¿No comprendes que debes ponerte en pie alguna vez en la vida, aunque sólo sea una, y decir tu nombre, afirmarte como eres, distinto, otro? No, no comprendes nada. Me doy pena en ti. Te das pena en mí. La cabeza ya retumba, te acuchillan punzones y avispas, quieres saltar en pedazos, quebrarte, sacar de ti eso que tanto odias y que no es otra cosa que tú mismo. Estás loco. Nadie se pasa toda una mañana pensando estas cosas. Nadie se pasa toda una mañana pensando nada en absoluto. Deliras. Tú no piensas, sólo deliras. ¿Qué significa delirar? No lo sé, no me importa, olvida las palabras, olvida las palabras que significan algo, céntrate en las que no tienen significado en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, céntrate en los nombres propios y las palabrotas, y en las sílabas lábiles que sueltan los recién nacidos. Eso sí importa, lo demás es mentira. La lengua oculta en lugar de enseñar. Hay algo en ti que el castellano, idioma orgulloso, no puede contar, imitar, retratar. Ni siquiera solecismo en mano, rompiendo, pueden las palabras captar al hombre. No hay ni un solo personaje en la historia de la literatura que no sea pastiche, boceto. Dios no sólo no juega a los dados, además es analfabeto. Ya estás cerca de tu apreciada pecera. Entras en el portal, la lobreguez aumenta. Bajas las escaleras. Los rectángulos de luz del suelo son ahora más blancos, imperantes. El pasillo parece un paso de peatones angosto y largo. Tu puerta al fin. Sacas las llaves, introduces la redonda y abres. Ya estás a salvo, en la oscuridad y el silencio, acompañado de objetos y polvo, cacharros por fregar, rendijas de luz corpórea, olor a tierra y libros abiertos ...
por qué lees tantos libros
... Tiras la mochila sobre la cama, rebota y cae al suelo. Ahí te quedas. En dos pasos estás en el comedor, abres el frigo, agarras esa botella de Ribera que tienes a medias contigo mismo y te estás cinco segundos bebiendo. Dejas la botella sobre la mesa y buscas algo para comer. Lo encuentras rápidamente: sólo hay naranjas putrefactas y latas de atún. Coges una lata. La dejas encima de la mesa. En la cocina pillas tenedor y abrelatas. Vuelves, pones la tele, te sientas, qué suerte: está tu anuncio favorito. Ella llega al portal de su casa, abre el buzón, toma el correo y sube las escaleras. En la cocina toma asiento y abre una carta, ilusionada tras haber leído el remite. A medida que va leyendo, su alegría se torna tristeza, le brillan los ojos, parece que vaya a desplomarse. Acaba de leer la carta, la mira incrédula, mira a su derecha, toma un tarro de café, se prepara una taza, la bebe cogiéndola con ambas manos, mirando al frente, como si bebiera del santo grial, y se va relajando, tranquilizando, y coge la carta y hace un avión con ella, y lo lanza con indiferencia lejos de sí, sonriendo malvadamente. Ya has abierto la lata de atún. Hincas el tenedor y te llevas el primer trozo a la boca. Tras la publicidad hay un avance de noticias en el que repiten de nuevo la catástrofe ésa. Hay llantos y alaridos, un hombre con la cara ensangrentada, un coche ardiendo al fondo, lágrimas, muchas lágrimas de ojos de niño y de ojos de mujer y también de ojos de hombre y seguro que en el Gran Ojo también ha florecido una enorme y perfectísima lágrima para bendecir la nueva escabechina que los terroristas, los elementos, la negligencia o el amor han causado sobre la tierra. Tomas el Ribera. Y piensas: en fin, lo de siempre. Y sigues con el atún. La televisión te sirve de postre una serie cuya acción transcurre en una idílica playa plagada de palmeras y mujeres de mazapán. La obviedad del gancho sexual ofende tu inteligencia y cambias de canal. Un concurso. Adoras los concursos, los adoras porque siempre son conducidos por una mujer magnífica de carnes y alba de sonrisa. Es más sutil que las series playeras, no te sientes tan cavernícola. La tele, en estos concursos, se convierte en un barco, sí, una nao que principia en los senos de la presentadora/cariátide y finaliza en el tubo de imagen. ¿De qué va este concurso? ¿No lo sabes? Pues irá de lo mismo que todos, de gente corriente que considera un enorme regalo aparecer en la sobremesa de millones de españoles y que, además, se lleva algún premio, o dinero. Aunque ahora, no se sabe muy bien por qué, la tele se ha vuelto huraña, pues no hace ni diez años que en el Un, dos, tres, te daban tal que tres coches, o un apartamento en el Mar Menor, y hasta te dejaban llevarte a casa la tarjeta con las preguntas. Ahora, ni te dan coches ni te dan apartamento, y mucho menos te dejan de souvenir las tarjetitas, porque ni siquiera las tienen. La televisión no cabe duda de que degenera con los años, como un viejo gagá o una fruta fuera del frigorífico. Y eso que la televisión es de la familia, más que las tías o las nueras. Más incluso que Toby o Dino o Trosky (la gente saca a relucir su mal gusto cuando bautiza al can). Y es una pena (lo del perro, se entiende), pues mira tú que el animal te trae las zapatillas y los chanclos y te escucha cuando le hablas y se te mea en las macetas y, hombre, es más dinámico, te llena la casa, no como la dama hertziana, que parece que te convoca con su estatismo imperial (venid a verme, venid a verme) y que es además egotista, nunca escucha, sólo habla gilipolleces y cocacola, y a la chica del nescafé sólo la ponen dos veces al día, los cabrones. Así que renuncias al cacharro y lo apagas. Te desplomas sobre el sofá y te quedas a la expectativa. (¿A la expectativa de qué?, a la expectativa de nada.) La televisión, azogue, parece una lápida cuya inscripción ha sido borrada por el tiempo. El frigorífico impone ahora su ronroneo trémulo de vacío y naranjas podridas. Sobre la mesa, la botella de vino proyecta su sombra chata y fálica, arrebolada. El suelo está sucio y el techo es un espejo sobre el suelo, con una bombilla colgando como una cereza transparente. Las paredes, sepia, están impregnadas de subsuelo (esto es un sótano, recuerda) y luz eléctrica y, por ello, susurran un rancio olor a claustro. Sobre tu cabeza pende un cuadro cinegético y malo. Y tú estás aquí, con las cosas, inmóvil como ellas, polvoriento, viejo, hastiado, como ellas. No te creas superior por ser humano. No te creas nada por ser humano, por pensar (por pensar tonterías). En estos momentos, tú estás a la altura de los objetos. Eres un objeto. Cada enser de este cuarto, el cuarto mismo, es tan importante como tú. Si sonara el timbre, recuperarías tu trono, volverías a ser el centro de este espacio. Pero ahora, mirando, amando, deslizando lentamente la vista sobre cada forma, sintiendo que los objetos te hacen compañía, te hayas en otra dimensión, acaso la dimensión más recóndita sobre la tierra, acaso el momento más íntimo del hombre, acaso tú mismo. Esto, y no otra cosa, es la soledad. Tú lo sabes. Quizá sea lo único que sabes. Por el mundo circulan muchos libros sobre la soledad, mucha canción de abandonado, muchos anuncios de contactos, cuando, en realidad, la mayoría de la gente lo más cerca que ha estado de la soledad ha sido durante esos dos minutos cuarenta segundos que dedican a esperar el metro. La soledad es el lancinante patrimonio de tipos como tú, jóvenes que no coadyuban al enriquecimiento de las discotecas, las licorerías, los cabrones colombianos y las farmacias de guardia. Sois la caterva disgregada y oscura que mira mucho al suelo, pesimistas a prueba de bomba, soldados de la derrota, víctimas del sistema, marginados sin oenegé. Para vosotros no se hacen los anuncios ni las encuestas de opinión, los vaqueros ni las hamburguesas. Para vosotros no se hace nada, salvo quizá Doctor en Alaska, Documentos TV, Días de cine, Metrópolis, Europa y W. C. Fields. Sois la inmensa minoría, el coro de mudos, los grandes masturbadores. Sois el futuro de la nada, los epígonos del cero, la nulidad hecha carne. No sólo vestís pesimismo, además es lo mejor que se puede decir de vosotros. Tú no quieres ser feliz, admítelo. Sabes que se puede ser perfectamente feliz siendo un hijo de puta, violando niños o prevaricando, y te has concentrado en lo de no ser un hijo de puta antes que en lo de ser feliz. Y así te va. Esto no es ¡
Qué bello es vivir
! Nunca lindas vírgenes de ojos ingenuos se casan con hombres honestos y buenos. Aquí sólo salen adelante los caraduras y los que quieren comerse el mundo, los chicos de las primeras filas, esos perros adiestrados desde pequeños para la vida, mastines que no duermen porque temen que alguien coma de su plato de matrículas de honor. Y tú estás harto, quieres dejar de ser bueno, quieres, directamente, ser malo, malísimo, atroz. Deseas ocultar, sepultar, tu conciencia cívica, la moral castellana, y dar rienda suelta a los instintos, a lo más negro de ti, a eso que reprimes matándote. Nadie te escucha aquí, dentro de ti. No hay micrófonos escondidos en tu cerebelo, y aprovechas que el pensamiento no delinque (todavía no sabes de dónde ha salido este amable precepto) para idear todo tipo de delitos. Lo malo será cuando estalles, cuando te vuelvas todavía más loco y empieces a volar edificios, o a matar presidentes de los Estados Unidos. A la gente como tú deberían encerrarla, eres un peligro, una bomba de relojería. Y aquí estás, sigues estando, estarás durante no se sabe cuánto tiempo. Frigorífico, televisión, botella, mesa, cuadro, sofá, tú. Una reunión muy animada, muy jacarandosa y facunda, sí señor. Es una putada que los objetos no hablen; si hablasen, estaríais en igualdad de condiciones. Sería el colmo: una soledad dialogada (sonora, decía el hipocondríaco). Aunque también podría ser al revés: no pienses tú. Ya estamos de nuevo, no pensar, no pensar, no pensar. Todo el rato con lo mismo. ¿No te das cuenta de que es imposible no pensar? ¿Por qué? Pues porque sí, no sabría decirte, no soy neurólogo (no soy nada). También tengo que reconocer que, si no pensaras, yo no sería ni siquiera nada. Yo soy tu pensar y, claro, no te voy a decir que es posible obviarme, no soy tan rematadamente gilipollas. ¿Qué quieres, que te jalee y anime a matarme? Eres tú, recuerda, el de la autolisis, a mí no me incluyas, yo quiero vivir como el carbón vigilante o la yerba dura (esto es de Aleixandre, perdona), estoy bastante alegre entre libros y celuloide, el mundo de la idea es mi mundo, soy yo, tú estás fuera de órbita, quieres ser instinto
(Taxi Driver
, etcétera), vamos, que eres un irracionalista. Pero lo cierto es que no tienes nada que hacer contra mí, estoy siempre presente, viéndote vivir, confundiéndome de vez en cuando contigo, volviéndote loco, quién soy yo, quién eres tú, quién eres yo, quién soy tú..., vaya jaleo, ¿eh, compañero? Frigorífico, televisión, botella, mesa, cuadro, sofá, tú. El frigorífico blanco y rumoroso, la televisión dormida dentro de sí misma, la botella como una pera dadaísta, la mesa decorada con redondeles de leche, como cráteres planos, incompletos, borrándose; el cuadro sin firma ni pinceladas, el sofá cenagoso, batiburrillo de colores, que te soporta, te acoge, como a un rubí falso engastado en un cojín viejo. Y el suelo, no olvides el suelo, porque esté a tus pies no debes despreciarlo. El suelo, firmado de cabellos negros, compuesto de baldosas ligeramente ambarinas, jaspeadas, colocadas con esmero por un albañil que probablemente ya esté muerto. El suelo sostiene al sofá que te sostiene, y sostiene también al frigorífico blanco chillón y a la tele de mudez cenicienta y a la mesa interplanetaria y, por ende, a la botella de vino de la Ribera del Duero. ¿Qué deseas en este momento, aquí, rodeado de electrodomésticos y cochambre? Desear, lo que se dice desear, no deseas nada. En todo caso, Elsa Anka o Yvonne Reyes, o a cualquiera otra presentadora de televisión. Aparte de eso, nada; nada de nada. Estás aquí perdiendo el tiempo, las horas sucesivas del tiempo, con la cantidad de cosas (algunas no rematadamente estúpidas) que se pueden hacer en esta ciudad. Estás aquí y te da igual estar aquí; te da igual hasta estar. Coño, a ver si vas a ser la reencarnación del Iluminado. Sí, este frigorífico hace las veces de bodhi, la botella es el arroyo de agua clara y es muy probable que la postura que ahora luces (piernas estiradas, mano derecha en la frente, brazo izquierdo colgando) sea una de las muchas que predica el yoga. Hagamos el test: primera pregunta, ¿crees que el dolor es universal? Efectivamente. Segunda pregunta, ¿deseas algo? Vagamente, más bien digo que no. Tercera pregunta (vas muy bien), ¿has aniquilado toda ambición? Sí, por eso me pongo en la última fila. Cuarta y última pregunta, ¿deseas alcanzar la paz del nirvana? O de los Smashing Pumkins o de Lola Flores, con tal de que sea paz. Enhorabuena, según tu actitud, podemos predecir y predecimos que tu karma devendrá, en la próxima reencarnación, en adinerado actor de cine americano, lo cual constituye el último paso del camino hacia la perfección, integrándote, tras fenecer, jubiloso y caballero, en el remanso de paz del nibbana. Y piensas: he leído demasiados cuentos de Woody Allen. Y piensas: ¿qué voy a hacer mañana si todavía no he encontrado un motivo para vivir hoy? Si pudieras dormir sería fantástico. No hace falta que tengas un sueño erótico, es igual; sólo dormir, estar sin estar, olvido. Te levantas y en dos pasos llegas a tu habitación. La luz del mediodía ha expulsado lo incierto de la habitación y puedes ver el desorden de novelas, calcetines, poemarios y calzoncillos que has creado. Te desplomas sobre la cama y te concentras en el voluptuoso bamboleo de tu cuerpo sobre el colchón. Tienes un conato eréctil y te pones boca arriba para que se quede en eso. No deseas extraer nada de tu cuerpo porque, desgraciadamente, de él no salen más que porquerías, pringues de varios colores, olores (y se supone que sabores), que luego hay que limpiar y olvidar rápidamente, para no sentirse por completo miserable. Tú notas un vacío inmenso tras el onanismo, una especie de carencia, como si la ausencia de receptáculo para tu semen te convirtiera en una suerte de asesino, o de mal padre que no ha dado estudios a sus hijos. Y no es que seas cristiano. O quizá sea justamente eso, que eres cristianísimo, tanto que no lo sabes, y que en realidad cumples a rajatabla los diez mandamientos, o bueno, los nueve mandamientos, pues que el cuarto podía haberlo borrado Moisés con la punta de la barba mojada en saliva. Lo cierto es que la masturbación supone, invariablemente, un fracaso, una mesa coja, una boca que se besa a sí misma. Una mierda. Del techo pende tu lámpara graduada, y pende también algún pentagrama concéntrico donde las arañas enseñan a las moscas el canto del cisne. El armario, molino de viento sin aspas, vierte su sombra sobre el escritorio barato e inestable, oscureciendo el albor (ya de por sí frustrado) de los poemas manuscritos y convertidos, posteriormente, en pelotas de papel. En las paredes, como ventanas de sueño, mienten seis cuadros de Van Gogh (mil novecientas noventa y cinco pesetas todo el lote) de treinta por cuarenta centímetros, de los cuales tu favorito es

Other books

Temple of The Grail by Adriana Koulias
Tribal Ways by Archer, Alex
Captured Sun by Shari Richardson
Spell of the Highlander by Karen Marie Moning
Dead End by Leigh Russell
Roadside Magic by Lilith Saintcrow
Holidays at Crescent Cove by Shelley Noble
6 The Wedding by Melanie Jackson