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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

¡A los leones! (11 page)

BOOK: ¡A los leones!
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—Ese desgraciado de los vigiles que has colocado en mi apartamento del sexto, Falco… Quiero que se vaya. No permito subarriendos.

—No, claro. Eso sólo lo permites cuando el inquilino se va de vacaciones y tú mismo cuelas en su casa a unos sucios realquilados y cobras el doble. Deja en paz a Petronio. Es un miembro de la familia. Sólo se quedará un corto tiempo mientras resuelve unos asuntos con su esposa. Y, ya que hablamos de mujeres, quiero hablarte de Lenia.

—No te metas en eso.

—Llega a un acuerdo con ella. No podéis seguir así. Los dos necesitáis vuestra libertad. Ese lío en el que os habéis metido precisa ser resuelto y la única manera es afrontar la situación.

—Yo ya he dejado claras mis condiciones.

—Tus condiciones son inaceptables. Lenia te ha dicho lo que quiere. Me atrevo a confesar que ella también ha sido demasiado exigente. Me ofrezco para un arbitraje. Intentemos alcanzar un compromiso sensato.

—Que te jodan, Falco.

—¡Siempre tan refinado! Esmaracto, esta terquedad es lo que originó la guerra de Troya dando pie a una década de desgracias. Piensa bien lo que te propongo.

—Me niego. Sólo pensaré en eso el día que te pueda borrar de la lista de mis inquilinos.

Le dirigí una mirada penetrante.

—¡Bien, en eso coincidimos! —Rodan y Asiaco empezaban a aburrirse e hicieron su habitual ofrecimiento a Esmaracto para aplastarme como a la masa pasada por el rodillo y convertirme en una tarta humana. Antes de que el amo decidiera cuál de sus perros de presa me sujetaba y cuál me saltaba encima, salí a la calle con tiempo suficiente para echar a correr hacia mi casa, pero no antes de preguntar a Esmaracto, como si tal cosa—: Ese Calíopo, el lanista, ¿es colega tuyo?

—No he oído hablar de él en mi vida —refunfuñó Esmaracto. En calidad de informador, igualaba sus repulsivas cualidades de casero; era arisco como un gato.

—Rodan y Asiaco estaban comentándome acerca de los entresijos de tu negocio. Supongo que ese nuevo y colosal anfiteatro anuncia una época de prosperidad a los organizadores de la
venatio
. Calíopo es uno de ellos. Me sorprende que un hombre de mundo como tú no lo conozca. ¿Y qué me dices de Saturnino?

—No lo conozco y, si supiera quién es, tampoco te lo diría.

—Generoso como siempre. —Por lo menos, aquello le hizo mostrarse preocupado de que su insolencia, de alguna manera sutil, me hubiera abierto los ojos—. ¿De modo que no sabías que los proveedores del circo están impacientes con la perspectiva de hacer fortuna cuando se inaugure oficialmente el nuevo recinto?

Esmaracto se limitó a lanzarme una mirada aviesa; yo sonreí y me despedí con un gesto. Llegué a casa a tiempo de quitarle de las manos a Helena la sartén del pescado antes de que los boquerones se pegaran.

Mi compañera esperaba que la reprendiese por hablar con tipos peligrosos, pero a mí me disgustan las discusiones a menos que tenga buenas razones para llevar la voz cantante y salir victorioso, de modo que evitamos el tema. Dimos buena cuenta de los pescaditos, ninguno de los cuales era mayor que una pestaña aunque todos tenían raspa; también había una col blanca pequeña y unos cuantos panecillos.

—Tan pronto empiecen a pagarme el trabajo del censo, vamos a permitirnos tomar unos buenos filetes de atún.

—La col es buena, Marco.

—Si te gusta, sí.

—Recuerdo que el cocinero de mi abuela la preparaba con un pellizco de
silphium
.

—El
silphium
ya es cosa del pasado, de los viejos tiempos de cuando las chicas iban vírgenes al matrimonio y todos creían que el sol era el carro de fuego de los dioses.

—Sí, hoy todo el mundo se queja de que el
silphium
que se puede comprar no es
silphium
ni es nada comparado con lo que era. —Helena Justina tenía un apetito insaciable por saber, aunque normalmente respondía a sus propias preguntas rebuscando en la biblioteca de su padre. La miré de reojo. Daba la impresión de hacerse la inocente respecto a algo—. ¿Hay alguna razón para eso, Marco?

—No soy ningún experto. El
silphium
siempre fue privilegio de los ricos.

—Es una hierba, importada en forma de polvo, ¿verdad? —dijo Helena, casi para sí—. Viene de África, ¿no?

—Ya no. —Me apoyé en los codos y la miré—. ¿A qué viene ese interés por el
silphium
? —Helena parecía decidida a no soltar prenda, pero la conocía lo suficiente como para deducir que aquello era algo más que una demostración de conocimientos generales. Me exprimí el cerebro para conjeturar qué era y luego declaré—: El
silphium
, conocido como Aliento de Cabra Pestilente por quienes no pueden permitírselo…

—¡Eso te lo inventas tú!

—Según recuerdo, es cierto que tiene un olor intenso. El
silphium
venía de la Cirenaica, sus habitantes protegían celosamente su monopolio…

—¿Se puede ver en las monedas de Cirene cuando te cuelan una en el mercado?

—Tiene el aspecto de un puñado de cebolletas.

—A los griegos siempre les encantó, ¿verdad?

—Sí. Y nosotros, los romanos, nos permitimos imitarlos, ya que tenía que ver con nuestro estómago, que siempre se impone a nuestro orgullo nacional. Era una sustancia de sabor fuerte, pero los agricultores de la zona donde crecía, mal aconsejados, dejaron que su ganado pastase en exceso en esas tierras, hasta que la preciada cosecha desapareció. Es probable que ellos causasen gran contrariedad a las ciudades que se ocupaban del monopolio del
silphium
. Cirene hoy es una ciudad muerta. El último brote del que se tiene noticia se lo enviaron a Nerón. Puedes imaginar lo que hizo con él.

—¿Hizo lo que pienso? —Helena abrió los ojos como platos.

—Se lo comió. ¿Y bien? ¿Qué pensabas? ¿Imaginabas alguna obscenidad imperial con esa hierba tan preciada?

—Claro que no. Sigue.

—¿Qué puedo añadir? No aparecieron nuevos brotes. Cirene entró en pleno declive. Los cocineros de Roma se lamentaron. Ahora importamos de Oriente una clase de
silphium
inferior y los paladares exquisitos de los banquetes se lamentan de la Edad de Oro perdida, cuando las hierbas pestilentes apestaban de verdad.

Helena reflexionó sobre lo que acababa de decirle y filtró por su cuenta mis exageraciones.

—Supongo que si alguien redescubriera la especia cirenaica haría una fortuna.

—El hombre que lo encontrase se le consideraría el salvador de la civilización.

—¿De veras, Marco?

Helena parecía entusiasmada. El corazón me dio un vuelco.

—Querida, supongo que no estarás sugiriendo que debería fletar un barco y viajar al norte de África con una azada y un morral, ¿verdad? Prefiero mil veces acosar a los evasores de impuestos, aunque sea como socio de Anácrites. En cualquier caso, el censo es mucho más seguro.

—Cariño, tú sigue apretando las tuercas a los defraudadores. —Helena estaba preocupada, decididamente preocupada; me había tolerado que levantara el plato de la col y me bebiera la salsa de cilantro—. Mis padres han tenido carta del joven Quinto, ya era hora. Y yo, también.

Volví a dejar el plato en la mesa de la manera más discreta posible. Quinto Camilo Justino era el menor de los hermanos de Helena y, en aquellos momentos, se hallaba en paradero desconocido junto a una heredera de la Bética con la que su hermano mayor se había comprometido para casarse. Justino, que en una época había gozado del interés personal del emperador y a quien se prometía una carrera política espectacular, era ahora un simple y malogrado vástago senatorial sin dinero (era presumible que la heredera hubiese sido privada de sus privilegios por sus decepcionados abuelos tan pronto éstos llegaron a Roma para una boda que no se celebraría nunca).

Seguía sin estar claro si el hermano favorito de Helena había huido con Claudia Rufina por verdadero amor. En caso contrario, se había metido en una buena. Tan pronto como los dos jóvenes se esfumaron y tras reflexionar sobre lo sucedido, todos caímos en la cuenta de que ella lo adoraba; a diferencia de Eliano, su pesado y aburrido prometido, Justino era un muchacho atractivo, de expresión traviesa y modales agradables. Yo tenía mis dudas sobre cuáles eran sus verdaderos sentimientos respecto a Claudia.

Con todo, incluso si le correspondía en su devoción, se había dejado arrastrar a una situación complicada. Había renunciado a toda esperanza de entrar en el Senado, había ofendido a sus padres, y se había lanzado a lo que, probablemente, se convertiría en una disputa de por vida con su hermano, cuya reacción vindicativa nadie podría criticar. En cuanto a mi, yo había sido tiempo atrás su seguidor más fiel, pero incluso mi entusiasmo se atemperó paulatinamente. Y lo había hecho por la mejor de las razones: cuando Justino se fugó con la novia rica de su hermano, todo el mundo me culpó a mí.

—¿Y qué tal está el errante Quinto? —inquirí de su hermana—. ¿O, mejor, debería preguntar dónde está…?

Helena me dirigió una mirada tranquilizadora. Siempre había querido mucho a Quinto. Me dio la impresión de que la vena aventurera que la había llevado a vivir conmigo también la hacía responder al desconcertante comportamiento de su hermano menos escandalizada de lo que debería mostrarse. Helena lo perdonaría. Supongo que su hermano siempre había estado seguro de que lo haría.

—Según parece, Quinto se ha marchado a África, querido. Se le ha ocurrido la idea de emprender la búsqueda del
silphium
.

Si encontraba la hierba, el joven haría tanto dinero que, sin duda, podría rehabilitarse. De hecho, se haría tan rico que le daría igual lo que pensaran de él los ciudadanos del imperio, incluido el propio emperador. Con todo, si bien tenía la buena instrucción de todo hijo de senador y parecía inteligente, nunca había visto el menor indicio de que Quinto tuviera el menor conocimiento de las plantas.

—Mi hermano pregunta… —dijo Helena, que en aquel momento tenía la mirada fija en el plato con una expresión contenida que me llevó a pensar que estaba a punto de echarse a reír—: Pregunta si tú, con tus antecedentes familiares de hortelanos y tus profundos conocimientos hortícolas, podrías enviarle una descripción de lo que anda buscando.

XIV

—Ha sucedido algo, pero no estoy seguro de si contártelo o no —dijo Anácrites a la mañana siguiente.

—¡Como a ti te parezca!

A Petronio Longo también le encantaba guardarse las cosas para si, aunque al menos solía guardar silencio hasta que yo advertía los síntomas y le obligaba a soltar lo que fuera. ¿Por qué ninguno de mis socios podía ser sincero y abierto como yo?

Aquel día Anácrites y yo llegamos al establecimiento de Calíopo casi a la misma hora y, un momento después, ocupamos nuestros puestos y nos dedicamos a revisar los pergaminos del lanista como eficientes inspectores de hacienda. No me habría sido difícil habituarme a una vida como aquélla. Saber que cada discordancia que descubríamos en las cuentas significaría más
aureae
para reconstruir el Estado me hacía sonreír de felicidad, como ciudadano y como patriota. Y saber que me llevaba un porcentaje de cada moneda de oro obtenida también me arrancaba una gran sonrisa.

Anácrites optó por callar. Los secretos eran una sucia herencia de sus tiempos de espía. Continué trabajando hasta que resultó evidente que mi socio escogía interpretar el papel de doncella tímida. Molesto, me levanté de mi asiento en silencio y abandoné el despacho. Tan pronto como nuestros beneficios alcanzaran una cifra razonable, encadenaría a mi socio, lo embadurnaría con mermelada de ciruela de mi madre y lo dejaría en una terraza bien calentada por el sol cerca de un hormiguero. La duda estaba en si lograría soportar a Anácrites hasta el verano.

Respiré despacio para controlar mi rabia y me dirigí al local donde se guardaban las fieras. Varios esclavos retiraban los excrementos de las jaulas pero, al verme, dieron por supuesto que tenía derecho a entrar. Procuré no estorbarlos en su trabajo, me abrí paso a codazos entre los avestruces de cuello largo, que mostraban una necia curiosidad, y me dispuse a realizar un inventario completo de los animales. En un establo, un toro de ojos adormilados babeaba con aire pensativo; bajo un rótulo en el que se leía URO. Luego venía el nombre, Ruta, pero yo, que había luchado en cierta ocasión con un uro salvaje en la ribera de un río en los límites del mundo civilizado, me di cuenta de que el animal era apenas un rumiante domesticado. Aun así, Ruta era de un buen tamaño. Lo mismo cabía decir del oso, Borago, encadenado por una pata a un poste que el astuto animal estaba royendo con el propósito de liberarse. Aquellas dos fieras podrían enfrentarse a un elefante y librar una pelea encarnizada.

Ayudé a un hombre a descargar una bala de paja. El hombre la extendió por el establo del oso cuidando de mantenerse lejos del alcance de la zarpa y del hocico del plantígrado; después, agitó las puntas de la horca por un hueco a ras de suelo entre los barrotes, por el cual se alimentaba a la fiera. El objeto estaba haciéndose pedazos después de la que debía de haber sido una vida muy violenta.

—¿Qué ha sido del comedero?

—En una época tuvimos un cocodrilo… —respóndió, como si aquello lo explicara todo.

—Por tu tono de voz se diría que no te caía bien.

—Lo aborrecía. Como todos. Gracias a los dioses, su cuidador era Lauro. El pobre Lauro desapareció, se esfumó sin dejar rastro, y supusimos que había terminado en las fauces del saurio.

—Si el cocodrilo acabó con Lauro, ¿quién acabó con el animal?

—Idíbal y los demás, en la
venatio
de los Juegos de Augusto.

Inició una sonrisa maliciosa.

—¿Idíbal es el que sabe cómo manejar la lanza?

—Perdón, ¿cómo dices, Marco?

—Lo siento, era una broma. ¿No le anda detrás ninguna mujer caprichosa?

—No sabría decirte. —Parecía sincero, pero las mentiras siempre lo parecen. El esclavo dio la impresión de pensárselo mejor, con una expresión bastante acerba, y añadió en un tono de voz evasivo—: ¿Quién sabe algo del misterioso Idíbal?

Dejé pasar el comentario, pero tomé buena nota de lo que había dicho.

En esta ocasión había unos braseros encendidos para mantener calientes a los animales; la calefacción hacía casi insoportables los olores. Me sentí incómodo por el hedor, el calor, los gruñidos y los esporádicos ruidos de pisadas que se arrastraban por el suelo. Advertí, al fondo del edificio, una puerta abierta que no había explorado nunca. Nadie me detuvo cuando avancé hacia ella y me asomé. Observé un corral cuya pequeñez resultaba sospechosa, con un rótulo que decía RINOCERONTE y una zona enlosada con los bordes húmedos en la que se leía LEON MARINO. Los dos estaban vacíos. Un águila de aspecto triste se atusaba las plumas en una percha. Y también había un león de melena negra que emitía unos rugidos aterradores.

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