Y es que, ¿qué obcecado empeño tienen ciertos —y digo ciertos— hombres heterosexuales en que si una mujer es lesbiana es porque no se la han follado ellos? De acuerdo que yo nunca he tenido la curiosidad y el estómago necesario para descubrir por mí misma cómo es eso de que un tío se menee encima de ti (ni ganas tengo, la verdad) pero conozco a muchas lesbianas que sí han caído en la tentación, incluso algunas que disfrutaron de verdad con ellos, pero que, a la hora de definir su orientación sexual se han decantado por el sexo femenino por muchas razones que serían demasiadas para enumerar aquí.
Desde mi punto de vista, creo que esa es una razón de peso para que existan locales o fiestas determinadas en las que las mujeres se puedan relacionar entre ellas sin necesidad de verse observadas por un hatajo de salidos o abordadas groseramente por el más cateto de ellos. Un espacio seguro en el que se puedan reunir bajo la afinidad de la preferencia por las mujeres (que no otra) del mismo modo en que los amantes del jazz se reúnen en bares específicos donde se toca ese tipo de música. Sí, vale, ahora alguien dirá que en los bares de jazz no entran sólo los seguidores de ese estilo, sino todo tipo de gente. Pero no me suena haber escuchado todavía ninguna historia en la que un
heavy
de La Elipa le haya increpado a un cliente del Café Central diciéndole: «Tú lo que tienes que hacer es escucharte el
Black Album
de Metallica, ya verás cómo se te quitan las tonterías». Incluso en el supuesto de que semejante escena ocurriese, creo que no se la puede comparar con la de una lesbiana siendo agredida verbalmente por el eslabón perdido de la especie.
Y ahora vamos con la razón política. Seamos sinceras, si en la sociedad, pese a todo, la mujer sigue estando en la retaguardia del hombre, en la microsociedad del ambiente gay, la lesbiana lo está en la del hombre homosexual. Y me da igual que haya ciertos ¡ejem! colectivos que se empeñen en abanderar una causa conjunta —que la hay— en la que gays y lesbianas luchan a la par por la consecución de una serie de derechos. A la hora de la verdad, la presencia social, la visibilidad de las lesbianas es sustancialmente inferior a la de los gays.
Echemos un vistazo a Chueca y aledaños. Locales y más locales saliendo como setas después de la lluvia. Me los conozco todos. O casi. Alrededor del cuarenta por ciento son mixtos en todos los sentidos de la palabra. De puta madre. Cerca del treinta por ciento son de clientela mayoritariamente gay y mariliéndrica. Pues vale. Otro veinte por ciento son bares de sexo dirigidos a un público masculino. Con su pan se lo coman ¿Y el diez por ciento restante? Ese es territorio de los bares que inicialmente estaban enfocados a lesbianas pero que han acabado —poderoso caballero es don dinero— rendidos a todo tipo de público siempre y cuando pasen por caja y dejen una sustanciosa cantidad en su interior. Y ¡cuidado! que no me quejo, ya que soy la primera en las larguísimas colas que se pueden ver en el exterior de esos lugares de esparcimiento nocturno. Pero… ¿por qué nadie pone el grito en el cielo cuando conoce la existencia de bares exclusivos para hombres homosexuales? ¿O por qué ninguna mujer lesbiana se queja ante la imposibilidad de entrar en dichos locales? Bien es cierto que yo no tengo el menor interés en poner un pie en bares como el Eagle, con todos mis respetos para sus fieles parroquianos, porque tan sólo pensar en poner la mano en el pomo de la puerta de la entrada, en forma de
¡glups!
polla, hace que se me revuelva el estómago. Y si yo no tengo interés en entrar en un local de determinadas características porque no es lo que busco a la hora de tomarme una copa un sábado por la noche, y puesto que los hombres gays tienen un abanico tan amplio para elegir en sus noches de juerga, ¿a qué coño viene esa obcecación en querer entrar también en un lugar en el que no hay nada que les llame la atención y en donde, muy probablemente, se aburrirán de lo lindo?
Un espacio fijo en el que las mujeres puedan reunirse, socializar, proyectar actividades, divertirse y sentirse parte de una minoría que se hace fuerte y toma posiciones dentro de la sociedad en la que habita no es segregacionismo. Es, simple y llanamente, política. Las mujeres necesitamos pertenecer a grupos exclusivos con los que sentirnos identificadas para poder crear la fuerza y cohesión necesaria en dichos grupos, para estar a la altura cuando nos toque combatir junto a nuestros compañeros en la lucha por la igualdad legal y social. Y aún más, al igual que gays y lesbianas intentamos hacer entender que nuestra lucha es una lucha de toda la sociedad, las lesbianas y, por extensión, las mujeres, debemos hacer que los hombres, todos los hombres, entiendan que la igualdad de la mujer también les atañe a ellos porque con la liberación de la mujer vendrá también la liberación del hombre y, quién sabe, tal vez dejen de existir esos neandertales que creen que su obligación como machos es acosar a cualquier mujer, hetero o lesbiana, en un bar de copas.
Sábado, seis de marzo, once y media de la noche. Con el bocata de calamares aún en la glotis y las burbujas de la coca-cola jugueteando en el paladar, Pilar y yo nos plantamos en la puerta de la discoteca en la que se celebrará la tan polémica fiesta por el Día de la Mujer. Un armario ropero de cuatro cuerpos, suponemos que portero habitual del citado local, nos somete al tercer grado antes de dejarnos franquear la entrada. Penetramos en la discoteca en penumbra. Un par de camareras preparan las barras y una
dj
empieza a probar el sonido con temas
trance
. En uno de los reservados vislumbramos a Alicia y a Sandra junto a un par de chicas más. Alicia se ríe y besa a Sandra lo que provoca una mueca de disgusto en Pilar.
—¿Todavía sigue con esa bruja? —me susurra al oído.
—Ya ves que sí —le contesto mientras nos acercamos a ellas. Alicia levanta la vista y nos ve.
—¡Ruth! ¡Pilar! ¡Caray, qué puntuales! No esperaba que aparecierais hasta las doce menos cinco, por lo menos.
—Mujer de poca fe… —le dice Pilar con la mejor y más inútil de sus sonrisas. Boba, ¿es que no ves el modo en que Sandra la tiene enganchada? Cualquiera diría que teme que la primera que pase se la vaya a robar…
—Es la última vez que me lías en algo así sin dejar que me lo piense, ¿eh? —la reprendo yo.
Alicia hace un mohín de culpabilidad y asiente.
—¡Vaaale! —concede—. Pero ya verás cómo no te arrepientes. Con lo que te gustan a ti los saraos…
Adopto un gesto de ofensa.
—¡Pero bueno…! ¡Qué fama tengo!
—La que te has ganado a pulso, bonita —apunta Pilar mirándome divertida—. Como si no fuera de dominio público que allá donde haya una fiesta estará tu rumbosa figura…
Alzo una de mis cejas y miro a Pilar retadora.
—Pues entonces tú debes ser mi fiel escudera, ¿no, chata?
Pilar se lleva la mano al pecho y me hace una pomposa reverencia.
—Espero que vuesa merced no haya dudado nunca de mi fidelidad.
Pero Alicia interrumpe nuestra cervantina representación levantándose y dirigiéndose hasta nosotras.
—Bueno, chicas, luego habrá tiempo de bromear. Tomad —me tiende una bolsa con monedas y un sobre donde supongo que habrá billetes—, este es el cambio. Hay suficiente, así que no creo que os quedéis cortas. Y tomad también —se mete la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros—, pases para copas. Si os hacen falta más, buscadme por aquí.
—Esto es lo que más me gusta de las fiestas —declara Pilar sonriendo—. Conocer a quien organiza todo el cotarro.
Alicia se vuelve un momento hacia la mesa y coge algo de ella.
—Supongo que ya los habréis visto pero por si acaso, estos son los
flyers
de descuento. Con esto se cobra dos euros y medio, sin el fly
er
cuatro euros. Si alguna os viene con otro que no sea este, le cobráis cuatro euros se ponga como se ponga.
—Menos mal que te tenemos aquí, Ali, si no, no sabríamos qué hacer en este antro de lujuria y perdición. Como nunca hemos entrado en una discoteca… —le digo con la mejor de mis ironías, aunque no parece hacer mella en la niña.
—Luego nos tomamos una copa y bromeamos todo lo que quieras, Ruth, ahora a lo que vamos. Una de las dos tiene que llevar la cuenta de las mujeres que vayan entrando.
—¿Y cómo quieres que las contemos? ¿Haciendo palitos en la pared y tachándolos? —salta Pilar.
Alicia la mira con aprensión. Pone los ojos en blanco y saca algo del bolsillo.
—¡Mira que eres bruta, Pilar! No, llevaréis la cuenta con esto —de su mano pende una especie de cronometro—. Es un contador. Por cada chica, click, le das al botón.
—¿Los pibones puntúan doble? —pregunta Pilar sin poder contener la risa.
—Estamos graciosillas hoy, ¿eh? —le dice Alicia con una mueca de aversión, luego se dirige a mí, como si me considerara más apta para la explicación—. Una chica, un
click
. Intentad que no se apelotonen en el mostrador de la entrada. Pediros algo si queréis antes de iros hacia la puerta.
Y dicho esto se da la vuelta y regresa con su novia y con las otras chicas de la organización. Pilar y yo nos dirigimos a la barra más cercana para proveernos de combustible.
—Si esa es tu estrategia para hacer que se fije en ti, lo llevas un poco crudo, cielo —le digo a Pilar cuando ya nos encontramos junto a la barra.
—Calla, justo cuando iba a decirle que a ella le iba a marcar pulsando el botón diez veces por lo menos.
—¿Quieres morir joven, Piluca? Ya sabes cómo es Sandra, si a alguna se le ocurre hacerle la más mínima insinuación a una de sus chicas es capaz de arrancarle los ojos, pincharlos en un palillo y echarlos a un martini.
—Perro ladrador… —declara tajante llamando la atención de la camarera—. Esa relación tiene los días contados y cuando eso ocurra…
—…ahí estarás tú para socorrer a ese bomboncito de las garras de la fatalidad, que sí, anda, baja de las nubes. No sé qué perra te ha entrado con esa niña, no vale ni la mitad de lo que se piensa…
—Te estás haciendo vieja, corazón, se te atrofia el sentido estético con la edad…
Tras proveernos de un par de copichuelas nos apalancamos tras el mostrador de la entrada. En los minutos que faltan para que se abran las puertas, me dedico a colocar el dinero en los cajetines (un poco arcaicos, sólo son aptos para pesetas así que los euros y los céntimos no acaban de encajar correctamente). Pilar se entretiene deambulando por la entrada y echando vistazos hacia la gente que se empieza a apiñar fuera.
—Pues la verdad es que la primera remesa de ganado no es nada del otro jueves —declara resuelta sentándose a mi lado.
La miro atónita y pongo los ojos en blanco.
—Tienes que echar un polvo urgentemente, Piluca —me limito a decir.
—Pues como no lo eche conmigo misma… —suspira resignada.
Enciendo un cigarro y busco el móvil en el bolso. Tras comprobar que no tengo llamadas ni mensajes, me giro hacia Pilar.
—Oye, ¿has oído algo de la campaña de visibilidad?
—¿Qué campaña? —pregunta Pilar con cara de total ignorancia.
—La que iban a hacer con la subvención del IFI. Ya deberían haber sacado algo…
—Joder, están haciendo la fiesta, ¿qué más quieres?
—No, si Alicia tiene razón cuando dice que eres un rato bruta, tronca. Estas fiestas se autofinancian. Se llega a un acuerdo con el local, se le paga una parte y con lo que queda se hace la promoción de la siguiente.
—Eso y muchas voluntarias dando el callo…
—También… Y patrocinadores poniendo pasta a cambio de publicidad… Pero Juan me dijo que Diego y su compañero estaban trabajando en no sé qué hostias de un folleto de salud y de eso hace ya como cuatro meses y no me ha vuelto a decir nada…
—Se habrá retrasado. Ya sabes cómo son estas cosas. Acuérdate de la famosa encuesta de visibilidad lésbica que hizo el GYLIS hace un par de años… Un montón de tiempo y dinero empleado en elaborar el cuadernillo, imprimirlo y toda la vaina y al final ni siquiera se molestaron en acabar de cotejar los resultados. Tuvieron a un par de voluntarios, perdiendo tres o cuatro tardes por semana para que todo quedara en agua de borrajas, y un montón de cajas con cuadernillos que acabaron tirando… Creo que la encuesta aún cuelga de la web aunque no sé muy bien para qué…
—No, si ya…
—Pues eso, ya sacarán algo. Lo más seguro es que estén esperando a toda la movida del Orgullo…
—Sí, supongo. Pero tengo curiosidad por ver qué hacen…
—Pues ya te enterarás, tú, tranquila…
Echo un vistazo al reloj y veo que ya son más de las doce. Deben estar a punto de abrir. Y, como si leyese mi pensamiento, unos instantes después pasa por delante de nosotras el armario ropero que un rato antes nos impedía la entrada y comienza a dejar pasar a las primeras chicas.
Mientras Pilar se entretiene pulsando el contador por cada mujer que ve aparecer, yo me afano en cobrar y devolver el cambio correcto a las asistentes, lo cual no es tan sencillo como me imaginaba puesto que todas parecen tener una prisa infernal por entrar dentro —no me seáis merluzas, si aún no hay nadie dentro a quien hincarle el diente, me gustaría decirles— y se amontonan frente al mostrador metiéndome prisa. Aunque el ajetreo dura escasos diez minutos, tiempo suficiente para que la pequeña aglomeración que esperaba fuera se disuelva en el interior del local al ritmo de las primeras canciones de la noche. A partir de ese momento, la afluencia se va espaciando lo suficiente como para que Pilar comience a despellejar a la concurrencia. Aunque yo, por mi parte, aún no he visto aparecer ninguna cara conocida.
Esa situación cambia cuando veo surgir a una chica bastante guapa que me resulta familiar. Comienzo a ensayar la mejor de mis sonrisas y busco en mi repertorio alguna ocurrente frase que soltarle con la que preparar el terreno para cuando pueda campar a mis anchas por la discoteca. Pero la chica en cuestión está mirando hacia fuera e increpando a alguien cariñosamente para que entre.
—Venga, cielo, que estas ya han entrado —le dice a alguien que está fuera. O lo que es lo mismo, no debe estar libre.
La chica se pone frente a mí justo en el momento en que la increpada entra y se pone a su lado para pagar las entradas. Y mi sorpresa es mayúscula cuando, gracias a la recién llegada, compruebo que conozco a las dos.
Mi ceja izquierda se arquea ampliamente y mi mirada se vuelve torva.