—No digas tonterías, cielo. Pedro es amigo mío y no tengo en cuenta con quién se acuesta igual que él no tiene en cuenta con quién me acuesto yo. Y a ti tampoco debería importarte lo que él sea o deje de ser. Joder, tía, decir eso a estas alturas me parece increíble.
—Sí, vale, tienes razón. Lo siento —concede casi a regañadientes.
Su disculpa resulta muy poco convincente y cuando nos sentamos a la mesa del restaurante noto que se ha creado cierta tensión. Y el transcurso de la cena no hace sino reafirmar mi opinión. Elena ignora abiertamente a Pedro incluso cuando este, en la actitud conciliadora de quien no ha hecho nada para ser objeto de animadversión, se dirige a ella. Pero Elena no se da por enterada y esa actitud está consiguiendo irritarme sobremanera.
A los postres, aprovechando que Pedro se levanta de la mesa un momento para ir al servicio y que Juan y Diego están cuchicheando entre ellos, vuelvo a llamarle la atención.
—Elena, te juro que no entiendo tu actitud. ¿Qué es lo que te ha hecho Pedro para que le trates así?
—Ruth, cielo —me contesta ella en tono irónico—. ¿No sabes que hay veces en que cuando se conocen dos personas simplemente no congenian la una con la otra?
—No congeniar con alguien no te da derecho a ser grosera ni a ignorarle cuando intenta hablar contigo. Hay una cosa llamada educación que suele ser muy útil en este tipo de situaciones, ¿sabes?
Elena menea la cabeza y a la que ignora ahora es a mí. Pedro regresa del servicio y se sienta a la mesa justo cuando llegan los postres. Mientras la camarera le pone delante su moco de chocolate él me mira y alza las cejas como si se disculpara por lo que está pasando cuando los dos sabemos que no tiene culpa de nada.
Es más de medianoche cuando salimos del restaurante.
Elena me mantiene bien agarrada a su lado, enganchando mi brazo como si fuera a escaparme. Mi nivel de irritación ha subido varios puntos en la escala Richter y me falta muy poquito para estallar. Al subir por Augusto Figueroa nos dan
flyers
para Long Play y Pedro propone que vayamos a tomar una copa allí ahora que estamos al lado, que aún es pronto y no habrá demasiada gente.
—Además como allí hay de todo, hasta yo puedo ligar —explica riendo.
—Oye, Pedro, si quieres vete tú con ellas —le dice Diego—. Juan y yo estamos muy cansados.
—¡Pero tíos, no os vayáis ahora! Si aún es muy pronto.
—Ya pero hoy hemos currado y tenemos sueño, tronco. No todos tenemos tu aguante. Ni el de Ruth.
Pedro se encoge de hombros dándose por vencido.
—Vosotras sí os venís, ¿verdad? —nos pregunta con expresión desangelada.
—Sí, claro —afirmo, pero justo después de decirlo noto cómo Elena se pone rígida a mi lado. Se queda quieta frenándome a mí a la vez. Luego hace que nos apartemos un par de metros de los demás.
—Oye, Ruth, si Juan y Diego se van yo no tengo interés en entrar en esa discoteca sólo porque tu amigo quiera ligarse a alguna tía.
Esto empieza a ser la gota que colma el vaso.
—Ya pero la cuestión es que, como es mi amigo, a mí sí me apetece entrar en esa discoteca a tomarme una copa. Con él y contigo, a poder ser.
—Pues yo prefiero irme a casa.
—Pues si prefieres irte a casa, ya puedes ir arreando —le bufo—. Mañana nos vemos y hablamos tranquilamente, cuando se te pase la tontería —añado en tono de pocos amigos haciendo ademán de alejarme de ella e ir hacia Pedro. Pero Elena agarra mi brazo con fuerza y me detiene.
—Quiero irme a casa. Pero contigo —precisa con un matiz autoritario en la voz.
Nuestros ojos se encuentran en una mirada que echa chispas. La discusión es inminente y me toca las narices discutir por gilipolleces cuando intento pasármelo bien con mis amigos. Por el rabillo del ojo veo que Juan, Diego y Pedro nos miran expectantes y en tensión. Y empiezan a mirarse entre ellos preocupadamente cuando advierten que nuestras voces elevan el tono más de lo considerado normal en una conversación.
—¿Qué pasa? ¿Es que tu amigo hetero te pone o qué? —me pregunta Elena en el momento en que parece perder los estribos definitivamente.
—Pero, ¿tú eres imbécil o es que entrenas, tía? ¿Qué tonterías estás diciendo? Es mi amigo, no le he visto en todo el verano y me quiero tomar una copa con él. ¿Tan difícil resulta eso de entender? ¿Cómo puedes estar celosa? ¿Es que crees que me quiero enrollar con él o algo así?
—Pues espero que no tengas esa intención porque si no tendríamos un serio problema.
Lo que oigo me parece tan absurdo que mi primera reacción es poner los ojos en blanco.
—Me parece que el problema lo tienes tú si te pones celosa porque me quiera tomar una copa contigo y con un amigo. Me parece de gilipollas.
—¿Gilipollas? ¿Crees que yo soy gilipollas? —me pregunta Elena ya gritándome. Nunca la he visto ponerse de este modo. Y me parece inconcebible que sea por algo así.
—Pues sí, la verdad es que ahora mismo estás siendo de lo más gilipollas —le espeto ya totalmente cabreada.
La bofetada viene sin que me lo espere, sin que ni siquiera hubiese pensado que pudiera recibirla. Me sorprende tanto que, por un instante, soy incapaz de reaccionar. Me la quedo mirando muy fijamente a la vez que veo que mis tres amigos están aún más tensos que antes, prestos a saltar como vean a Elena volver a levantarme la mano. Observo a Elena. Por un momento se muestra impasible pero, cuando ve que sostengo su mirada, su rostro empieza a crisparse, como si justo ahora cayera en la cuenta de lo que ha hecho, como si justo ahora se diera cuenta del numerito que ha montado y comenzara a arrepentirse de ello. Abre la boca para hablar pero se lo impido alzando una mano e interrumpiéndola.
—No, Elena, no hace falta que digas nada más. Sólo hazme un favor. No me vuelvas a llamar —tomo aire y trato de recomponerme—. Ahora, como ya no es asunto tuyo, me voy con mi amigo Pedro a tomarme una copa.
Dicho esto, sin darle oportunidad a Elena de añadir más, me doy la vuelta, la dejo plantada donde está y comienzo a cruzar la plaza de Vázquez de Mella en dirección a Long Play. Al pasar junto a Pedro le engancho del brazo y tiro de él para que me siga, cosa que hace muy a su pesar. También noto que Juan y Diego nos siguen. Tan sólo espero que Elena no nos siga también. Aprieto el paso hasta llegar a la puerta de la discoteca. Afortunadamente no hay cola y tardamos segundos en entrar, ir hasta la planta de abajo y apostarnos en la barra, desierta a esas horas. Los tres me rodean estupefactos sin atreverse a decir nada. ¿Qué podrían añadir a la desconcertante escena que acaban de presenciar?
—Tía, lo siento, no sabía que… —empieza a decirme Juan, supongo que sintiéndose en parte responsable de lo ocurrido con Elena ya que fue él quien tejió todos los hilos para que nos conociéramos.
—Tranquilo, Juan, tú no tienes la culpa, no podías saber que una tía que parecía tan perfecta fuera una puta desequilibrada —le digo girándome hacia la barra y llamando la atención del camarero—. Ponme un vodka con naranja, por favor. ¿Vosotros queréis algo? —pregunto dirigiéndome de nuevo hacia mis amigos.
Los tres le piden sus copas al camarero. Pedro me pone la mano en el hombro.
—Pero, ¿qué es lo que ha pasado?
—Y yo qué sé tío, dice que no le gusta estar con tíos heteros, lo cual me parece absurdo. Y luego me daba la sensación de que estaba celosa de ti… Yo qué sé… —titubeo, la verdad es que me están entrando unas ganas terribles de ponerme a llorar. De hecho noto los ojos vidriosos. Debo estar a punto.
—Joder, Ruth, no sé, habla con ella, intenta aclararlo… —me sugiere Diego.
—¿Hablar con ella? Diego, tío, si hace esto a las dos semanas, no quiero ni pensar lo que haría cuando llevásemos dos meses…
Diego asiente sin decir nada. El camarero acaba de poner las consumiciones y recita una cantidad con voz cansina. Intento pagar pero Juan insiste en invitar él. Al final desisto, se me han ido las fuerzas hasta para llevar la contraria.
—¿Ves, Juan? Como se suele decir, demasiado perfecta para ser de verdad… —le digo con aire completamente abatido mirando hacia las escaleras de entrada, temiendo que por ellas aparezca Elena de un momento a otro, temiendo derrumbarme y ponerme a llorar de rabia y frustración.
Miro alrededor de mí, la pista vacía, la escasez de gente, lo temprano de la hora, la cantidad de noche que aún queda por delante y me dan ganas de irme a casa. Sin embargo me mantengo quieta en mi sitio, siguiendo como puedo la conversación con Juan, Diego y Pedro. No debo irme a casa ahora. Si me voy todo se me caerá encima. Necesito evadirme y despejarme por un rato. Volver a casa con otra sensación en el cuerpo que no me impida conciliar el sueño.
Cuando pedimos la segunda ronda la cosa se anima, casi he olvidado la escenita de Elena, mis pies comienzan a dejarse llevar al ritmo de la música y empiezo a ver caras conocidas cerca. Una de ellas se acerca a saludarme, es Miguel.
—¿Qué pasa, Miguelón? ¿Qué tal?
—Ya ves, por aquí —contesta él con una amplia sonrisa.
—¿Y tu harén? ¿Dónde te lo has dejado?
—Vienen por ahí detrás —contesta señalando a su espalda. Por encima de su hombro, efectivamente, veo que se acercan Vicky, Ainhoa y Virginia, que también vienen a saludarme.
—¿Qué tal, chicas? —les pregunto—. Que poquitas sois hoy, ¿no?
—Sí, ya. Luego hemos quedado con Prado y Clara —me explica Ainhoa—. Y con otras chicas de mi curro.
—Y a lo mejor también venían Lydia y Alicia —apunta Vicky.
Yo las miro divertida.
—¿Qué pasa? ¿Celebráis algo?
Ellas niegan con la cabeza y se echan a reír. Miguel está hablando con una chica con cara de despiste que parece venir con ellos pero a la que no conozco. Pregunto quién es. Virginia mira hacia la chica que estoy señalando con la mirada.
—¡ Ah! —dice como si recordara algo—.
Na´
, una amiga de Miguel que es escritora y se va a hacer rica.
La chica en cuestión parece oír esto último y levanta la cabeza mirándonos con expresión interrogante. Al no decirle nada vuelve a dirigir su atención a las palabras de Miguel. Yo me río por lo bajo mirando a Virginia.
—Pero, ¿qué escribe? ¿Libros de temática? —le pregunto. Virginia asiente con la cabeza. Yo pongo los ojos en blanco—. ¡Buenoooo! —suspiro—. Otra más. Espero que no haga lo mismo de siempre.
—No sé, su libro no ha salido todavía. —Virginia se encoge de hombros dando por zanjado el tema.
Yo continúo la conversación con mis amigos y Miguel y el resto de las chicas se quedan cerca de nosotros pidiéndose unas copas. Miro el reloj y veo que son más de las dos. Luego miro a Juan y Diego pensando que, pese a estar cansados, se han quedado con Pedro y conmigo. Juan me coge del brazo y me aparta un poco de Diego y Pedro.
—¿Cómo estás? —pregunta mirándome a los ojos.
—Bien, Juan, bien. No te preocupes. Lo de antes sólo ha sido una tontería.
—Pero se te veía muy ilusionada…
—Estaba igual de ilusionada que cuando Madonna vino a España a actuar —respondo con ironía—. Estoy bien, de verdad, solo es una tía más, aún no me había dado tiempo a nada…
Juan se encoge de hombros.
—Si tú lo dices… —murmura no muy convencido.
—Sí, lo digo yo. Y también digo otra cosa. Diego y tú os deberíais ir a casa, tenéis que estar muertos —mi amigo asiente con una sonrisa cansada—. Y yo también empiezo a estar cansada así que, ¿por qué no nos vamos a Gran Vía y pillamos unos taxis y nos vamos todos a casa a dormir un poco?
Mi sugerencia es recibida como agua de mayo, sobre todo por Juan y Diego. Quizá en el rostro de Pedro se vislumbre un ramalazo de decepción pero también conviene que es lo mejor. Ya saldremos mañana. Me despido de Miguel y las chicas y, agarrada al brazo de Pedro, seguimos a Juan y Diego en el camino hasta la salida.
Minutos después estamos en una esquina de Gran Vía tratando de parar un taxi. El primero que se para es el que cojo yo, puesto que los chicos se empeñan. A regañadientes me meto en el interior del auto. Les digo adiós con la mano y luego me dirijo al conductor.
—Vamos al final de San Bernardo, por favor —le ordeno.
Luego me recuesto en el asiento y pienso que, en otras circunstancias no me habría importado irme a casa caminando, disfrutando de una de las últimas noches de verano antes de que empiece a refrescar. Hoy no. Rebusco en mi bolso y saco el móvil. Buceo entre los nombres de mi agenda hasta dar con el de Elena. Estoy tentada de borrarlo, sólo una tecla me separa de hacerlo. Pero lo pienso mejor. Así sabré si me llama y podré rechazar la llamada. Vuelvo a meter el móvil en el bolso y, antes de que pueda pensar en nada más, veo que nos acercamos a mi casa. Se lo advierto al taxista mientras voy sacando el dinero para pagar la carrera.
Al entrar en casa el silencio me abofetea. Dejo caer el bolso sobre el sofá y entro en la cocina en busca de una cocacola. Le doy un sorbo y la pongo sobre la mesita del salón mientras me voy desnudando y entro en mi dormitorio. Me quedo solamente con una vieja camiseta y salgo al salón donde enciendo un cigarrillo y continúo bebiendo de la lata de coca-cola. Mi mirada se posa en el ordenador y pienso que podría conectarme un rato, bajar algo de música o ver quién está en el Messenger. Deshecho la idea. Lo más probable es que me enredase hasta el amanecer y mañana debería darle una vuelta a la casa antes de que las pelusas comiencen a saludarme cada vez que pase junto a ellas. Apago el cigarro y le doy un último sorbo a la coca-cola para terminarla. Voy a mi dormitorio, me quito la camiseta y me meto en la cama tumbándome boca arriba.
Pienso en Elena, no puedo evitarlo. Pese a la entereza con la que he actuado ante los chicos no deja de dolerme el haber descubierto algo de ella que no me esperaba. La verdad es que parecía una tía con la que pensé que la cosa podría funcionar. Una tía con la cabeza en su sitio y las cosas claras. Pero no. Y no deja de ser frustrante, por no decir decepcionante, que la persona que acababas de conocer, y en la que empezabas a depositar alguna que otra esperanza, revele un lado oscuro que no podías esperar. Aunque esa no deja de ser la historia de mi vida. Son muchos años conociendo a mujeres que prometían ser mucho mejores de lo que luego resultaron. A veces pierdo la esperanza. No es que necesite una pareja para nada pero el desencanto que te inunda la boca del estómago cuando compruebas, una vez más, que no parece haber nadie que de verdad merezca la pena es desolador.