«La historia de una familia a través de tres generaciones en el marco de la ciudad de Santander.»
Una ciudad épica que sobrevive a sus propias catástrofes. Una familia marcada por la explosión de un barco. Tres hermanos en disputa ante la sombra de un patriarca noble, dos mujeres fuertes y seductoras que tratan de llevar las riendas de la familia entre dos siglos en los que se vivió el esplendor decadente de una monarquía con vicios, los desvelos de intelectuales como Galdós y Menéndez Pelayo, capaces de salvar su amistad pese a las diferencias, una belle époque que fue un espejismo previo a la II República y la guerra, y un incendio que destruyó de nuevo la ciudad y la esperanza de sus gentes.
Amor, ambición, sueños depuestos, anhelos, venganzas, esplendor y decadencia de una ciudad y sus hijos en una saga que navega por episodios cruciales de nuestra historia.
Jesús Ruiz Mantilla
Ahogada en llamas
ePUB v1.0
Enylu05.06.12
Título original:
Ahogada en llamas
Jesús Ruiz Mantilla, 2012.
Nº Páginas: 334
Editor original: Enylu (v1.0)
ePub base v2.0
A la ciudad que también fue mi cuna y mi palabra.
A mis padres, que me pasearon de la mano por todas sus esquinas.
A Paula y Cristina, mis oriundas.
A Marta, ella más que nunca sabe por qué…
Mar y tierra explotaron y la ciudad quedó ahogada en llamas. Sólo quienes en ese momento fueron arrastrados hacia el fin saben si aquel aullido mortal que partió el tiempo y las almas vino enviado por Dios o por expreso deseo del diablo. El sol levemente radiante quedó fundido; el agua, salpicada por su propio cuerpo convertido en dinamita y acto seguido el fuego engulló a todos sus hijos.
Los colores de la bahía componían la música de un atardecer extraño. El azul dibujaba un cielo despejado que abrazaba el agua. Entre verdes y grisáceos aparecían los montes de la cordillera, convertidos en impertérritos testigos callados de lo que se aprestaba a venir, amamantados por la blanquecina bruma amable de final de otoño. Pero después de aquel rugido todo se volvió repentinamente negro. Negro y rojo con restos de un amarillo incandescente avivado por el azufre. Opaco como la muerte. Viscoso como un óleo mezclado con el pálido reflejo de la carne amputada y la sangre sin cauce que brotaba a borbotones por las calles.
Fue a las cinco menos cuarto de la tarde. Maldita hora, maldito día. El 3 de noviembre. Entonces la ciudad quedó partida en dos. Encallada en una marea sorda de difuntos, huérfana de un destino quizá feliz. Alarmada por el dolor de todos los moribundos, amputada para siempre. Abrasada por el agua que no era agua, que era un escupitajo de muerte virulenta, traidora. Aterrorizada por la efigie del monstruo enloquecido que salió de sus entrañas para asesinarla a bocanadas de llama, cargado con proyectiles preñados de aquel metal abrasador que incendió sus aceras, sus casas y acribilló con astillas mortíferas a sus hijos.
Viuda quedó la ciudad. Con el futuro chamuscado, convertido en cenizas por aquella desgracia que, nadie lo puede negar, debió de ser un pacto bastardo entre el cielo y el infierno. Todos aquellos inocentes habían bajado a ver el fuego: el que pobló y ensimismó el muelle desde el mediodía, poco antes de la hora de comer. El barco se había incendiado por motivos que nadie conocía. El puerto se convirtió por aquella hora de los estómagos medio crujientes en una colmena de chismorreos y teorías que no daban con la causa acertada del incendio.
Pronto se fue expandiendo el rumor de que el
Cabo Machichaco
, de la compañía Ibarra, llevaba dinamita atada al vientre. Otros insistían en que había sido debidamente descargada. Pero la certeza de que por ahí cerca merodeaba el explosivo adquiría sentido por las veces que repetidamente transportaban cosas de ese género. Era un buque recio, de los mayores vapores con capacidad para atracar en el muelle: 78,75 metros de eslora y 2.500 toneladas de peso muerto. Una máquina precisa y segura para navegar, provista de motores modernos fabricados para propulsarle una potencia de 525 caballos.
El ejemplo de una nueva edad rica, de la era industrial que aplicaba su apogeo por entero al progreso. Aunque ahí atracado, con fuego y metralla en las tripas, esa estampa digna del avance de los tiempos se convertía en una bomba capaz de hacer saltar por los aires el puerto, la ciudad entera y cuanto arrastrara a su paso.
El barco había echado amarras en el puerto esa misma mañana, después de haber permanecido fondeado a la distancia obligada, junto a la isla lazareto de Pedrosa. Había pasado por Bilbao y nadie quería quedar contagiado por el cólera que azotaba a sus vecinos. La cuarentena se imponía en el diario de a bordo igual que la avaricia de los navieros.
Una vez salvadas las restricciones, el capitán logró permiso para ocupar su sitio junto al muelle saliente de madera número 1 de Manzanedo, rodeado del
Rafael XIII
, el
Catalina
, el
Vizcaya
, el
Unión Hullera
, el
Bayonés
, el
Galindo
, de bandera francesa, o el
Eden
, inglés. El
Navarro
, que en principio estuvo atracado junto al
Machichaco
, tuvo la suerte de zarpar y regatear así una muerte segura para muchos de los suyos.
A eso de la una y media se anunció oficialmente el incendio por teléfono. El fuego se expandía en la bodega intermedia. La tripulación intentaba apagarlo ansiosa y no tardaron en subir de tono las discusiones mientras nadie se preocupaba de lo principal: disolver al gentío. Algunos, como el responsable de la Junta San Emeterio, eran partidarios de remolcar el barco a mitad de la bahía. Pero muchos se opusieron con la excusa de que sería mucho más fácil aplacar el fuego en la propia machina, con las bombas a todo rendimiento.
El humo empezaba a despedir aromas extraños; a la madera y al metal quemado les iban superando olores ajenos y desconocidos que provocaban mayor inquietud si cabe. Muchos celebraron la llegada de los bomberos, otros tantos torcieron el gesto al ver los medios que traían consigo: bombas escasas y difíciles de mover que apuntaban allá donde les indicaban algunos de los tripulantes desde dentro.
No es que la ciudad fuera ajena a los incendios. El viento destacaba como el mejor esposo de las llamas y provocaba estragos cada vez que azotaba la bahía desde peña Cabarga hasta cabo Mayor. Pero aquello que se tornaba cada momento con más claridad en una tozudez del destino no parecía provocar la urgencia de nadie para tomar medidas de alerta. El cuerpo de bomberos era pobre, poco curtido y se encontraba permanentemente desanimado por la impotencia. Se sentían condenados a vivir una desgracia de antemano y muchos seguramente pensaron que aquélla podía ser la fecha señalada.
Mal ánimo traían para encarar las tareas aquel día, ese 3 de noviembre que en mala hora amaneció. Una brisca taimada en la que se aliaron los piratas de la naviera con aquella llamada del cielo y el averno a cerrar filas fuera de este mundo. Las autoridades tardaban en entrar en acción. Los marineros y los bomberos trataban de reducir la columna negra de humo que encapotaba la ciudad. Pocos celebraban los restos de aire azul y reluciente que sobrevivían en mitad del veranillo de San Martín. El salitre comenzaba a transformarse en un presagio putrefacto. La bruma húmeda se evaporó y dejó paso a una tela de araña gris que mal podía hacer frente a aquella oscuridad penetrante. Un bosque negro ganaba la batalla al paisaje mientras todo el mundo perdía los papeles.
Tanto el gobernador civil como el director ingeniero de la Junta del Puerto, el gobernador militar, el coronel de regimiento, el alcalde, el fiscal de la Audiencia o la aristocracia activa con el marqués de Casa Pombo habían bajado a intentar dirigir los trabajos. Pobres soberbios sin medida. En sus despachos de cuero, plata y roble o entre los oropeles de sus salones podrían parecer el colmo de la autoridad y la sapiencia, pero allá abajo, a pie de muelle, entorpecían las labores de los voluntarios y expertos en la extinción con órdenes y contraórdenes absurdas que no beneficiaban a nadie.
Algunos de ellos entraron al barco. A eso de las cuatro de la tarde, el fuego había cobrado una virulencia aterradora. La mayoría de las autoridades citadas contemplaban sus estragos impotentes, sin saber qué hacer ni qué ordenar, en mitad de un gentío que empezaba a dispersarse. Las señoras más prudentes habían regresado al cubierto seguro de sus casas. Algunos marineros pendientes de embarque en los navíos atracados junto al
Machichaco
dejaban pasar impotentes la hora del retraso. Al lado deambulaban también los familiares que quisieron ir a despedirles. Muchos se dirigían a Cuba y a México, los países de las Américas más hermanados con la ciudad; otros, sencillamente, a donde la mar quisiera llevarles.
Los raqueros del muelle se habían retirado casi todos a Puerto Chico, pues creían que una distancia prudencial les protegía de cualquier fatalidad. Las pescaderas habían dejado ya en casa a sus maridos ociosos o borrachos junto a sus barreños y mataban el tiempo tonto de la tarde primeriza con aquel espectáculo pocas veces visto. Hubo curas despistados que hicieron dejación de sus deberes. Tocaba, más que nunca, rezar. Pero lo olvidaron.
Se acercaron multitud de paisanos en esa hora muerta de la apertura previa de sus comercios, y ancianos y niños con la excusa justa para evitar los colegios después de comer; también corrieron al muelle algunos maleantes que dejaron desiertas todas las cantinas de Santa Clara y la calle Alta, igual que contemplaban el espectáculo padres pudientes y honrados. Todos mezclaban su perplejidad y quedaban cegados por el fuego de la tragedia incipiente.
La curiosidad pudo también vencer las ganas otras veces inquebrantables y responsables de Águeda San Emeterio. La mujer bajó al muelle de Manzanedo junto a Juanita, su sirvienta más fiel. Lo hizo consciente de que no necesitaba la atención de sus tres hijos cuando ya habían vuelto a sus clases vespertinas, ni de su devoto marido, Diego Martín Solórzano. Él no perdonaba la tertulia con sus amigos, salvo si cambiaba la rocosa costumbre por escuchar a los sabios, que solían reunirse a primera hora de la tarde en el café Suizo. Pero don Benito Pérez Galdós ya hacía tiempo que había dejado la ciudad y el eminente Marcelino Menéndez Pelayo también se encontraba fuera aquel día. Por otra parte, de don José María de Pereda hacía semanas que nadie tenía noticias sin que esto resultara preocupante. Su ausencia respondería sin duda a algún encierro necesario para dar forma definitiva y urgente a una de sus novelas.
Águeda se presentó en mitad de la dársena de Maliaño, alarmada por el fuego que ya se intuía en su casa del paseo frente al puerto y la bahía, en la zona contigua al muelle Calderón. Llegó un tanto preocupada por no parecer demasiado ligera en sus intenciones. La estricta conciencia de mujer discreta, poco dada a las frivolidades de sucesos cotidianos, podía haber frenado en seco sus impulsos. Pero en ella, a veces, se daban algunos asaltos de extraños arrojos aventureros que el matrimonio y la seriedad requerida por un ama de casa señorial no habían conseguido aplacar totalmente. Se reproducían con tozudez desde la adolescencia y atravesaron su recién jubilada juventud como una especie de pájaros juguetones que no lograba domeñar. Cuando consintió sin muchos remilgos contraer matrimonio con Diego Martín —el pretendiente que más convencía a su señor padre, el impertérrito y exigente Melquíades San Emeterio—, fue porque adivinó en él una inclinación al riesgo que con los años resultó para ambos un pequeño fiasco.