—¡Diablo! —exclamó Miguel—. Sería menester entonces llevar consigo una cabria. Pues bien, amigos míos, contentémonos por hoy con la Luna allí a lo menos haremos un buen papel. Más adelante veremos si nos conviene ir al Sol, donde no puede uno beber sin el auxilio de un cabrestante para llevarse la copa a los labios.
Ya estaba tranquilo Barbicane, si no por el éxito del viaje, a lo menos por la fuerza impulsiva del proyectil. Su velocidad virtual le arrastraba más allá de la línea neutral; por consiguiente, ni volvía a la Tierra, ni se quedaba inmóvil en el punto de atracción. Una sola hipótesis faltaba realizar: la llegada del proyectil a su blanco, bajo la acción de la atracción lunar.
En realidad era una caída de 8.296 leguas sobre un astro en que seguramente la gravedad no es sino la sexta parte de la Tierra, sin embargo, una caída formidable, contra la cual convenía tomar toda clase de precauciones.
Estas precauciones podían ser de dos clases: unas debían amortiguar el golpe en el momento en que el proyectil tocase el suelo lunar; y las otras habían de retardar su caída, haciéndola, por consiguiente, menos violenta.
Era una lástima que Barbicane no hubiera podido emplear para amortiguar el golpe los medios que tan bien habían atenuado el choque de salida, es decir, el agua empleada como muelle, y los tabiques movibles. Los tabiques resistían, pero faltaba el agua, ya que no se podía emplear en aquella mole la que quedaba, ya que era indispensable para el caso que les faltase en los primeros días de estancia en el suelo lunar.
Es más, aquel repuesto habría sido insuficiente para servir de muelle; porque la capa de agua encerrada en el proyectil al tiempo de su partida y en que descansaba el disco impermeable, no ocupaba menos de tres pies de altura en una superficie de cincuenta pies cuadrados; medía seis metros cúbicos de volumen y pesaba cinco mil setecientos cincuenta kilogramos; mientras que los recipientes no contenían ni la quinta parte. Por consiguiente, había que renunciar a este medio de amortiguar el choque de llegada.
Por fortuna, Barbicane, no contento con emplear el agua, había provisto al disco movible de topes de muelle destinados a debilitar el choque contra el fondo cuando desaparecieron los tabiques horizontales. Estos topes existían todavía, y bastaba apretarlos y colocar en su sitio el disco movible. Todas aquellas piezas, fáciles de manejar, porque su peso era apenas sensible, podían volver a montarse rápidamente.
Así se hizo; las diversas piezas se reunieron sin dificultad por medio de pasadores y tuercas. En un momento se halló el disco descansando en sus topes de acero, como una mesa en sus pies. La colocación del disco tenía un inconveniente, que era el quedar cubierto el disco inferior, con lo cual los viajeros se veían en la imposibilidad de observar la Luna por aquella obertura, cuando fueran precipitados perpendicularmente hacia ella. Pero tenían que resignarse; además, por las aberturas laterales también se podían examinar en gran parte las vastas regiones lunares como se ve en la Tierra desde la barquilla de un globo aerostático.
La disposición del disco exigió una hora de trabajo; así que eran más de las doce del día cuando se terminaron los preparativos. Barbicane hizo nuevas observaciones sobre la inclinación del proyectil pero con gran disgusto suyo, éste no se había vuelto lo suficiente para una caída y más bien parecía seguir una curva paralela al disco lunar. El astro de la noche brillaba espléndidamente en el espacio mientras del lado opuesto el astro del día lo incendiaba con sus fuegos.
No dejaba de ser alarmante la situación.
—¿Llegaremos? —preguntó Nicholl.
—Hagamos como si hubiéramos de llegar —respondió Barbicane.
—Son ustedes unos agonizantes —replicó Miguel Ardán—. Llegaremos, y más prisa de lo que quisiéramos.
Esta respuesta impulsó a Barbicane a volver a su trabajo preparatorio y dedicó a disponer los aparatos necesarios para retardar la caída.
No se habrá olvidado el altercado del mitin celebrado en Tampa Town, en la Florida, cuando el capitán Nicholl se presentó como enemigo de Barbicane y adversario de Miguel Ardán. A las afirmaciones del capitán Nicholl, que se empeñaba en sostener que el proyectil se haría pedazos, contestaba Miguel que retardaría su caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos.
Y en efecto, era fácil comprender que disparando en la parte exterior del fondo del proyectil cohetes de gran potencia, no podían menos de producir un movimiento de retroceso que disminuyera considerablemente la velocidad de aquél. Dichos cohetes debían arder en el vacío, pero no les faltaba oxígeno, porque habían de producirlo ellos mismos como volcanes lunares, cuya deflagración nunca ha dejado de verificarse por falta de atmósfera en la Luna.
Así, pues, Barbicane se había provisto de cohetes de esta especie encerrados en cañoncitos de acero en forma de rosca, que podían atornillarse en el fondo del proyectil; por la parte interior no sobresalían de este fondo; por la exterior sobresalían medio pie. Se colocaron veinte, y una abertura practicada al efecto en el disco permitía encender la mecha de que cada cual iba provisto, produciéndose así todo el efecto por la parte de afuera. Las mechas inflamables se habían puesto de antemano muy forzadas en cada cañón. No faltaba, pues, sino quitar los obturadores mecánicos ajustados en el fondo y reemplazarlos por los cañoncitos, que ajustaban también exactamente.
Esta nueva operación se concluyó a eso de las tres; y tomadas estas precauciones, ya sólo quedaba esperar.
Mientras tanto, el proyectil se acercaba visiblemente a la Luna, cuya influencia sentía en cierta proporción; pero su propia velocidad le arrastraba también en línea oblicua. La resultante de estas dos influencias era una línea que podía convertirse en una tangente. Pero no cabía duda de que el proyectil no caía normalmente en la superficie de la Luna, porque su parte inferior, en razón de su mismo peso, debía hallarse vuelta hacia ella.
Se aumentaba la inquietud de Barbicane al ver que el proyectil resistía a las influencias de la gravitación. El sabio, que creía haber previsto todas las hipótesis posibles, la vuelta a la Tierra, la caída a la Luna y la detención en la línea neutral se hallaba de improviso con una cuarta nueva hipótesis, preñada de terrores, porque era lo desconocido, lo infinito. Para pensarlo, sin acobardarse, precisaba ser un flemático como Nicholl o un aventurero audaz como Miguel Ardán.
Hablaron de este asunto. Otros hombres cualesquiera, hubieran considerado la cuestión desde el punto de vista más práctico, tratando de averiguar a dónde les conducía el proyectil. Pero ellos no lo hicieron así; lo primero de que trataron fue de la causa que habría producido aquel efecto.
—¿Es decir que hemos descarrilado? —preguntó Miguel—. Pero ¿por qué?
—Mucho me temo —respondió Nicholl— que a pesar de todas las precauciones tomadas, el columbiad no haya sido bien apuntalado. Un error por pequeño que sea, basta para lanzarnos fuera de la atracción lunar.
—¿Conque habrán apuntado mal? —preguntó Miguel.
—No lo creo —respondió Barbicane—. La perpendicular del cañón era perfecta y su dirección al cenit de aquel sitio completamente exacta. Pues bien, pasando la Luna por el cenit, debíamos llegar a ella de lleno. Hay alguna otra razón, pero no doy con ella.
—Llegaremos quizá demasiado tarde —indicó Nicholl.
—¿Demasiado tarde? —dijo Barbicane.
—Sí —respondió Nicholl—. La nota del observatorio de Cambridge expresa que la travesía debe realizarse en noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos. Lo cual quiere decir que la Luna, no habría llegado antes al punto indicado, y más tarde habría pasado ya. ¿No crees que es así?
—Conforme —respondió Barbicane—; pero salimos, el primero de diciembre a las 11 menos 3 minutos y 20 segundos de la noche, y debemos llegar el 5, a las doce en punto de la noche en el momento de estar la Luna llena. Ahora bien, son las tres y media de la tarde, y ocho horas y media debían bastar para conducirnos al, punto de destino; ¿por qué no hemos de llegar?
—¿No será un exceso de velocidad? —respondió Nicholl—. Porque la velocidad inicial ha sido mayor de lo que suponía.
—¡No y cien veces no! —replicó Barbicane—. Un exceso de velocidad, si la dirección del proyectil hubiera sido buena no nos habría impedido llegar a la Luna.
—¿Por quién y por qué? —preguntó Nicholl.
—No puedo decirlo —respondió Barbicane.
—Pues bien, Barbicane —dijo entonces Miguel—, ¿quieres saber lo que pienso acerca del motivo de esta desviación?
—Habla.
—¡No daría medio dólar por saberlo! ¡Nos hemos desviado, ésa es la cosa! ¿A dónde vamos? ¡No me importa! Ya lo veremos. ¡Qué diablo! Puesto que vamos atravesando el espacio, acabaremos por caer en un centro cualquiera de atracción.
Esa indiferencia de Miguel Ardán no podía satisfacer a Barbicane; y no porque le inquietara lo porvenir, sino porque a toda costa quería saber por qué se había desviado el proyectil.
Entretanto, éste seguía marchando en sentido lateral a la Luna, y con él todos los objetos arrojados al exterior. Barbicane, tomando puntos de mira en la Luna, cuya distancia era inferior a dos mil leguas, pudo cerciorarse de que su velocidad era uniforme. Nueva prueba de que no habría caída.
Los tres amigos, no teniendo otra cosa que hacer, continuaron sus observaciones. Pero aún no podían determinar las disposiciones topográficas satélite. Todas las desigualdades se nivelaban bajo la protección de los rayos solares.
Así estuvieron observando por los cristales laterales hasta las ocho de la noche. La Luna había aumentado de tal manera, que cubría la mitad del firmamento. El Sol por un lado y el astro de la noche por otro, inundaban de luz el proyectil.
En aquel momento Barbicane creyó poder apreciar en setecientas leguas solamente la distancia que los separaba de su objeto. La velocidad del proyectil parecía ser de unos doscientos metros por segundo, o sea poco más o menos ciento setenta leguas por hora. El fondo del proyectil se inclinaba hacia la Luna obedeciendo a la fuerza centrípeta; pero la fuerza centrífuga dominaba siempre, siendo por tanto probable que la trayectoria rectilínea se trocara en una curva cualquiera, cuya naturaleza no era posible determinar, desde luego.
Barbicane continuaba buscando la solución de su irresoluble problema: las horas pasaban sin resultado, el proyectil se acercaba visiblemente a la Luna; pero era también visible que no llegaría a ella. En cuanto a la distancia más corta a que llegaría, debía ser la resultante de las dos fuerzas atractiva y repulsiva que solicitaban el móvil.
—Yo sólo pido una cosa —decía Miguel—: pasar lo bastante cerca de la Luna para penetrar sus secretos.
—Maldita sea entonces —exclamó Nicholl— la causa que ha hecho desviar nuestro proyectil.
—Maldito sea también —respondió Barbicane, como se le ocurriera de repente— aquel bólido que nos hemos encontrado en el camino.
—¡Eh! —dijo Miguel.
—Quiero decir —respondió Barbicane, con acento de convicción— que nuestra desviación se debe únicamente al encuentro de aquel cuerpo errante.
—Pero si no nos ha tocado —respondió Miguel.
—¿Y qué importa? Su masa, comparada con la de nuestro proyectil, era enorme, y su atracción ha bastado para influir en nuestra dirección.
—¿Tan poca cosa? —exclamó Nicholl.
—Sí, amigo Nicholl; pero por poco que fuera, en una distancia de ochenta y cuatro mil leguas, no hacía falta más para apartarnos de nuestro camino.
Sin duda había comprendido Barbicane la verdadera causa de aquella desviación; por pequeña que fuera, bastante para modificar la trayectoria del proyectil. Era una lástima; la tenaz tentativa abortada por una circunstancia enteramente casual, y de no sobrevenir acontecimientos excepcionales no podían llegar al disco lunar los viajeros. ¿Pasarían, sin embargo, lo bastante cerca para poder resolver ciertos problemas de física o de geología, no resueltos aún? Esto era lo único que preocupaba ya a los atrevidos viajeros. En cuanto a la suerte que lo por venir les reservaba, ni siquiera querían pensar en ella. No obstante, ¿qué sería de ellos en medio de aquellas soledades infinitas, cuándo el aire iba a faltarles de un momento a otro? Al cabo de unos cuantos días era posible que cayeran asfixiados en aquel proyectil errante a la ventura. Pero aquellos pocos días eran dignos para hombres tan intrépidos como ellos, que consagraban todos sus instantes a observar la Luna, ya que no esperaban llegar a ella.
La distancia que a la sazón separaba al proyectil del satélite fue calculada en doscientas leguas aproximadamente. En estas condiciones no eran, sin embargo, los detalles de la Luna tan visibles para ellos como lo son para los habitantes de la Tierra provistos de telescopios potentes.
En efecto, el instrumento montado por John Rosse en Parsonton, y que aumentaba el tamaño de los objetos seis mil quinientas veces, acerca la Luna a la distancia de dieciséis leguas; además, con el potente aparato establecido en Long's Park el astro de la noche, aumentado hasta cuarenta y ocho mil veces, se acercaba hasta menos de dos leguas, pudiéndose distinguir perfectamente los objetos de diez metros de diámetro.
Por lo tanto, a la distancia que se hallaban, los detalles topográficos dé la Luna observados sin anteojos no estaban determinados sensiblemente. La vista abarcaba el extenso contorno de aquellas inmensas depresiones llamadas impropiamente mares, pero no se podía reconocer su naturaleza. La prominencia de las montañas desaparecía en la espléndida irradiación producida por la reflexión de los rayos solares, y que deslumbraba la vista hasta el punto de no poderla resistir.