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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (27 page)

BOOK: Alta fidelidad
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—Ah, es verdad. Se me había olvidado, lo digo en serio. No quería copiar la idea.

—En fin, poca cosa.

Y así sucesivamente.

Vuelvo a intentarlo más tarde.

—«Abraham, Martin and John» —dice Dick—. Ésa no está nada mal.

—¿Cómo se llamaba el padre de Laura?

—Ken.

—«Abraham, Martin, John and Ken». No, ni en broma. No suena bien.

—Vete a la mierda.

—Y Black Sabbath, ¿qué tal? Ya puestos, Nirvana. A esos grupos sí que les va el rollo de la muerte.

De esta forma se recuerda el fallecimiento de Ken en Championship Vinyl.

Yo sí he pensado en la música que quiero que pongan en mi funeral, aunque nunca he podido pasarle la lista a nadie, porque cualquiera se moriría de la risa. «One Love», de Bob Marley; «Many Rivers to Cross», de Jimmy Cliff; «Angel», de Aretha Franklin. Además, siempre he tenido la fantasía de que una bella y llorosa mujer insistiría en que pusieran «You're the Best Thing That Ever Happened to Me», de Gladys Knight, sólo que no consigo imaginar quién podría ser esa mujer bella y llorosa. En fin, es mi funeral, y se suele decir que nadie puede ser generoso ni ponerse sentimental al pensar en ese trance. Tampoco cambia nada lo que quiso decir Barry, aunque no se diera cuenta de lo que daba a entender: aquí tenemos cerca de un trillón de horas de música grabada, y apenas hay un solo minuto que pueda describir cómo se siente Laura ahora mismo.

Sólo tengo un traje, un traje gris oscuro. La última vez que me lo puse fue en una boda, hace unos tres años. Ya no me queda demasiado bien, y se me nota todo lo que se me tiene que notar, qué remedio. De todos modos, tendrá que servirme para la ocasión. Plancho mi camisa blanca y por fin encuentro una corbata que no sea de cuero y que no lleve un estampado de saxofones, con lo cual me pongo a esperar a que llegue Liz a recogerme. Ni siquiera llevo un detallito; las tarjetas del quiosco eran todas impresentables, del estilo de las que se podrían regalar los miembros de la familia Addams por sus respectivos cumpleaños. Ojalá hubiese estado en algún otro funeral. De mis abuelos, uno murió antes de que yo naciera, y el otro murió cuando era muy pequeño; mis abuelas en cambio viven las dos, si es que se puede decir así, pero la verdad es que nunca las visito. Una vive en un asilo, y la otra con la tía Eileen, hermana de mi padre. Cuando se mueran, no creo que sea el fin del mundo. Dudo que sea noticia de primera plana que un día muera una persona extremadamente anciana. Aunque sí tenía amigos que han muerto —un tío que iba con Laura a la facultad murió de sida; un amigo de mi amigo Paul murió en un accidente de tráfico; muchos de mis amigos han perdido a sus padres—, todo eso es algo que siempre he conseguido aplazar. Ahora me doy cuenta de que es algo que haré a menudo durante el resto de mi vida. Mis dos abuelas, mi padre y mi madre, mis tías y tíos; a menos que yo sea el primero de mi círculo más íntimo que se vaya al otro barrio, previsiblemente habrá también montones de personas de mi edad, puede que incluso antes de lo previsto, teniendo en cuenta que dos o tres por fuerza la van a espichar antes de lo que cabría esperar. Ya puestos a pensar en todo esto, me resulta terriblemente opresivo, casi como si tuviera que ir a tres o cuatro funerales por semana durante los próximos cuarenta años, o como si no tuviera ni tiempo ni ganas de hacer nada más. ¿Cómo se las arregla el resto del mundo? ¿Hay que ir a la fuerza? ¿Qué pasa si te niegas, qué pasa si dices que te parece demasiado triste? («Laura, lo siento mucho por ti, ya sabes, pero es que no me va.») No creo que pueda soportar el hacerme más viejo de lo que soy. Noto que aumenta, aunque a regañadientes, la admiración que siento por mis padres, y sólo porque han estado en docenas de funerales y nunca han puesto reparos, o porque al menos a mí no me han dicho que les parezca una putada. No sé, tal vez no tengan la imaginación que hace falta para darse cuenta de que los funerales son más deprimentes incluso de lo que a primera vista puedan parecer.

Si he de ser sincero, sólo voy porque puede que a fin de cuentas me convenga. ¿Se puede ligar con tu ex en el funeral de su padre? No me lo había planteado, pero nunca se sabe.

—Total, que el vicario dice unas cuantas bobadas, ¿y luego? ¿Salimos todos en bloque y lo enterramos?

Liz me está explicando todo el asunto.

—Es en un crematorio.

—No me tomes el pelo, tía.

—No te estoy tomando el pelo, so bobo.

—¿En un crematorio? Joder.

—¿Y qué más da?

—Bueno, tienes razón, da lo mismo, pero es que... —No estaba preparado para esto, así de fácil.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—No lo sé. Pero... Cojones...

La oigo suspirar.

—¿Quieres que te deje en una boca de metro?

—No, claro que no.

—Pues entonces calla de una vez, ¿vale?

—Lo único que pasa es que no quiero desmayarme, así de sencillo. Y si me desmayo por falta de preparación, conste que habrá sido culpa tuya.

—Rob, eres de lo más patético. Sabes muy bien que a nadie le hacen ninguna gracia estas cosas, ¿no? Nadie se lo puede pasar bien con esto. ¿No te habías dado cuenta de que lo que vamos a encontrar esta mañana es terriblemente incómodo? No eres el único que tiene escrúpulos de ese tipo. Yo sólo he estado en una cremación, y te juro que lo aborrecí con toda mi alma. Y aunque hubiera estado en cientos, dudo mucho que me fuese más fácil. No seas tan crío.

—¿Tú por qué crees que no viene Ray?

—Porque no está invitado. En toda la familia no le conoce nadie. Y Ken te tenía aprecio, y Jo piensa que eres un tío estupendo.

Por cierto, Jo es la hermana de Laura, y a mí me parece una tía estupenda. Es muy parecida a Laura, pero no lleva esos trajes agresivos ni tiene la lengua tan agresiva como ella, ni tampoco ha sacado tan buenas notas, ni tiene sus títulos.

—¿Solamente por eso?

—A ver si te enteras, Rob: Ken no ha muerto en beneficio tuyo. En el fondo, es como si todos fuésemos actores de reparto en la película de tu vida, tío.

Pues claro, así es; si no, ¿de qué otro modo se lo montan los demás?

—Liz, tu padre murió hace tiempo, ¿verdad?

—Sí, hace mucho. Yo tenía dieciocho años.

—¿Te afectó? —Terriblemente estúpido—. Quiero decir si te afectó durante mucho tiempo. —Salvado por los pelos, vaya.

—Todavía me afecta.

—¿De qué manera?

—No lo sabría explicar. Todavía le echo de menos, todavía pienso en él. Y a veces también hablo con él.

—¿Y qué le dices?

—Eso es un secreto entre él y yo —dice, aunque con amabilidad, con una sonrisilla—. Ahora que está muerto, sabe de mí mucho más que cuando estaba vivo.

—¿Y quién tiene la culpa de eso?

—El. Era el estereotipo del padre. Ya sabes, siempre ajetreado, siempre agotado. Antes me sentaba fatal, incluso después de su muerte. A la larga me di cuenta de que yo no era entonces más que una niña, una niña buenísima, así de claro. Dependía de él, no de mí, que no nos tratásemos más.

Esto es una pasada. Pienso cultivar la amistad con personas a las que se les haya muerto el padre, o un amigo, o su pareja. Son las personas más interesantes del mundo. Además, son muy accesibles. ¡Están por todas partes! Aunque los astronautas, los Beatles o los supervivientes de un naufragio tuvieran más que aportar, y lo dudo, da lo mismo, porque nunca llegarás a conocerlos. La gente que ha mantenido una relación con alguien que ha muerto —y podría pasar por una canción de Barbra Streisand, aunque no lo sea— es la que más suerte tiene en este mundo.

—¿También lo incineraron en un crematorio?

—¿Por qué te importa tanto?

—No lo sé, me importa, nada más. Como antes has dicho que sólo has estado en una cremación, me estaba preguntando, bueno, ya sabes...

—Yo que tú le daría a Laura un par de días de margen antes de presionarla con preguntas como éstas. La experiencia que ella ha vivido no es de las que se prestan a hablar por hablar, ¿sabes?

—O sea, que me estás diciendo que me calle, ¿no es eso?

—Eso es.

Claro.

El crematorio está en el quinto pino. Dejamos el coche en un inmenso aparcamiento casi desierto y caminamos hasta un complejo de varios edificios nuevos y espantosos, demasiado llamativos, nada serios. Es imposible imaginar que ahí vayan a incinerar a los muertos; sí que cabe imaginar, en cambio, una reunión de un nuevo grupo religioso, de esos que se juntan a dar palmas y a cantar estupideces una vez a la semana. Yo no dejaría que a mi viejo lo incinerasen aquí. Supongo que me haría falta algo de ambiente para sentirme de veras apenado, y en estas paredes de ladrillo visto y de madera desnuda difícilmente encontraría ese apoyo.

Las tres capillas forman un espacio múltiple. Hay un tablón de anuncios en la pared, donde se especifica qué hay en cada una, y a qué hora.

CAPILLA 1 11.30 SR. E. BARKER

CAPILLA 2 12.00 SR. K. LYDON

CAPILLA 3 12.00 -

Parece que al menos en la capilla 3 hay buenas noticias. Una cremación cancelada. Se ha exagerado al decir que había muerto, je, je. Tomamos asiento en un área de recepción y esperamos a que la capilla empiece a llenarse de gente. Liz saluda de lejos a dos personas a las que yo no conozco de nada; me pongo a pensar en nombres de varón que empiecen por «E». Espero que la persona que vaya a recibir el tratamiento prescrito en la capilla 1 sea una persona de edad, porque no me apetece ver salir a los asistentes demasiado alterados. Eric. Ernie. Ebenezer. Ethelred. Ezra. Todos estamos bien, muy bien; nos tronchamos de la risa. En realidad, no es que nos estemos riendo exactamente, pero el muerto, sea quien fuere, tiene al menos cuatrocientos años, y nadie se apenará demasiado en semejantes circunstancias, ¿verdad que no? Ewan. Edmund. Edward. Mierda. Podría tener cualquier edad.

De momento, nadie llora aún en el área de recepción, aunque unas cuantas personas sí que están a punto. A decir verdad, se ve bien claro que van a llorar sin poder contenerse mucho antes de que podamos dar por terminada la mañana. Son todos de mediana edad, todos saben de sobra cómo es esto. Hablan en voz baja, se dan la mano, se sonríen con fragilidad, se besan a veces; entonces, sin que exista razón aparente, o sin que yo la descubra, me siento total e irremediablemente perdido, vendido, ignorante, al verlos ponerse en pie y desfilar por la puerta en cuyo dintel cuelga un rótulo que dice «CAPILLA 2».

Dentro todo está bastante oscuro, así que es más fácil sintonizar con el ambiente. El féretro está frente a la entrada, un tanto elevado, aunque no logro averiguar sobre qué reposa. Laura, Jo y Janet Lydon ocupan la primera fila, muy juntas las tres, con otros dos hombres a los que no conozco. Entonamos un cántico, rezamos, el vicario suelta un sermón breve y nada satisfactorio, lee algo del libro, entonamos otro cántico, y de pronto se oye un ruido capaz de helarte el corazón, un estrépito de maquinaria que se pone en marcha, y el féretro desaparece lentamente, como si se lo tragara el suelo. En ese instante se oye un aullido allí delante, un chillido desgarrado, que no quiero oír; solamente sospecho que es la voz de Laura, pero en el fondo reconozco que sí, que es ella, y en ese instante me vence el deseo de ir a su lado y de ofrecerle mi conversión en otra persona diferente de mí, de suprimir toda huella del que soy, al menos mientras me deje cuidar de ella y hacer lo indecible por que se sienta mejor.

Cuando salimos a la luz, todos se arraciman alrededor de Laura, de Jo y de Janet, y las abrazan. Quisiera hacer lo mismo, pero no creo que pueda. Laura nos ve a Liz y a mí titubear en la franja más alejada del grupo, y se acerca a nosotros, nos da las gracias por haber venido, nos abraza a los dos durante muchísimo tiempo. Cuando me suelta, me doy cuenta de que no hace falta que le ofrezca mi conversión en otra persona diferente, porque eso es algo que ya ha ocurrido.

26

Todo es más llevadero en la casa. Está claro que ha pasado lo peor. Se percibe una calma fatigada, como esa calma fatigada que se tiene en el estómago después de haber vomitado. Se oye a la gente hablar incluso de otras cosas, aunque sean cosas serias: el trabajo, los hijos, la vida. Nadie comenta el consumo de gasolina de su Volvo, ni se habla del nombre que éste o aquél pondría a su perro. Liz y yo nos servimos una copa y nos quedamos de pie, de espaldas contra una estantería, en el rincón más alejado de la puerta. Cruzamos alguna que otra frase, pero nos dedicamos sobre todo a observar a los demás.

Es grato estar en la sala, aunque las razones por las que estamos aquí no sean tan gratas. Los Lydon tienen una amplia casa de estilo Victoriano, vieja y desgastada, muy llena de muebles, cuadros, ornamentos, plantas, objetos que en realidad no casan unos con otros, aunque salta a la vista que han sido elegidos con esmero, con buen gusto. En la sala en que estamos destaca sobre todo un enorme y extrañísimo retrato de familia colgado encima de la chimenea; es de cuando las niñas tenían entre ocho y diez años. Llevan unos vestidos que parecen de dama de honor, y están las dos de pie, en actitud antinatural y cohibida, a uno y otro lado de Ken. Delante de ellas, tapándolas en parte, aparece un perro que se llamaba Allegro, aunque lo llamaban Allie, que murió antes de que apareciese yo. El perro tiene las patas delanteras apoyadas en el abdomen de Ken, que acaricia a su vez el pelaje del perro mientras sonríe. Janet está de pie, un poco más atrás y algo apartada de los otros tres, observando a su marido. Toda la familia está más delgada (y más borrosa, pero así son los cuadros) de lo que es en realidad. Es pintura moderna, colorista y desenfadada; es un cuadro que ha pintado alguien que obviamente sabía bien de qué iban los cuatro (Laura me dijo que la artista que lo hizo expuso sus cuadros en muchas galerías y fue incluso bastante famosa). Sin embargo, la pintura tiene que competir con una nutria disecada que está en la repisa de la chimenea, y con ese tipo de muebles oscuros que yo detesto. Ah, se me olvidaba: hay una cama turca en un rincón, repleta de cojines, y un enorme aparato de alta fidelidad, de esos negros, mates, a la última, que era con diferencia lo que más enorgullecía a Ken de todas sus pertenencias, a pesar de los cuadros y las antigüedades. Todo está revuelto, pero tendrías que querer a la familia que vivía aquí, porque acabas de darte cuenta de que eran personas interesantes, amables, cordiales. Ahora caigo en que disfrutaba al formar parte de ella, y aunque muchas veces protestaba y me quejaba por tener que ir a pasar un fin de semana o un simple domingo por la tarde, no me aburrí ni una sola vez. Al cabo de unos minutos se acerca Jo y nos besa a los dos, a la vez que nos da las gracias por haber venido.

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