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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (5 page)

BOOK: Ángel caído
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Amanda cogió su última adquisición, un bolso de Dior que le había costado todo lo que había conseguido ahorrar los últimos meses. Era un lujo que se daba: un bolso de marca al año.

Con un rápido movimiento de llave, Amanda cerró el coche y fue hasta la puerta. No reconoció al joven que estaba allí y él le sonrió amablemente mientras le preguntaba si podía identificarse:

—¿Sabemos quiénes son?

—Semiafirmativo. Son dos... es decir, tres cuerpos en la vivienda de Josef F. Larsson, el presidente de la compañía de aguas Vattenfall.

Amanda soltó un silbido.

—Es decir, un pez gordo. ¿Tres cuerpos? Creía que eran dos asesinatos.

—El tercero es un perro. Arriba del todo —dijo, esquivo, sin mirar a Amanda a los ojos y señalando hacia arriba con la cabeza.

Parecía muy reacio a precisar con más detalle el aspecto que tenía el lugar del crimen.

Amanda comenzó a subir. El ascensor era viejo y lento. Teniendo en cuenta el problema de estómago que había sufrido aquel día, no pensó en la escalera. Poco a poco fue transportada hasta el último piso. Allí Amanda se encontró con otro agente y la cinta policial. En la puerta de enfrente había una anciana mirando. Debajo del brazo llevaba un caniche gris sucio. Sonrió interesada a Amanda, quien la saludó con la cabeza mientras entraba en la otra vivienda. Por experiencia, Amanda sabía que las vecinas mayores podían ser tan pesadas como útiles. Lo mejor era estar a buenas con ellas.

La investigación de la Científica estaba en pleno apogeo. Un hombre de unos treinta años con profundas marcas de acné en las mejillas la saludó por su nombre, pues la conocía. «Todos conocen al bicho raro», pensó a la vez que respondía a su saludo. No tenía ni idea de cómo se llamaba. Justo después de ella llegó otra persona a la que sí conocía muy bien: Moses Hammar, una inusual combinación de boxeador y forense. «Los dos somos bichos raros», siguió pensando Amanda.

Los recién llegados recibieron instrucciones de ir directamente hasta el dormitorio; los técnicos no habían acabado aún con el resto de la vivienda. Amanda estudió el ambiente: muebles caros, pesados pero, a pesar de ello, impregnados de estilo. No era el trabajo de un profesional, sino creado por la gente que vivía allí, constató. Uno de sus mayores vicios eran los programas de decoración que llenaban las parrillas de los canales de televisión. Veía sin dificultad las soluciones avanzadas adaptadas por la necesidad a la que obliga una fantasía inquieta y que exigen los diseñadores actuales y el buen gusto a la manera antigua. Cuando pasó delante del espejo vio la palabra «Asesino» escrita en rojo sangre.

—Me han llamado muchas cosas en esta vida, pero nunca esto —comentó cuando se encontró con las letras escritas debajo del reflejo de su imagen. Moses las estudió más detenidamente. Antes de terminar, el hombre de las marcas de acné dijo:

—Es pintura de
spray
normal y corriente.

Moses le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y fue hacia la sala de estar. Estaba limpia y recogida a excepción del sofá de piel, que también estaba pintado con
spray
con las palabras «Dinero manchado de sangre», y la pared, en la que habían escrito
Dirty Thirty
. El sol de la mañana jugaba con las partículas de polvo que la pantalla del televisor marca Bang & Olufsen había absorbido. Unas manchas poco espesas se veían sobre el suelo de parquet. El agente del acné que iba detrás de ellos continuaba con su ayuda:

—Sin embargo, éstas son de verdad. Sangre.

—Por lo visto alguien no quería mucho a las víctimas —constató Amanda.

—Sí. Parece como si el autor del crimen quisiera divulgar el motivo —añadió Moses señalando el texto de la pared con la cabeza.

—¿Qué quiere decir eso de
Dirty Thirty?
—preguntó Amanda.

—Es una lista de centrales de energías peligrosas para el medio ambiente —aclaró Moses—. Y el propietario de este piso era presidente de algunas de ellas.

—O se trata de una persona profundamente desequilibrada —respondió Amanda.

—Desequilibrada, seguro —añadió el hombre del acné señalando con la cabeza la rendija de la puerta hacia donde seguían las huellas del suelo—. Loco de remate.

Amanda observó las huellas rojas más detenidamente. Cuando se agachó notó que el estómago intentaba salírsele por la garganta. Se levantó con rapidez y tragó saliva. La tensión que experimentaba en un lugar donde se había cometido un crimen hacía que no controlara su malestar. El rápido movimiento hizo que la sangre le bajara de la cabeza y se apoyó contra la pared. En cuanto la imagen oscura desapareció de sus ojos, se sintió algo mejor y se enderezó. Pero era demasiado tarde. Moses parecía preocupado por ella y dijo:

—¿Qué te pasa? Estás completamente pálida.

—Ya estoy bien. Es que me he levantado demasiado de prisa —dijo Amanda maquillando la verdad.

Moses la observó escéptico, pero después se encogió de hombros y continuó adentrándose en el desagradable secreto de la vivienda. Amanda se sentía demasiado mal como para admirar su nuca de toro, que normalmente observaba con atención. Sus manos y su cuello eran su gran debilidad, pero en aquellos momentos su atracción hacia Moses quedaba anestesiada por el malestar físico que sentía.

Antes de entrar en la habitación hacia donde dirigía el rastro de sangre vieron una suciedad en el suelo marcada por los de la Científica. El olor difuso de muerte fue sustituido por una fuerte y ofensiva peste. Antes de que Amanda la pudiera definir, su estómago reaccionó. Los jugos gástricos recogidos en la última hora querían salir y le provocaban una arcada tras otra.

Amanda miró desesperada a su alrededor. Lo peor que le podía ocurrir era vomitar en el lugar del crimen, primero porque como mujer socavaría rápidamente su posición demostrando debilidad, y segundo porque podría destruir pruebas muy valiosas. Y eso que todavía no había visto los cadáveres.

No había tiempo de salir del piso. Amanda reaccionó instintivamente, abrió su bolso nuevo y vomitó dentro. Moses la miraba sorprendido. Cuando Amanda acabó, él dijo:

—Así que te habías levantado demasiado de prisa. ¿No deberías quedarte en la cama? ¿Gripe?

Para no tener que ver aquella asquerosidad, Amanda cerró pulcramente el bolso y se lo colgó en el hombro. Después asintió con la cabeza y dijo:

—Empecé ayer. No sé si he comido algo en mal estado o si es otra cosa.

—¿Así que lo mejor que sabes hacer es contagiar a tus compañeros? — preguntó Moses, provocador, pero sus ojos la observaban preocupado con una mirada escrutadora, como si se tratara de un médico.

Amanda se sentía culpable y se tapó la boca como para proteger de sus bacilos a los que estaban a su alrededor.

Mientras subía hacia el desván, Nova pensó que era una ventaja haber tenido una madre paranoica. Toda la casa estaba cuidadosamente protegida por alarmas y cámaras de vigilancia. Si alguien había conseguido entrar sin disparar las alarmas por lo menos estaría en alguna de las películas. Además de la cámara de la entrada había otras tres que vigilaban las habitaciones donde estaban los objetos más valiosos de la colección de arte de su madre. Nova había continuado con la labor de su madre de copiar las películas de las cámaras en DVD una vez a la semana.

Abrió la trampilla del techo y desplegó la escalerilla por la que se subía al desván. Al llegar arriba miró a su alrededor. Un lado del desván estaba lleno de trastos de otras generaciones: había montones de cajones polvorientos; unas alfombras enrolladas aparecían debajo de una mesa de tres patas. Todo aquel caos quedaba iluminado por una elegante lámpara de cristal. Era el mejor sitio donde guardar los tesoros que no quedaban bien en la vivienda de abajo. La luz de los cristales de la lámpara jugaba sobre el equipamiento que estaba al otro lado de la habitación. Era un ordenador con tarjeta DVR que funcionaba como central de vigilancia. Detrás había una librería donde libros centenarios se guardaban junto a los DVD de las últimas semanas con las películas de las cámaras de vigilancia.

Nova se sentó delante del ordenador. De la tela de la vieja y sucia silla de oficina salió una nubecilla de polvo. Antes de posar la vista sobre el ordenador que tenía delante, se fijó en el taburete que había en un rincón.

El rincón de la vergüenza.

Recordaba que se había pasado muchas horas allí, mirando la pared. En una ocasión había mirado hacia arriba y había puesto en marcha un plan que tuvo como resultado la prohibición de salir durante semanas y unas cuantas heridas en las palmas de las manos. La trampilla estaba encima de la cabeza de Nova. Cuando tenía doce años, se había encaramado por la librería para salir al tejado de la casa. El aire primaveral le había enfriado las mejillas y la vista sobre las partes más altas de las casas de Gamla stan hicieron que el corazón le latiera fuerte en el pecho por la sensación de libertad. Sobre el tejado había una escalera de incendios que llevaba a la casa del vecino. La huida le había costado mucho más de lo que le había aportado.

Nova volvió al presente. Cuando tocó el ratón del ordenador, en la pantalla que estaba completamente negra apareció una ventana para introducir el código de entrada. Lo sabía desde hacía dos años, cuando su madre, que tenía que ausentarse varias semanas por un trabajo en el extranjero, decidió que ella copiaría las películas en DVD. Su madre volvió a casa morena y se puso contenta al ver que Nova había sabido hacer lo que le había encargado. Después de aquello, lo hacía ella de vez en cuando. Cada fin de mes desaparecían los discos y eran guardados en la caja de seguridad del banco, según le explicó. Nova tenía la sensación de que así la privaba de ver todo lo que hacía su madre.

Las cuatro cámaras de vigilancia guardaban directamente las imágenes en el ordenador. Eran las únicas carpetas que se utilizaban regularmente. Nova pasó película tras película y vio su propia persona andando por la casa, igual que un conejo de los del anuncio de Duracell. Aquello la hizo sentirse fatal a pesar de que tenía los reflejos cansados y embotados. En su fantasía veía una figura oscura que se metía en la habitación contigua, pero en realidad allí no había nadie. Se concentró y constató que nadie más que ella había estado dentro de la casa la última semana. En la librería había tres DVD. Nova alargó una mano para cogerlos y estudiar el contenido de la misma manera que había hecho con las películas que había en el disco duro del ordenador.

La mano se quedó quieta a medio camino.

«¿No debería haber cuatro discos?», pensó Nova frunciendo el ceño. Contó hacia atrás y constató que debería ser así. Cogió los discos y observó las fechas.

Faltaba un disco.

Era la película de los días anteriores y posteriores a la muerte de su madre. Nova estaba segura de que había escrito cuidadosamente la fecha y había puesto el disco en la librería. Entonces todavía estaba aturdida por la noticia de la muerte de su madre y actuaba como si llevara puesto el piloto automático. Pero sí que la había copiado. Estaba segura de ello. Recordaba cada minuto que había pasado después de la noticia de su muerte.

Y ahora no estaba.

Una persona ajena había entrado en la casa.

Alguien que sabía lo que buscaba. Alguien había encontrado un disco allí, donde Nova se hallaba en aquellos momentos. Alguien había estado allí.

Justo allí.

Nova sintió un escalofrío y miró intranquila el montón de muebles que con facilidad podían esconder a una persona. Las sombras estaban quietas en la esquina. Salió del ordenador y se dio prisa en bajar por la escalerilla.

La escena del dormitorio era el lugar del crimen más horrible que Amanda había visto en sus quince años como policía. Y no por la descomposición ni por la cantidad de sangre. Los cadáveres estaban en bastante buen estado, y no hacía mucho que eran personas vivas con un corazón que les latía y unos cerebros que pensaban. A pesar del calor que hacía, la putrefacción no era aún evidente. Pero la humillación premeditada de los cuerpos y sus posturas estudiadas hicieron que Amanda se estremeciera de frío. «Si el infierno existe, debe de ser así», pensó al mirar los ojos de la mujer abiertos como platos. ¿Qué fue lo último que vio?

Aunque Amanda sabía que la boca abierta de los cadáveres era uno de los procesos de la expiración, no pudo dejar de pensar que estaba así por haber proferido un último grito. Las mandíbulas se habían quedado fijas en una postura completamente abierta.

Amanda no había querido dejar la vivienda antes de acabar con su trabajo. «Tienes que irte a casa», le había insistido Moses, pero sin conseguir que se cumpliera su voluntad. Ahora él se encontraba delante de ella observando a las víctimas.

—Por lo menos hace doce horas que están muertos —constató—. El rigor mortis se ha extendido por todo el cuerpo.

Con gran esfuerzo rodeó la cama; había muy poco suelo que estuviera seco; el resto era de color rojo oscuro de la sangre de las víctimas.

—Seguramente fue aquí donde murieron —continuó con un gesto que se refería al espacio de la habitación.

—¿Estás seguro? —preguntó Amanda.

—Volveré con una respuesta definitiva después de la autopsia.

Amanda estudió la grotesca escena con matices de locura y sexuales. La mujer estaba desnuda y estirada boca abajo con las piernas separadas. Una almohada debajo del vientre hacía que sus nalgas estuvieran un poco levantadas. El pastor alemán estaba encima con las tripas sobre la espalda de ella y alrededor del cuello. El hombre todavía llevaba puesta la camisa y la corbata. Estaba tumbado junto al animal y la mujer. Parecía como si estuviera a punto de introducir su órgano sexual seccionado en la boca de la mujer. El espejo del techo duplicaba el horror y descubría detalles.

«Ultraje», fue la palabra que Amanda consideraba que describía mejor la escena de la habitación. Grave ultraje.

—¡Qué odio tiene que haber sentido para hacer algo así! —exclamó Amanda.

Moses levantó la mirada hacia la escena y replicó:

—O es alguien frío como el hielo. De alguna manera, todo parece muy bien pensado. Como una obra de arte.

Amanda no podía ver la similitud con una obra de arte, pero pensó que tal vez tenía que ver con el humor tan increíblemente mórbido que solía tener el forense. Mientras su mirada se quedaba fija en la frase de la pared, Génesis 6, 4, se olvidó por completo de lo que acababa de decir Moses.

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